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Año 1 #3 Diciembre 2014

Las relevaciones de Becka Paulson

En "Las revelaciones de Becka Paulson" King muestra, con la forma de un relato de suspenso, el desenlace de la historia de un matrimonio. Conciente e inconsciente mezclándose, o negándose.

Lo que pasó fue muy simple, por lo menos al principio. Lo que pasó fue que Rebecca Paulson se disparó en la cabeza con el revólver del calibre 22 de Joe, su marido. Ocurrió durante la limpieza anual de primavera, es decir, más o menos a mediados de junio (como todos los años). Becka solía atrasarse en estas cosas.

Estaba subida a una escalera revolviendo los trastos acumulados en el estante más alto del armario del vestíbulo de la planta baja, mientras el gato de los Paulson, un macho grande y de piel rayada que se llamaba Ozzie Nelson, la vigilaba desde la puerta de la sala de estar. De la sala llegaban las voces nerviosas de otro mundo que brotaban del gran televisor Zenith de los Paulson, que más tarde sería mucho más que un televisor.

Becka cogió un puñado de objetos y los revisó, con la esperanza de que todavía sirvieran, pero sin creerlo en el fondo. Había cuatro o cinco gorros invernales de punto, todos apolillados y deshilachados. Los tiró al suelo. También dio con las Novelas condensadas del Reader's Digest del verano de 1954: “Corre en silencio”, “Corre a las profundidades” y “Con los ojos desorbitados”. El volumen estaba tan hinchado por el agua que tenía el tamaño de la guía telefónica de Manhattan. Lo tiró hacia atrás. ¡Ah! Allí había un paraguas que parecía recuperable... y una caja con algo dentro.

Era una caja de zapatos. Becka no sabía lo que había dentro, pero era algo pesado. Cuando cambió la caja de sitio, el objeto se movió en el interior. Quitó la tapa y también la tiró hacia atrás (casi golpeó a Ozzie Nelson, que decidió marcharse de allí). Dentro de la caja había un revólver de cañón largo y cachas de madera.

—Vaya —exclamó—. Era esto —lo sacó de la caja sin darse cuenta de que estaba cargado y sin seguro, y le dio la vuelta para mirar por el cañón, pensando que si había una bala dentro la vería.

 

Se acordaba del revólver. Hasta hacía cinco años, Joe había sido miembro de los Derry Elks. Hacía unos diez años (o tal vez quince), había comprado quince boletos de la rifa de los Elks en un momento en que estaba borracho. Becka se había enfadado tanto con él que durante dos semanas no le había dejado que le metiera el canario. El primer premio había sido un Bombardier Skidoo; el segundo, un motor Evinrude. El revólver del calibre 22 había sido el tercero.

Joe había estado disparando con él en el patio, rompiendo latas y botellas durante un tiempo, hasta que Becka se quejó del ruido y Joe se llevó el revólver al hoyo de grava del final del camino; Becka se había dado cuenta de que su marido ya estaba perdiendo el interés, aunque seguiría disparando durante varios días para que ella no pensara que le había ganado la partida. Después, el revólver desapareció. Becka pensó que Joe lo había cambiado por otra cosa, llantas para la nieve, quizás, o una batería... pero allí estaba.

Becka escudriñó el cañón del revólver en busca de la bala. No vio más que negrura. Por lo tanto, debía de estar descargado.

Voy a hacer que se deshaga de esto de una vez por todas, pensó mientras bajaba de la escalera. Esta misma noche. Cuando vuelva de correos, me pondré en jarras frente a él y le diré: “Joe, no está bien tener un arma en casa, aunque no haya niños y esté descargada. Y además, ni siquiera la usas, así pues, ¿para qué la quieres?”. Eso es lo que voy a decirle.

Era un pensamiento agradable, pero en el fondo sabía que no lo haría. Claro que no. En casa de los Paulson, Joe era el que llevaba los pantalones. No, pensó que lo mejor sería que se librara de aquel chisme ella misma; lo metería con el resto de los trastos en una bolsa de basura y lo guardaría en el armario. El revólver iría a parar al vertedero con todo lo demás la próxima vez que pasara Vinnie Margolies a recoger los desechos. Joe no echaría de menos un objeto que ya había olvidado, pues la tapa de la caja estaba cubierta de polvo. No lo echaría de menos, salvo que ella fuera lo bastante estúpida para llamarle la atención al respecto.

Becka llegó al final de la escalera. Después dio un paso atrás y pisó las Novelas condensadas del Reader's Digest. La cubierta resbaló hacia atrás. Becka se tambaleó con el revólver en una mano mientras agitaba la otra en el aire para recobrar el equilibrio. Apoyó el pie derecho en el montón de gorros de punto, que también se deslizó hacia atrás. Mientras caía, se dio cuenta de que parecía más una mujer a punto de suicidarse que un ama de casa en día de limpieza.

Bueno, no está cargado, tuvo tiempo de pensar, pero el revólver estaba cargado y amartillado, como si llevase años esperándola. Becka cayó al suelo y, con el golpe, el percutor se lanzó hacia delante. Se oyó un ruido seco, no más fuerte que el de una lata golpeada por un niño, y una bala Winchester del calibre 22 penetró en el cerebro de Becka Paulson justo encima del ojo izquierdo. Hizo un pequeño agujero negro cuyos bordes eran del color azul pálido de los lirios recién florecidos.

La cabeza cayó hacia atrás golpeando la pared con un ruido sordo y un reguero de sangre se deslizó desde el agujero hasta la ceja izquierda. El revólver, aún humeante, cayó en el regazo de Becka. Sus manos tamborilearon en el suelo durante unos cinco segundos, la pierna derecha que tenía flexionada se estiró de repente. La pantufla voló a través del vestíbulo y golpeó la pared opuesta. Sus ojos permanecieron abiertos durante treinta minutos; las pupilas se contraían y se dilataban, se contraían y se dilataban.

Ozzie Nelson fue hasta la puerta de la sala de estar, maulló y empezó a lavarse.

 

Becka servía la cena cuando Joe advirtió la tirita encima del ojo. Llevaba en casa alrededor de hora y media, pero últimamente no se fijaba mucho en ella, la mayor parte del tiempo parecía estar pensando en otra cosa. A Becka esto apenas le molestaba, no tanto como podría haberle molestado en otra época. Por lo menos así no la buscaba para meterle el canario en la jaula.

—¿Qué te has hecho en la cabeza? —preguntó a su mujer cuando ésta puso en la mesa un plato de judías y otro de salchichas.

