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Año 3 #33 Julio 2017

Un bistec

“Un buen bistec” —uno de los relatos más famosos de Jack London— es un texto descarnado e inteligente. Es, para usar una figura boxística, un directo a la mandíbula. London hace una soberbia presentación de Tom King, nos retrata a un hombre en el fin de su carrera, un perdedor lleno de deudas, que no tiene ni lo necesario para llenar su estómago antes de un momento decisivo. Tom se ve obligado a caminar varias millas para desplazarse al lugar de la pelea, desgasta su escasa energía. Es una leyenda del pasado, aclamado solo por algún antiguo seguidor, mientras Sandel, su joven rival, disfruta de la popularidad, inconsciente de su carácter efímero. Presentamos la edición de Libros del Zorro Rojo (Barcelona, 2011) con ilustraciones del maestro Enrique Breccia.

 

Un bistec

De Knock Out. Tres historias de boxeo, Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2011. Ilustraciones de Enrique Breccia, traducción Patricia Willson.

 

Con el último trozo de pan, Tom King limpió la última partícula de salsa de harina de su plato y masticó el bocado resultante de manera lenta y meditabunda. Cuando se levantó de la mesa, lo oprimía el pensamiento de estar particularmente hambriento. Sin embargo, era el único que había comido. Los dos niños en el cuarto contiguo habían sido enviados temprano a la cama para que, durante el sueño, olvidaran que estaban sin cenar. Su esposa no había comido nada, y permanecía sentada en silencio, mirándolo con ojos solícitos. Era una mujer de la clase obrera, delgada y envejecida, aunque los signos de una antigua belleza no estaban ausentes de su rostro. La harina para la salsa la había pedido prestada al vecino del otro lado del hall. Los dos últimos peniques se habían usado en la compra del pan.

Tom King se sentó junto a la ventana en una silla desvencijada que protestaba bajo su peso, y mecánicamente se puso la pipa en la boca y hurgó en el bolsillo lateral de su chaqueta. La ausencia de tabaco lo volvió consciente de su gesto y, frunciendo el ceño por el olvido, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos, casi rituales, como si lo agobiara el peso de sus músculos. Era un hombre de cuerpo sólido, de aspecto impasible y no especialmente atractivo. La tosca ropa estaba vieja y gastada. La parte superior de los zapatos era demasiado débil para las pesadas suelas que, a su vez, tampoco eran nuevas. Y la barata camisa de algodón, comprada por dos chelines, tenía el cuello raído y manchas de pintura indelebles.

Pero era la cara de Tom King lo que revelaba inconfundiblemente a qué se dedicaba. Era la cara de un típico boxeador por dinero, de uno que había estado durante largos años al servicio del cuadrilátero y que, por ello, había desarrollado y acentuado todas las marcas de las bestias de pelea. Tenía un semblante particularmente sombrío, y para que ninguna de sus facciones pasara inadvertida, iba bien rasurado. Los labios carecían de forma y constituían una boca hosca en exceso, como un tajo en la cara. La mandíbula era agresiva, brutal, pesada. Los ojos, de movimientos lentos y con pesados párpados, carecían casi de expresión bajo las hirsutas y tupidas cejas. En ese puro animal que era, los ojos resultaban el rasgo más animal de todos. Eran somnolientos, como los de un león: los ojos de una bestia de pelea. La frente se inclinaba abruptamente hacia el cabello que, cortado al ras, mostraba cada protuberancia de la horrible cabeza. Completaban el cuadro una nariz dos veces rota y moldeada por incontables golpes, y orejas deformadas, hinchadas y distorsionadas al doble de su tamaño, mientras la barba, aunque recién afeitada, ya surgía de la piel, dándole al rostro una sombra negra azulada.

Era realmente la cara de un hombre al que temer en un callejón oscuro o un lugar solitario. Sin embargo, Tom no era un criminal, ni había cometido nunca un acto delictivo. Más allá de algunos altercados, comunes en su modo de vida, no le había hecho daño a nadie. Ni tampoco había provocado reyertas. Era un profesional, y reservaba toda su brutalidad combativa a las apariciones profesionales. Fuera del ring era lento, afable y, en los días de su juventud, cuando el dinero abundaba, había sido tan manirroto que terminó perjudicándose. No era rencoroso y tenía pocos enemigos. La pelea era un negocio para él. En el ring pegaba para dañar, pegaba para herir, pegaba para destruir, pero no había animosidad en ello. Era una mera profesión. El público se reunía y pagaba para ver el espectáculo de dos hombres que se noqueaban. El ganador recibía la mayor parte de la bolsa. Cuando Tom King enfrentó a Woolloomoolloo, el Patán, veinte años antes, sabía que la mandíbula de su contrincante llevaba apenas cuatro meses recuperándose después de una fractura durante un combate en Newcastle. Y Tom se había concentrado en esa mandíbula y la volvió a fracturar en el noveno round, no porque abrigara malos deseos respecto del Patán, sino porque era el medio más seguro de noquearlo y ganar su parte de la bolsa. Tampoco el Patán abrigaba malos deseos contra él. Así era el boxeo, ambos lo sabían y lo aceptaban.