 

Becka se tocó la tirita con gesto vago. Sí, ¿qué le había hecho a su cabeza? No podía acordarse. La primera mitad del día estaba velada por un vacío oscuro y extraño, como si contuviera una mancha de tinta. Recordaba haberle servido el desayuno y haberse quedado en el porche cuando Joe había salido hacia correos con la camioneta. Respecto de aquello no cabía la menor confusión. Recordaba haber lavado la ropa blanca en la nueva lavadora Sears mientras La rueda de la fortuna sonaba en el televisor. Tampoco con esto había confusión. Era entonces cuando empezaba la mancha de tinta. Recordaba haber puesto la ropa de color en la lavadora y haber elegido el programa en frío. Recordaba vagamente haber metido un par de comidas congeladas en el horno —Becka Paulson comía mucho—, pero después nada. Hasta que se despertó sentada en el sofá de la sala de estar. Se había cambiado el pantalón y la camisa por un vestido y unos zapatos de tacón alto y se había trenzado el cabello.

Tenía algo pesado en la falda y sobre los hombros, y sentía un cosquilleo en la frente. Era Ozzie Nelson. Ozzie tenía las patas traseras apoyadas en el vientre de su dueña y las delanteras en sus hombros, mientras le lamía la sangre que le salía de la frente y la ceja. Becka se lo quitó de encima y consultó el reloj. Joe llegaría en una hora y ni siquiera había empezado a preparar la comida. Después se tocó la cabeza, que le latía ligeramente.

 

—Becka.

—¿Qué? —se había sentado y comenzaba a servirse las judías.

—Te he preguntado qué te has hecho en la cabeza.

—Un golpe —respondió, aunque cuando había ido al baño y se había mirado en el espejo, no parecía un golpe. Parecía un agujero—. Me he dado un golpe.

—Ah —dijo él y se olvidó del tema. Abrió el Sports Illustrated que había llegado aquel mismo día y se puso a contemplar una fantasía. En ella acariciaba lentamente el cuerpo de Nancy Voss, actividad (junto con todas las actividades parecidas que probablemente habría a continuación) a la que se había estado abandonando durante las últimas seis semanas. Bendita fuera la Dirección General de Correos de los Estados Unidos por trasladar a Nancy Voss de Falmouth a Haven; era lo único que podía decir. Lo que Falmouth había perdido lo había ganado Joe Paulson. Había días en que estaba totalmente convencido de que había muerto y había ido al cielo; la verdad es que no tenía el pájaro tan exigente desde que a los diecinueve años había recorrido Alemania occidental con el Ejército de los Estados Unidos. Becka habría tenido que hacer algo más que ponerse una tirita en la frente para que Joe le hiciera caso.

Becka se sirvió tres salchichas, lo pensó un momento y se sirvió una cuarta. Roció las salchichas y las judías con salsa de tomate y lo revolvió todo. El resultado se parecía un poco a lo que queda tras un accidente de carretera. Se sirvió un vaso de mosto Kool-Aid (Joe bebía una cerveza) y se tocó la tirita con la punta de los dedos. Había estado haciéndolo desde que se la puso. Nada, sólo un poco de plástico frío. Así estaba bien... pero notaba el hueco que había debajo. El agujero. Y eso no estaba tan bien.

—Sólo un golpe —murmuró de nuevo, como si al decirlo lo hiciera más real. Joe no levantó la vista y Becka empezó a comer.

Sea lo que fuere, no me ha quitado el apetito, pensó. No es que haya muchas cosas capaces de quitármelo, claro, probablemente nada. El día que digan por la radio que hay un montón de misiles surcando el cielo y que ha llegado el fin del mundo, seguramente seguiré comiendo hasta que alguno caiga en Haven.

Cortó un pedazo de pan y lo mojó en la salsa de las judías.

Verse aquello... aquella marca en la frente, la había puesto nerviosa, muy nerviosa. No tenía sentido engañarse al respecto, como no tenía sentido hacerse ilusiones de que sólo era una señal, una magulladura. En caso de que alguien quisiera saberlo, pensó Becka, afirmaría que mirarse al espejo y ver un agujero de más en la cabeza no es una experiencia divertida. Después de todo, en la cabeza está el cerebro. Y en cuanto a lo que había hecho después...

Intentó no pensar en ello, pero era demasiado tarde.

Demasiado tarde, Becka, dijo una voz en su interior... una voz que se parecía a la de su padre muerto.

 

Ella había mirado el agujero con insistencia y luego había abierto el cajón del lavabo donde se encontraban sus escasos productos de maquillaje, revolviéndolos con manos que parecían no pertenecerle. Sacó el lápiz de cejas y volvió a mirarse al espejo.

Entonces levantó el lápiz, se acercó el extremo romo a la cara y empezó a introducírselo poco a poco en el agujero. No, se dijo con un gemido, no, basta, Becka, no quieres hacerlo...

Pero al parecer una parte de ella sí quería, porque siguió haciéndolo. No era doloroso y el lápiz entraba sin ninguna dificultad. Lo introdujo unos tres centímetros, después seis, después diez. Se miró en el espejo: una mujer con un vestido de flores y un lápiz que le salía de la cabeza. Lo introdujo dos centímetros más.

No queda mucho, Becka, ten cuidado, no querrás perderlo ahí dentro, haría ruido cuando te movieras por la noche, despertaría a Joe...

Se rió con nerviosismo histérico.

Quince centímetros y el extremo romo del lápiz encontró resistencia. Era algo duro, pero con un leve empujoncito proporcionaba una sensación esponjosa. De repente el mundo entero se volvió de un verde brillante y un montón de recuerdos acudió a su mente: un viaje en trineo con el equipo de esquiar de su hermano mayor; una limpieza de pizarras en el instituto; un Impala del 59 que había tenido su tío Bill; el olor del heno recién cortado.

Se sacó el lápiz de la cabeza, impresionada, aterrorizada ante la idea de que saliera sangre del agujero. Pero no salió sangre y tampoco la había en la brillante superficie del lápiz de cejas. Ni sangre, ni ... ni...

Pero no podía pensar en aquello. Arrojó el lápiz al cajón y lo cerró de un golpe. Su primer impulso, tapar el agujero, volvió a ella con más fuerza que antes...

Abrió el botiquín del cuarto de baño y sacó la caja de tiritas. Esta escapó de sus dedos temblorosos y cayó al lavabo con un ligero golpe. Becka gritó al oír el ruido; tenía que tranquilizarse. Taparlo, hacerlo desaparecer. Eso era lo que debía hacer, ése era el truco. Lo del lápiz de cejas no importa, olvídalo. No tenía ninguna de las lesiones cerebrales que había visto en los noticiarios vespertinos y en Marcus Welby, doctor en Medicina; eso era lo importante. Ella estaba bien. Y en cuanto al lápiz de cejas, lo olvidaría.

Y lo había olvidado, sí, por lo menos hasta ese momento. Contempló su cena a medio comer y se dio cuenta, con cierta amargura, de que se había equivocado con respecto al apetito: no podía tragar ni un bocado más.

Tiró a la basura lo que había dejado, mientras Ozzie se restregaba contra sus piernas. Joe no levantó la vista de lo que estaba leyendo. En su imaginación, Nancy Voss le preguntaba de nuevo si su lengua era tan larga como parecía.

 

Despertó en plena noche de un sueño confuso en el que todos los relojes de la casa hablaban con la voz de su padre. Joe, en calzoncillos, roncaba a su lado.

Se tocó la tirita. El agujero no dolía ni palpitaba, pero escocía. Se lo frotó despacio; tenía miedo de provocar otro relámpago verde y deslumbrante. Nada.

Se dio la vuelta. Tienes que ir al médico, Becka, pensó. Para que te lo mire. No sé lo que te habrás hecho, pero...

No, se contestó a sí misma. Nada de médicos. Volvió a darse la vuelta pensando que estaría despierta durante horas, inquieta, preguntándose cosas que le daban miedo. Pero al poco rato se durmió.

 

Por la mañana, el agujero ya casi no le escocía y así era más fácil no pensar en él. Preparó el desayuno para Joe y salió a despedirlo cuando se fue al trabajo. Terminó de lavar los platos y sacó la basura. La guardaban en un pequeño cobertizo construido por Joe detrás de la casa y que apenas era más grande que una caseta de perro. Tenían que cerrarla con llave para que los mapaches del bosque no entraran y lo pusieran todo patas arriba.

Así que entró, arrugando la nariz por el olor, y puso la bolsa verde junto a las otras. Vinnie llegaría el viernes o el sábado y ventilaría bien el cobertizo. Justo en el momento en que salía, vio una bolsa sin atar de la que sobresalía una empuñadura curva, como la de un bastón.

Tiró del mango con curiosidad y descubrió que se trataba de un paraguas. Unos cuantos gorros deshilachados y apolillados salieron con él.

En la cabeza de Becka sonó una alarma lejana. Durante un momento, casi le pareció ver lo que había detrás de aquella mancha de tinta, lo que le había pasado (el fondo está en el fondo objeto pesado objeto en una caja de la que Joe no se acuerda ni irá a) el día anterior. Pero ¿quería saberlo realmente?

No quería.

Quería olvidar.

Salió del cobertizo y cerró la puerta con manos temblorosas.

 

Una semana después (se cambiaba la tirita todas las mañanas aunque la herida ya se estaba cerrando y podía ver el tejido rosado que se le formaba en el interior cuando se iluminaba la frente con la linterna de Joe y se miraba en el espejo), Becka descubrió lo que la mitad de Haven ya sabía, que Joe la engañaba. Se lo había dicho Jesús. En los tres últimos días, Jesucristo le había contado las cosas más sorprendentes, terribles e inquietantes que se puedan imaginar. Cosas que la trastornaban, turbaban su sueño y estaban acabando con su cordura... ¿no era un milagro? ¿Y no era verdad lo que le decía? ¿Acaso podía cerrar los oídos a Jesús, darle unas palmaditas en la cabeza, gritarle que cerrara la boca? Claro que no. En primer lugar, era el Salvador. Por otra parte, era una especie de repugnante obligación enterarse de las cosas que Jesús le contaba.

Becka no relacionó el comienzo de las comunicaciones divinas con el agujero de la cabeza.

Hacía 20 años que Jesús estaba sobre el televisor Zenith de los Paulson. Antes había estado encima de dos RCA (Joe Paulson siempre compraba productos nacionales). Se trataba de un hermoso cuadro tridimensional que les había enviado la hermana de Rebecca, que vivía en Portsmouth. Jesús vestía una sencilla túnica blanca y llevaba un cayado de pastor en la mano. Como el cuadro se había creado (Becka consideraba que fabricado era una palabra demasiado vulgar para un cuadro tan realista que incluso se habría podido entrar en él) antes de los Beatles y de los cambios que habían introducido éstos en el peinado masculino, Jesús llevaba el pelo algo corto, limpio y muy bien peinado. El Cristo del televisor de Becka Paulson se peinaba más bien como Elvis Presley al salir de la mili. Tenía los ojos castaños, apacibles y amables. Tras él, en perfecta perspectiva, unas ovejas tan blancas como la ropa de los teleanuncios de detergentes se perdían poco a poco en la distancia. Becka, su hermana Corinne y su hermano Roland habían crecido en una granja de New Gloucester y Becka sabía por experiencia propia que las ovejas nunca eran tan blancas ni tenían la lana tan suave como nubes que hubieran caído a la tierra. Pero, razonaba, si Jesús podía transformar el agua en vino y resucitar a los muertos, no había razón por la que no pudiera hacer desaparecer todas las cagarrutas de un rebaño de ovejas si tal era su deseo.

Joe había intentado un par de veces quitar el cuadro de encima del televisor y ahora sabía por qué, vaya que sí, vaaaaaya que sí. A Joe, como es natural, no le faltaban razones.

—No me parece bien tener a Jesús encima del televisor mientras vemos Tres son compañía o Los ángeles de Charlie —argumentaba—. ¿Por qué no lo pones en tu tocador, Becka? Mejor aún. ¿Por qué no lo dejas en el tocador hasta que acabe Domingo y luego lo vuelves a poner encima de la tele mientras ves a Jimmy Swaggart, Rex Humbard y Jerry Falwell? Seguro que a Jesús le gusta más Jerry Falwell que Los ángeles de Charlie.

Ella se negaba.

—Cuando montamos la timba de póquer los jueves, los chicos se quejan —protestaba el marido—. Nadie quiere que Jesucristo le mire mientras se tira un farol o sube la apuesta.

—Tal vez se sienten incómodos porque saben que el juego es obra del Diablo —decía Becka.

Joe, que era un buen jugador de póquer, se encrespaba.

—Entonces, tu secador de pelo y tus rulos también son obra del Diablo. No sé por qué no los devuelves y das el dinero al Ejército de Salvación. Espera, creo que tengo las facturas en el estudio.

 

Becka acabó por ceder y dejó que Joe pusiera el cuadro de Jesús de cara a la pared, pero sólo una vez al mes, el jueves en que invitaba a jugar al póquer a aquellos amigotes que no paraban de beber cerveza...