Tom King nunca había sido locuaz. Se sentó junto a la ventana, silencioso y taciturno, mirándose las manos. Las venas sobresalían, grandes e hinchadas, y los nudillos, golpeados, deformados tumefactos, daban testimonio del uso que les daba. Nunca había oído decir que la edad de una persona era la edad de sus arterias, pero conocía muy bien el significado de aquellas venas grandes y sobresalientes. Su corazón había bombeado demasiada sangre a gran presión a través de ellas. Ya no hacían su trabajo. Habían perdido elasticidad y, por la distensión, él ya no tenía resistencia. Se cansaba rápidamente. Ya no podía soportar veinte rounds, mazazos y pinzas, pelea, pelea, pelea, pelea, de campana a campana, golpe tras golpe, ser llevado contra las cuerdas y a su vez llevar al oponente contra las cuerdas, golpes más feroces y más rápidos en el último round, el vigésimo, con la sala a sus pies y aullando, y él mismo precipitándose, castigando, esquivando y propinando una lluvia de golpes y recibiendo una lluvia de golpes a cambio, y todo el tiempo con el corazón bombeando fielmente la sangre por las venas. Las venas, hinchadas en ese momento, siempre se habían encogido luego, aunque no del todo: cada vez, imperceptiblemente al principio, quedaban un poquito más grandes que antes. Las miró y miró sus nudillos tumefactos y, por un momento, tuvo la visión de la joven excelencia de aquellas manos, antes de que el primer nudillo se incrustara en la cara de Benny Jones, también conocido como el Terror Galés.

La sensación de hambre volvió a invadirlo.

—Pero ¿por qué no puedo conseguir un bistec? —murmuró en voz alta, apretando sus grandes puños y escupiendo un ahogado juramento.
—Intenté con Burke y con Sawley —dijo su esposa, como disculpándose.
—¿Y no me fían? —preguntó él.
—Ni medio penique, Burke dijo que… —balbuceó ella.
—¡Diablos! ¿Qué dijo?
—Que con lo que te daría Sandel esta noche tendrías suficiente, que no quería aumentar tu cuenta.

Tom King gruñó, pero no contestó. Estaba ocupado, pensando en el perro de pelea que había sido en los días de su juventud y al que había alimentado con incontables bistecs. Burke le habría dado crédito para mil bistecs en aquel entonces. Pero los tiempos eran otros. Tom King estaba envejeciendo y los hombres maduros que peleaban en clubes de segunda clase no tenían la esperanza de pagar sus deudas con los comerciantes.

Se había levantado por la mañana añorando un bistec, y la añoranza no se había disipado. No había tenido un entrenamiento adecuado para esa pelea. Era un año de sequía en Australia, los tiempos eran difíciles y hasta resultaba arduo encontrar un trabajo irregular. No tenía sparring y su alimentación no había sido la mejor, ni siempre suficiente. Durante algunos días había trabajado como peón y había corrido alrededor de la propiedad por la mañana temprano para poner en forma las piernas. Pero era difícil entrenar sin sparring, y con una esposa y dos niños que alimentar. El crédito con los comerciantes apenas había aumentado un poco cuando se planeó su pelea con Sandel. El secretario del Gayety Club le había adelantado tres libras —de la parte del perdedor— y se había negado a darle más. De tanto en tanto se las había arreglado para pedir unos pocos chelines a algún viejo amigo, que habría sido más generoso si no fuera un año de sequía y no estuviera él mismo en dificultades. No —y era inútil ocultárselo—, su entrenamiento no había sido satisfactorio. Habría necesitado mejor alimentación y menos preocupaciones. Además, cuando un hombre tiene cuarenta años, es más difícil ponerse en condiciones que cuando tiene veinte.

—¿Qué hora es, Lizzie? —preguntó.

Su esposa atravesó el hall para averiguarlo, y más tarde regresó.

—Las ocho menos cuarto.
—Empezarán la primera pelea en pocos minutos —dijo él—. Apenas un combate de prueba. Luego habrá cuatro rounds entre Dealer Wells y Gridley, y diez rounds entre Starlight y un marinero. No tardarán más de una hora.