Pero ahora sabía la verdadera razón por la que él quería librarse del cuadro. Seguramente sabía desde el principio que el cuadro era mágico. Bueno... la palabra indicada era sagrado, porque la magia era cosa de paganos: cortadores de cabezas, católicos e individuos por el estilo, ya que en el fondo todos se parecían, ¿verdad? Seguramente Joe había notado desde el principio que era un cuadro especial, un cuadro por mediación del cual se descubriría su pecado.

Ah, tenía que haber imaginado la razón de las recientes preocupaciones de su marido, tenía que haber sabido que había un motivo concreto por el que ya no la buscaba por la noche. Pero en realidad, para ella había representado un alivio; la sexualidad era exactamente lo que su madre le había dicho que sería; algo desagradable y brutal, a veces doloroso y siempre humillante. ¿No había percibido además, de vez en cuando, cierto olor a perfume en la camisa de Joe? De ser así, la verdad es que no había hecho caso y nunca le habría dado importancia si el cuadro de Jesús no hubiera empezado a hablarle el 7 de julio. Entonces se dio cuenta de que había pasado por alto otro detalle; más o menos cuando habían terminado los achuchones nocturnos y había comenzado ella a percibir el perfume, el viejo Charlie Eastbrooke se había jubilado y para sustituirlo en la estafeta de correos habían mandado a una mujer llamada Nancy Voss, que hasta entonces había trabajado en Falmouth. Becka se daba cuenta de que la tal Voss (a quien ella llamaba la Golfa), tenía por lo menos cinco años más que ella y que Joe, es decir que era ya una cincuentona, pero una cincuentona elegante, maciza y guapa. Becka, por su parte, había engordado un poco desde que había contraído matrimonio y había pasado de cincuenta y siete kilos a ochenta siete y medio, sobre todo desde que Byron, su único hijo, se había ido de casa.

Mejor habría sido seguir haciendo la vista gorda. Si la Golfa disfrutaba realmente de la animalidad del contacto carnal, con los gruñidos y empujones que comportaba y aquel pegajoso chorro final que olía levemente a bacalao y parecía un lavavajillas barato, era evidente que la Golfa era una bestia, lo cual, dicho sea de paso, liberaba a Becka de una obligación ocasional pero fastidiosa. Claro que cuando el cuadro de Jesús empezó a hablar y a decirle exactamente lo que pasaba, Becka supo que había que hacer algo.

El cuadro se puso a hablar exactamente el martes a las tres de la tarde. Ocho días después de haberse disparado en la cabeza y cuatro días después de surtir efecto su resolución de olvidar que era un agujero y no sólo una señal. Becka acababa de volver del living con algo para comer (medio pastel de moka y una jarra de mosto) y dispuesta a ver Hospital General. Ya no creía que Luke pudiera encontrar a Laura, pero no conseguía que su corazón abandonara la esperanza.

Estaba a punto de encender el Zenith cuando Jesús dijo:

—Becka, Joe se cepilla a la Golfa todos los días en los lavabos a la hora de la comida y a veces por la tarde a la hora de salir. Una vez estaba tan caliente que se la enseñó cuando en teoría tenía que ayudarla a clasificar la correspondencia. ¿Y sabes qué? Ella ni siquiera dijo: “Espera por lo menos a que ponga los certificados en su sitio”.

Becka dio un grito y derramó la jarra de mosto por la pantalla del televisor. Fue un milagro, pensó más tarde, que el tubo del aparato no estallara. El pastel de moka acabó en la alfombra.

—Y eso no es todo —prosiguió Jesús—. Paseó por el cuadro con la túnica agitándose alrededor de sus tobillos y se sentó en una roca que sobresalía. Sujetó el cayado con las piernas y la miró con amargura —pasan muchas cosas en Haven. No vas a poder creerlo, te lo aseguro—.

Becka chilló de nuevo y cayó de rodillas. Una de sus piernas aterrizó sobre el pastel y proyectó parte del relleno de frambuesa sobre la cara de Ozzie Nelson, que se había deslizado hasta allí para ver qué ocurría.

—¡Señor! ¡Señor! —exclamó Becka. Ozzie echó a correr, furioso, hacia la cocina; se metió debajo de la nevera mientras la masa roja y pegajosa le goteaba de los bigotes y no volvió a salir en todo el día.

—Nunca hubo un Paulson bueno —dijo Jesús. Una oveja se le acercó y él la alejó con el cayado, con una actitud abstraída y al mismo tiempo intransigente que hizo que Becka, a pesar de su petrificación, se acordara de su difunto padre. La oveja se alejó, ligeramente distorsionada por efecto de la tridimensionalidad. Desapareció del cuadro como si se curvara para caerse por el borde... pero era sólo una ilusión óptica, estaba segura—. Ni uno bueno —prosiguió Jesús—. El abuelo de Joe era un chuloputas de pura raza, como ya sabes. Toda su vida se rigió por el canario. Y cuando llegó aquí, ¿sabes lo que le dijimos? “No hay sitio” —Jesús se inclinó hacia delante con el cayado todavía en la mano—. ”Ve allá abajo y habla con el Señor Macho cabrío”, le dijimos. “Seguro que encontrarás casa en su Paraíso. Aunque tal vez descubras que tu casero es un tirano”, le dijimos. —Aunque parezca mentira, Jesús le guiñó un ojo... y Becka salió de la casa corriendo y gritando.

 

 

Se detuvo en el patio jadeando; el cabello, de un rubio parduzco, le caía sobre la cara. El corazón le latía con tanta fuerza que se asustó. Nadie había oído sus chillidos ni sus alaridos, gracias a Dios; ella y Joe vivían lejos del pueblo, en la carretera de Nista, y los vecinos más cercanos eran los Brodsky, unos polacos que habitaban en una sucia caravana. Los Brodsky estaban a kilómetro y medio. Si alguien la había oído, creería que había una loca en casa de Joe y Becka Paulson.

Pero hay una loca en casa de los Paulson, ¿no es cierto?, pensó. Si realmente crees que ese cuadro de Jesús ha empezado a hablarte, debes estar loca, Beck... Papá te molería a golpes por pensar algo así ... Tres buenos golpes por lo menos: uno por mentir, otro por creerte la mentira y otro por gritar. Becka, ESTAS loca. Los cuadros no hablan.

No... pero si no ha hablado, le dijo otra voz de pronto. La voz provenía de tu cabeza, Becka. No sé cómo ha podido ocurrir... cómo podías saber esas cosas... pero eso es lo que ha sucedido. Puede que tenga algo que ver con lo de la semana pasada y puede que no, pero has hecho que el cuadro de Jesús expresara tu propio interior. No habló en realidad, no más de lo que habla el Topo Gigio en el Show de Ed Sullivan.

Pero de alguna manera, la idea de que pudiera tener algo que ver con el... (agujero) asunto aquel, la asustaba más que la idea de que el cuadro hubiera hablado, porque tales eran las cosas que a veces pasaban en Marcus Welby, como aquel episodio sobre un tipo que tenía un tumor cerebral y el tumor le hacía ponerse las medias de nailon y las bragas de su mujer. Becka no quería admitirlo. Tal vez era un milagro. Después de todo, había milagros. Estaban la Sábana Santa de Turín, las curaciones de Lourdes y el mexicano que había encontrado un retrato de la Virgen María impreso en un rollo de primavera, en una ensalada o en algo parecido. Por no hablar de los niños que habían salido en primera plana, los niños que lloraban piedras. Esos eran milagros auténticos (el de los niños que lloraban piedras, había que admitir que daba dentera), tan edificantes como un sermón de Jimmy Swaggart. Oír voces era sólo locura.

Pero eso es lo que ha ocurrido. Y además hace bastante tiempo que oyes voces, ¿no es cierto? Hace tiempo que oyes SU voz, la voz de Joe. Y de ahí procedía, no de Jesús, sino de Joe, de la cabeza de Joe.. .

—No —gimió Becka—. No, no he oído voces.

Fue junto al tendedero y miró sin ver el bosque del otro lado de la carretera de Nista. Se retorció las manos y empezó a llorar.

—No he oído voces.

Loca, replicó la implacable voz de su padre muerto. Loca por culpa del calor, es eso. Ven aquí, Becka Bouchard, te voy a moler a golpes por decir locuras.

—No he oído voces —sollozó Becka—. El cuadro hablaba, en serio, lo juro. No soy ventrílocua.

Mejor creer en el cuadro. Si era el agujero, se trataba de un tumor cerebral, de eso no había duda. Si era el cuadro, se trataba de un milagro. Los milagros venían de Dios. Los milagros venían del Exterior. Un milagro podía volver loco a cualquiera (y Dios sabía que ella se sentía como si fuera a volverse loca), pero ello no significaba que la persona estuviera loca realmente ni que el cerebro sufriera trastornos. Y en cuanto a creer que se podía oír los pensamientos de otras personas... eso sí que era una locura.

Becka se miró las piernas y vio que le salía sangre de la rodilla izquierda. Volvió a chillar y corrió hacia la casa para llamar al médico, a urgencias, a quien fuese. Estaba de nuevo en la sala, tratando de marcar un número con el auricular pegado a la oreja, cuando Jesús dijo:

—Es relleno de frambuesa del pastel de moka, Becka. ¿Por qué no te tranquilizas antes de que te dé un ataque al corazón?

Becka miró hacia el televisor y el teléfono cayó en la mesa con un ruido metálico. Jesús todavía estaba sentado en la roca. ¿No había cruzado las piernas? Era sorprendente lo mucho que se parecía a su difunto padre... sólo que Él no parecía autoritario, ni propenso a enfurecerse y a repartir leña en el momento menos pensado. La miraba con una especie de paciencia exasperada.

—A ver, comprueba si me equivoco —insistió.

Becka se tocó la rodilla con cuidado, con los ojos cerrados, esperando el dolor. No hubo dolor. Vio las semillas de las frambuesas del relleno y se tranquilizó. Se lamió lo que le había quedado en los dedos.

—Además —dijo Jesús—, tienes que quitarte de la cabeza eso de oír voces y volverte loca. Soy Yo, eso es todo. Yo puedo hablarle a quien quiera y de la manera que quiera.

—Porque eres el Salvador —murmuró Becka.

—Sí —asintió Jesús y bajó la vista. Debajo de Él, dos ensaladeras bailaban en la pantalla para agradecer la Guarnición Rancho del Valle Escondido que estaban a punto de recibir. —Y me gustaría que por favor apagaras ese trasto. No lo necesitamos. Me hace cosquillas en los pies.

Becka se acercó al televisor y lo apagó.

—Señor —susurró.

Era el domingo 10 de julio. Joe estaba profundamente dormido en la hamaca del patio, con Ozzie cruzado sobre su estómago, como una piel de lujo, blanca y negra. Ella estaba en la sala, apartando la cortina con una mano y mirando a Joe. Durmiendo en la hamaca. Soñando con la Golfa, sin duda, soñando con tumbarla sobre un montón de catálogos de Carroll Reed y de correo comercial para... ¿cómo lo dirían Joe y sus asquerosos amigotes del póquer? “Cepillársela”.

Becka sostenía la cortina con la mano izquierda porque tenía un puñado de pilas de nueve voltios en la derecha. Las había comprado el día anterior en la ferretería. Dejó caer la cortina y fue a la cocina para proseguir el bricolaje del día anterior. Jesús le había explicado cómo se hacía lo del bricolaje. Becka dijo que no sabía construir nada. Jesús le replicó que no fuera tonta. Si podía seguir las instrucciones de una receta de cocina, también podía montar aquel artilugio. Becka se dio cuenta con alegría de que Él tenía razón. No sólo era fácil, sino además divertido. Mucho más divertido que cocinar, desde luego: a ella nunca le había gustado cocinar, nunca había tenido talento culinario. Sus tartas casi nunca subían y los panes tampoco. Había empezado a hacer aquello el día anterior. Trabajaba con la tostadora, el motor de la licuadora Hamilton-Beach y un extraño tablero lleno de puñetitas electrónicas que había pertenecido a una vieja radio que se guardaba en el cobertizo de la basura. Pensaba que terminaría mucho antes de que Joe se despertara y fuera a la sala a ver el partido de las dos.

La verdad es que estaba sorprendida por la abundancia de ideas que había tenido en los últimos días. Algunas se las había dicho Jesús y otras se le ocurrían en los momentos más inesperados.

La máquina de coser, por ejemplo; siempre había querido uno de esos aparatos que hacían las costuras en zigzag, pero Joe le había dicho que tendría que esperar hasta que él pudiera comprarle una máquina nueva (y eso, conociendo a Joe, probablemente sería el día de nunca jamás). Cuatro días antes había advertido que si movía el interruptor y ponía otra aguja en el mismo sitio, en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto a la primera, podía hacer todos los zigzag que quisiera. Lo único que necesitaba era un destornillador (incluso una tonta como ella sabía utilizarlo) y funcionaba de maravilla. También se dio cuenta de que el eje del prensatelas se desnivelaría en poco tiempo por el cambio de peso, pero ya lo arreglaría cuando sucediera.