Al final de otro silencio de diez minutos, Tom se puso de pie.

—La verdad, Lizzie, es que no he tenido un entrenamiento adecuado.

Fue a buscar el sombrero y se dirigió a la puerta. No le dio un beso —nunca lo hacía al salir—, pero aquella noche, ella se atrevió a besarlo, abrazándolo y obligándolo a inclinar su cara hasta la de ella. Parecía muy pequeña al lado de aquel gigante.

—Buena suerte, Tom —dijo—. Tienes que ganarle.

—Sí, tengo que ganarle —repitió él—. Eso es todo. Tengo que ganarle.

Sonrió, tratando de ser cariñoso, mientras ella se apretaba aún más contra él. Por encima de los hombros de ella podía ver la habitación vacía. Era todo lo que tenía en el mundo, junto con una renta atrasada, y ella y los niños. Y estaba a punto de salir esa noche para conseguir carne para su hembra y sus cachorros —no como un moderno obrero que va a su grilla mecánica, sino de una manera antigua, primitiva, real, animal: peleando por ello.

—Tengo que ganarle —repitió, esta vez con un atisbo de desesperación en la voz—. Si gano, serán treinta libras, y podré pagar todo lo que debo, y sobrará un poco de dinero. Si pierdo, estoy fregado, ni siquiera me quedará un penique para volver en el tranvía. El secretario me dio todo lo que corresponde por perder. Adiós, mujer. Volveré directo a casa si gano.

—Y te estaré esperando —le dijo ella a través del hall.

Dos millas lo separaban de Gayety, y mientras caminaba recordó que en sus días victoriosos —una vez había sido el campeón de los pesados en Nueva Gales del Sur— se habría desplazado en taxi al combate y que, muy probablemente, algún admirador seguidor habría pagado el taxi y lo habría acompañado. Eran Tommy Burns y aquel negro yanqui, Jack Johnson —ellos iban en automóviles—. ¡Y él ahora iba a pie! Y, como lo sabe cualquiera, dos millas no son el mejor preliminar para una pelea. Era un tipo ya maduro, y el mundo no se portaba bien con los maduros. No sabía hacer nada, excepto el trabajo de peón, y la nariz rota y las orejas hinchadas no lo ayudaban demasiado. Se encontró a sí mismo deseando haber aprendido algún oficio. Habría sido mejor a largo plazo. Pero nadie se lo había aconsejado y, en lo profundo de su corazón, sabía que, de todos modos, no habría hecho caso. Había sido tan fácil. Mucho dinero —peleas cortas y gloriosas—, períodos de descanso y de entrenamiento —un séquito de obsecuentes, las palmadas en el hombro, los apretones de manos, los ricachones contentos de pagarle un trago por el privilegio de cinco minutos de charla—, y la gloria, el público aullante, el final de torbellino, el árbitro diciendo «¡Ganador: King!», y su nombre en las columnas de deporte al día siguiente.

¡Qué buenos tiempos aquellos! Pero ahora se daba cuenta, en ese día lento y caviloso, de que él era uno de esos boxeadores viejos a los que había noqueado. Él era la Juventud, el ascenso; y ellos eran la Edad, la decadencia. No sorprendía que hubiera sido sencillo: ellos, con las venas hinchadas y los nudillos tumefactos, y cansados hasta los huesos por las largas batallas que habían librado. Recordaba la época en que había noqueado al viejo Stowsher Bill, en Rush-Cutters Bay, en el decimoctavo round y que después el viejo Bill había llorado como un bebé, en el vestuario. Quizá Bill tenía deudas. Quizá tenía en casa a una mujer y a un par de chicos. Y quizá Bill, el mismo día de la pelea, había tenido hambre de un bistec. Bill había recibido una increíble paliza. Ahora que él mismo estaba en desgracia podía ver que, aquella noche, veinte años antes, Stowsher Bill había corrido más riesgos que el joven Tom King, quien había peleado por la gloria y por el dinero fácil. No era una sorpresa que Stowsher Bill llorara en el vestuario.

Bueno, para comenzar, un hombre tenía en él solamente una cantidad determinada de peleas. Era la ley de hierro del deporte. Un hombre podía tener cien peleas duras; otro, apenas veinte; cada uno de ellos, de acuerdo con su contextura y sus fibras, tenía un número definido y, cuando las había peleado, estaba acabado. Sí, él había tenido más peleas que la mayoría de ellos, y había librado más de las que le correspondían —el tipo de peleas difíciles, agotadoras, que llevaban el corazón y los pulmones al punto de reventar, que terminaban con la elasticidad de las arterias y convertían en nudos recios de los músculos la flexibilidad de la Juventud, que destruían los nervios y la resistencia, y hacían que el cerebro y los huesos se agotaran por el exceso de esfuerzo—. Sí, su carrera era mejor que la de ellos. No quedaba ninguno de sus antiguos compañeros de pelea. Era el último de la vieja guardia. Había visto cómo acababan todos ellos, y hasta había intervenido en acabar con algunos.