Después vino lo de la Electrolux. Jesús se lo había explicado. Para prevenirla contra Joe, tal vez. Había sido Jesús quien le había dicho cómo utilizar el soplete de butano de Joe y así había sido más fácil. Había ido a Derry para comprar tres juegos electrónicos Simon en la juguetería KayBee. Al llegar a casa, los abrió y sacó los circuitos. Siguió las instrucciones de Jesús: los conectó y después empalmó los cables a las pilas Eveready. Jesús le dijo cómo programar la Electrolux y cómo cargarla (esto último ya lo había adivinado, pero decírselo a Él habría sido como faltarle el respeto). El aparato limpiaba ahora la sala, la cocina y el cuarto de baño de la planta baja. Tenía tendencia a quedarse encallado bajo la banqueta del piano o en el cuarto de baño (donde tropezaba como un tonto con la taza y Becka tenía que correr para darle la vuelta) y a Ozzie le ponía los pelos de punta, pero era un gran adelanto. Mucho mejor que arrastrarlo por toda la casa como si fuera un perro muerto de quince kilos. Así tenía suficiente tiempo para ver las noticias de la tarde y comprobar que contenían las verdades que le contaba Jesús. La nueva Electrolux gastaba mucha electricidad, eso era cierto, y a veces se enredaba con el cable. Uno de aquellos días le quitaría las pilas y le conectaría la batería de una moto. Habría tiempo... Cuando hubiera resuelto el problema de Joe y la Golfa.

O... la noche anterior, sin ir más lejos. Había permanecido despierta, pensando en números, hasta mucho después de que Joe empezara a roncar. Se le ocurrió (a Becka, que nunca había pasado de Contabilidad I durante el bachillerato) que si daba valor de letras a los números, podía descongelarlos, convertirlos en algo parecido a la gelatina. Cuando los números son letras, se les puede moldear como se quiera. Y entonces se vuelven a pasar a números; era como poner la gelatina en la nevera para que cuaje y mantenga la forma del molde hasta que llega el momento de vaciarla en una fuente.

Así siempre se podrían calcular las cosas, había pensado Becka con complacencia. No se había dado cuenta de que tenía los dedos encima del ojo izquierdo ni de que se frotaba sin parar el punto que había allí. Por ejemplo, mira... Podrías poner todo en una línea diciendo ax + bx + c = O. Y esto lo demuestra. Siempre funciona. Es como el Capitán Marvel cuando dice ¡Shazam! Bueno, está lo del factor cero. ”A” no puede ser cero porque sino, se estropea todo, pero por lo demás...

Había estado despierta un buen rato, pensando en lo anterior y después se había dormido sin darse cuenta de que había reinventado las ecuaciones de segundo grado, los polinomios y el álgebra entera.

Ideas. Muchas, últimamente.

 

 

Becka cogió el soplete de Joe y lo encendió con una de las cerillas de la cocina. Unos días antes se habría reído si alguien le hubiera dicho que iba a trabajar con algo así. Pero era fácil. Jesús le había dicho exactamente cómo soldar los cables al tablero electrónico de la vieja radio. Igual que arreglar la aspiradora, pero esta idea en particular era mucho mejor aun.

Jesús le había dicho muchas más cosas en los tres últimos días. Cosas que le habían hecho perder el sueño (y el rato que podía dormir estaba plagado de pesadillas), cosas que le hacían tener miedo de asomar la cara por el pueblo (siempre sé si has hecho algo malo, Becka, le había dicho su padre, porque no sabes guardar un secreto. Se te nota en la cara), cosas que le habían quitado el hambre. Joe, totalmente concentrado en su trabajo, en los encuentros televisados y en la Golfa, no notaba nada... aunque unas noches antes, mientras veían la televisión, había advertido que Becka se mordía las uñas, cosa que no había hecho hasta entonces; además, era una de las pocas cosas que Becka le reprochaba a él. Pero ahora lo hacía ella, sí, estaban mordisqueadas hasta la carne. Joe Paulson lo pensó durante unos diez segundos antes de volver a concentrarse en la televisión y perderse en una fantasía protagonizada por los blancos y turgentes senos de Nancy Voss.

He aquí ahora algunas de las noticias vespertinas que Jesús le había contado y que habían sido responsables de que Becka durmiera tan mal y empezara a comerse las uñas a la avanzada edad de cuarenta y cinco años:

En 1973, Moss Harlingen, uno de los amigotes de Joe, había matado a su padre. Estaban cazando ciervos en Greenville y supuestamente había sido uno de tantos accidentes de caza. Pero el tiro que acabó con Abel Harlingen no había sido un accidente. Moss se había escondido con el rifle detrás de un árbol caído y esperado a que su padre cruzara el arroyo que discurría a unos cincuenta metros por debajo de él. Le disparó cuidadosa y deliberadamente a la cabeza. El propio Moss creía que lo había hecho por dinero. La empresa de Moss, Constructora de Acequias, tenía que saldar dos deudas con dos bancos diferentes y ninguno quería alargar el plazo a causa del otro. Moss fue a ver a Abel, pero Abel se negó a ayudarle, aunque habría podido hacerlo. Así pues, Moss mató a su padre y heredó un buen fajo de billetes en cuanto el juez de primera instancia dictaminó que había sido muerte accidental. Moss Harlingen pagó la deuda y creyó realmente que había cometido un homicidio con ánimo de lucro (excepto, tal vez, en sus sueños más profundos). El verdadero motivo había sido otro. Hacía mucho tiempo, cuando Moss tenía diez años y su hermanito Emery solamente siete, la mujer de Abel se había ido al sur, a Rhode Island, a pasar todo el invierno. El tío de Moss y de Emery había muerto súbitamente y su mujer necesitaba ayuda para ir tirando. Mientras la madre estuvo ausente, hubo unos cuantos episodios de sodomía en la casa de los Harlingen, a la que habían puesto el nombre de Troya. Los actos de sodomía terminaron cuando la madre regresó y no volvieron a repetirse. Moss se había olvidado de ellos por completo. No volvió a acordarse de su insomnio en medio de la oscuridad, del miedo que sentía mientras, acostado en la cama, miraba la puerta para ver si aparecía la sombra de su padre. No guardaba el menor recuerdo de haber estado acostado, con la boca apretada contra el antebrazo paterno, con lágrimas ardientes de rabia y vergüenza en los ojos abiertos mientras Abel Harlingen se untaba el miembro con manteca de cerdo y lo introducía por la portezuela trasera del hijo entre gruñidos y suspiros. La experiencia le había dejado una huella tan superficial que no recordaba haberse mordido el brazo hasta sangrar para reprimir los gritos, como tampoco recordaba las exclamaciones entrecortadas que su hermano Emery lanzaba en la otra cama: “Por favor, papá, por favor, a mí no, esta noche no, a mí no, papá, por favor, por favor”. Los niños, ya se sabe, olvidan fácilmente. Pero algún recuerdo subconsciente debió de quedar, porque cuando Moss Harlingen apretó el gatillo, tal como había soñado todas las noches de los últimos treinta y dos años de su vida, y mientras los ecos del disparo se perdían entre los troncos para desaparecer en el silencio de la inmensidad de los bosques del norte de Maine, Moss susurró: “Tú no, Em, esta noche no”. Que Jesús se lo hubiera contado dos horas después de que Moss se presentara para devolver a Joe una caña de pescar fue un dato en el que no reparó Becka.

Alice Kimball, maestra de la escuela de Haven, era lesbiana. Jesús se lo dijo a Becka el viernes, poco después de que la señora en cuestión, vestida con un traje pantalón verde que le daba un aire muy puesto y respetable, hubiera llamado a la puerta para pedir dinero para la campaña contra el cáncer.

Darla Gaines, la bonita joven de diecisiete años que repartía el periódico dominical, tenía quince gramos de “hierba cojonuda” entre el colchón y el somier de la cama. Quince minutos después de que Darla fuera a cobrar las cinco últimas semanas (tres dólares más una propina de cincuenta centavos de la que Becka se arrepintió después), Jesús le dijo que Darla y su novio se fumaban la marihuana en la cama después de hacer lo que llamaban “el rebote horizontal”. Casi todos los fines de semana, de dos a tres, hacían el rebote horizontal y fumaban hierba. Los padres de Darla trabajaban en Derry, en El Zapato Soberbio, y no llegaban a casa hasta pasadas las cuatro.

Hank Buck, otro de los amigotes de Joe, trabajaba en un gran supermercado de Bangor y odiaba tanto a su jefe que el año anterior le había echado media caja de laxantes en un batido de chocolate cierto día en que él, el jefe, lo había mandado a McDonald's por la comida. El jefe se había cagado en los pantalones a las tres y cuarto de la tarde, mientras cortaba un filete en la charcutería. Hank se las arregló para aguantarse hasta la hora de salir, después se sentó en el coche y se rió tanto que casi se cagó encima también él. “Se rió, ¿entiendes?”, le dijo Jesús a Becka. “Se rió. ¿Te lo imaginas?”

Y aquello era sólo la punta del iceberg, por decirlo de alguna manera. Parecía que Jesús sabía cosas desagradables o turbadoras de todos los habitantes del pueblo... por lo menos de todos los que estaban en contacto con Becka.

Era imposible vivir con aquellos secretos.

Pero tampoco sabía Becka si podría vivir sin ellos.

De una cosa sí estaba segura: tenía que hacer algo. Algo.

—Ya haces algo —le dijo Jesús. Hablaba desde detrás de ella, desde el cuadro que estaba encima del televisor, por supuesto que sí, y la idea de que la voz surgiera de su propio interior y de que fuese una mutación fría de sus propios pensamientos... no era más que un espejismo horrible y pasajero—. En realidad, ya casi has terminado esta parte, Becka. Lo único que te falta es soldar el cable rojo al punto que hay detrás de ese chisme... no, ése no, el otro, el que está al lado... eso es. ¡No tanta soldadura! Es como el fijador, Becka. Con un poquito basta.

Resultaba extraño oír a Jesús hablar de fijadores...

 

 

Joe despertó a las dos y cuarto, se quitó a Ozzie de encima y fue hasta el fondo del patio, regó la hiedra con una larga meada y enfiló hacia la casa para ver a los Yankees contra los Red Sox. Abrió la nevera de la cocina, miró de reojo los pedacitos de cable que había en el estante y se preguntó en qué andaría metida su mujer. Dejó estar el asunto y cogió una botella grande de cerveza.

Fue a la sala. Becka estaba en la mecedora, fingiendo leer un libro. Unos diez minutos antes de que entrara Joe había terminado de soldar los cables del artilugio a la consola del Zenith, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Jesús.

“Hay que tener cuidado cuando se quita la tapa trasera de un televisor, Becka”, le había dicho Joe. “Ahí dentro hay más voltios que una tienda de electrodomésticos.”

—Creía que ibas a calentar algo para mí — apuntó Joe.

—Puedes hacerlo tú —replicó Becka.

—Sí, supongo que sí —dijo Joe, dando por terminada la última conversación que tendrían.

Apretó el interruptor del televisor y más de dos mil voltios le recorrieron el cuerpo. Se le abrieron los ojos de par en par. Cuando sufrió la sacudida, la mano se le contrajo con tanta fuerza que la botella de cerveza se rompió y el vidrio se le hundió en los dedos y en la palma. La cerveza espumeó y se derramó.

 

—¡IIIIIUUUUUAARRRREEEMMMMM! —gritó Joe.

La cara empezó a ponérsele negra. Un humo azul le salía del cabello. Su dedo parecía pegado al interruptor del Zenith. Apareció una imagen en la pantalla. Mostraba a Joe y Nancy Voss jodiendo en el suelo de la estafeta de correos, sobre una alfombra de catálogos, boletines oficiales y publicidad de las carreras de caballos.

—¡No! —aulló Becka y la imagen cambió. Entonces vio a Moss Harlingen detrás de un pino caído, apuntando con un rifle 30-30. La imagen volvió a cambiar y vio a Darla Gaines y a su novio practicando el rebote horizontal en el dormitorio de Darla, mientras Rick Springfield les miraba fijamente desde la pared.

La ropa de Joe Paulson se incendió.

La sala de estar se había llenado de olor a cerveza cocida.

Un momento después explotó el cuadro tridimensional de Jesús

—¡No! —chilló Becka, al comprender de pronto que desde el principio había sido ella y sólo ella quien lo había pensado todo, quien de alguna manera había leído los pensamientos de aquellas personas; había sido el agujero en la cabeza y el agujero le había hecho algo en el cerebro; se lo había vigorizado, como quien dice. La imagen de la pantalla cambió de nuevo y Becka se vio bajando de la escalera con el revólver calibre 22 en la mano, apuntándose con él... parecía una mujer a punto de suicidarse más que un ama de casa en día de limpieza.

 

Su marido se estaba poniendo negro delante de sus propios ojos.

Corrió hacia él, le cogió la mano carbonizada y húmeda... y también ella recibió la descarga eléctrica. No pudo apartarse, como el conejo de los dibujos animados que no pudo despegarse del muñeco de brea a quien había dado una bofetada por insolente.

Jesús, Jesús, pensó cuando la corriente la fulminó y la hizo poner de puntillas.

Y una voz enloquecida, como un maullido, la voz de su padre, se elevó en su cabeza. Te he engañado, Becka. ¿A que sí? Y has picado como una tonta.

La tapa trasera del televisor, que Becka había vuelto a poner en su sitio después de hacer los cambios (por si acaso a Joe se le ocurría echar una mirada), salió despedida hacia atrás con un gran relámpago de luz azul. Joe y Becka Paulson cayeron sobre la alfombra. Joe ya estaba muerto. Y cuando el papel humeante de la pared de detrás del televisor empezó a quemar las cortinas, Becka también.

 

Edición española: Editorial Emece / Título: Caricias de Horror / Edition Original: I Shudder At Your Touch - Posteriormente apareció una revisión de esta historia como un capítulo del libro The Tommyknockers, bajo el título Becka Paulson.

  • Stephen King
    King, Stephen

    Steve Edwing King (Maine, Portland, 1947) fue el único hijo del matrimonio entre Donald King y Nellie Ruth Phillsbury. Dos años antes sus padres habían adoptado a su hermano David. En 1949 su padre abandonó a la familia. Desde entonces y durante nueve años su madre fue tomando distintos domicilios, generalmente con integrantes de su familia.

    A los seis años Steve escucha por radio una historia de Ray Bradbury (Mar’s is Heaven), y al año siguiente ve la primera película que retiene en su memoria (The Creature From the Black Lagoon). De esa época datan sus primeras historias de ciencia ficción. En 1958 en una función cinematográfica escucha durante la interrupción de la misma el anuncio de que los rusos han lanzado al espacio el primer satélite, el Sputnik, y se conmociona del mismo modo que todo el público de la época. Estas primeras impresiones lo llevarían a transformarse en uno de los escritores más exitosos en el terror, la ciencia ficción y el género fantástico.

    En 1963 ingresa a la Lisbon Fall High School y al año siguiente publica en la escuela y por su cuenta The Village Vomit una revista satírica en la que se burla de sus maestros eludiendo penosamente la expulsión, y al mismo tiempo escribe In a Half of Terror, que sería luego su primer trabajo rentado bajo el título I was a Teenage Grave Robber publicado en 1965. Ese mismo año concluye The Night of the Tiger (1965) pero no puede publicarlo y también su primera novela, The Aftermatch, nunca publicada.

    Al año siguiente ingresa a la universidad de Maine especializándose en lengua y literatura inglesa. Comienza Getting it on que concluirá cinco años más tarde. En la universidad participa de las luchas en contra de la guerra de Vietnam. Publica The Glass Floor(1967) y completa la novela The Long Walk. Concluye Sword in the Darkness, rechazada por doce editoriales y finalmente nunca dada a conocer, pero logra que algunas revistas publiquen Caín Rose Up, Here There Be Tigers y Strawberry Spring.

    En 1969 conoce a Tabitha Jane Spruce con quien se casará dos años más tarde, escribe The Accident, obra de teatro de un solo acto y publica The Reaper’s Image, Night Surf y Stud City. Escribe King’s Garbage Truck, una columna en el periódico de la universidad (The Maine Campus) hasta el año siguiente en que se gradúa, tras lo cual no logra encontrar trabajo en su especialidad y se emplea en una lavandería.

    Publica Graveyard Shift en Cavalier. En 1971 nace su hija Naomi Rachel y se emplea como profesor de inglés. Publica The Blue Air Compressor y I Am the Doorway. En una semana escribe su cuarta novela The Running Man rechazada por las editoriales y comienza una historia corta titulada, Carrie, que crece inesperadamente y acabará por ser el trampolín a la fama.

    Aparecen algunas publicaciones con el seudónimo de John Swithen. En 1973 nace Joseph Hill, su primer hijo varón y obtiene sus primeras ganancias importantes. De allí en más se dedica exclusivamente a escribir. De ese año son Blaze y los comienzos de Second Coming. Publica The Boogeyman, Gray Matter y Trucks.

    Recibe la nominación para el World Fantasy Award por Salem’s Lot (1976) y Brian de Palma estrena la adaptación de Carrie. De esta época data Shining, llevada luego al cine con gran éxito por Stanley Kubrick. En 1977 conoce en Inglaterra a Peter Straub con cuya colaboración realiza la novela El Talismán. Produce los primeros borradores de The Dead Zone, Firestarter y Cujo y publica Rage, su primer libro como Richard Bachaman. Al año siguiente nace su último hijo, Owen Philips y actúa como juez de los premios World Fantasy Awards de ese mismo año. Publica The Stand, la primera recopilación de cuentos, Night Shift y algunos relatos sueltos (The Night of the Tigers y Nona).

    En 1979 concluye Christine, Pet Semanarity, Dance Macabre y el guión para Creepshow. Se realiza la miniserie de TV Salem’s Lot. Publica también The Crate. En 1980 es el primer escritor con tres best sellers simultáneos (Firewstarter, The Shining y The Dead Zone). Este último es nominado para la World Fantasy Award. Al año siguiente recibe el Career Alumni Award por The Mist y es nominado para el premio Nebula por The Way Station.

    En 1983 completa El Talismán y su popularidad y reconocimiento parece no registrar límites. En 1984 ofrece el discurso de honor en la conferencia internacional de Fantasía Literaria y concluye Thinner y Missery. En 1985 reconoce que Richard Bachman es un seudónimo propio y establece un nuevo record con cinco best seller simultáneos. Enfrenta y supera serios problemas con el alcoholismo y la drogadicción que le exigen trabajar con tapones en los oídos para detener las hemorragias que la cocaína le causaba. Publica The Body y en 1987 recibe el Bram Stoker Award por Missery y es nominado también para el año siguiente. Este trabajo es llevado al cine en 1999 por Rob Reiner y Kathy Bates, su protagonista, recibe un Oscar por la actuación.

    En 1991 publica la primera serie para televisión, Golden Years, con buena respuesta. Al año siguiente gana el Bram Stoker Award y a partir de 1996 sacude la industria bibliográfica con ventas y ganancias millonarias. A partir de 1977 acuerda con sus nuevos editores porcentajes sobre la venta sin antecedentes en el mercado. En 1999 sufre un accidente vial, en 2000, recuperándose de su accidente, vende por Internet 500.000 copias en seis días de Riding The Bullet. Publica Dreamcatcher(2001).

    Más de treinta libros, más de cuarenta películas basadas en los mismos, decenas de cuentos, seudónimos impuestos por los editores para no saturar el mercado, records de venta simultáneos de sus propios libros cuya venta excede los cien millones de ejemplares, incursiones en la música como guitarrista en un grupo de literatos y una incalculable fortuna obtenida desde su propio talento avalan la profusa creatividad de Stephen King.
    Actualmente reside en Bangor, Maine.

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