Lo habían probado con los boxeadores viejos, y a uno tras otro los había puesto fuera de combate —riéndose cuando lloraban en el vestuario, como el viejo Stowsher Bill—. Ahora, el boxeador viejo era él, y a los jóvenes los probaban con él. Como a ese tipo, Sandel. Había llegado desde Nueva Zelanda, donde tenía un buen récord. Pero no todos en Australia sabían de él, de modo que lo pusieron a pelear contra el viejo Tom King. Si Sandel daba un buen espectáculo, le propondrían mejores hombres contra los cuales pelear, mejores bolsas que ganar; todo ello dependía de que pudiera librar una feroz batalla. Tenía mucho que ganar —dinero, gloria y carrera—; y Tom King era el canoso obstáculo que se interponía en el camino a la fama y la fortuna. Y no tenía nada que ganar, excepto treinta libras, para pagar al propietario y a los comerciantes. Y mientras Tom King razonaba de este modo, se agregó a su impasible visión la imagen de la Juventud, la gloriosa Juventud, elevándose exultante e invencible, de músculos flexibles y piel de seda, con el corazón y los pulmones que nunca se agotaban y que se burlaba de la limitación de los esfuerzos. Sí, la Juventud era Némesis. Destruía a los boxeadores viejos y no le importaba que, al hacerlo, se estuviera destruyendo a sí misma. Agrandaba las arterias y machacaba los nudillos, y a su vez era destruida por la Juventud. Pues la Juventud es siempre joven; solamente la Edad envejecía.

En Castlereagh Street giró a la izquierda, y tres cuadras después llegó a Gayety. Un grupo de jóvenes gandules que esperaban en la puerta le abrieron paso con respeto, cuando oyó a uno que le decía al otro: «¡Es él! ¡Es King!».

Dentro, en el camino al vestuario, se encontró con el secretario, un joven de mirada penetrante y facciones astutas, quien le estrechó la mano.

—¿Cómo te sientes, Tom? —preguntó.

—Afinado como un violín —respondió King, aunque sabía que estaba mintiendo, y que si él hubiera tenido una libra, la daría con gusto allí mismo por un buen bistec.

Cuando salió del vestuario, con los segundos detrás de él, y llegó al corredor que conducía al cuadrilátero en el centro de la sala, brotó un estallido de saludos y aplausos de la muchedumbre que esperaba. Tom agradeció los saludos a izquierda y derecha, aunque conocía pocas de las caras. La mayoría eran las caras de muchachos que no habían nacido cuando él ya estaba ganando sus primeros laureles en el ring. Dio un ligero salto hasta la plataforma elevada y se deslizó entre las cuerdas hacia su esquina, donde se sentó en un banco plegadizo. Jack Ball, el árbitro, se acercó a estrecharle la mano. Ball era un púgil venido a menos que no se había subido al ring hacía más de diez años para una pelea principal. King estaba contento de tenerlo como árbitro. Ambos eran boxeadores viejos. Si tenía que forzar un poco las reglas con Sandel, sabía que podía contar con que Ball lo pasara por alto.

El árbitro presentó a los jóvenes pesos pesados novatos que subieron al ring, uno después de otro. También proclamó los desafíos.

—El joven Pronto —anunció Ball—, del norte de Sídney, reta al ganador de esta pelea por cincuenta libras de apuesta.

El público aplaudió y volvió a aplaudir cuando el propio Sandel saltó entre las cuerdas y se sentó en su esquina. Tom King lo miró a través del ring con curiosidad, pues en pocos minutos estarían trabados en un combate sin piedad, y cada uno de ellos trataría con todas sus fuerzas de noquear al otro y dejarlo inconsciente. Pero era poco lo que podía ver, pues Sandel, como él mismo, llevaba pantalones y una sudadera sobre la ropa de boxeo. Su cara era muy atractiva, y estaba coronada por una mata crespa de cabello rubio, mientras su cuello, grueso y musculoso, dejaba adivinar un cuerpo magnífico.

El joven Pronto fue a una de las esquinas y luego a la otra, estrechó las manos de los principales y luego bajó del ring. Los desafíos continuaban. Entre las cuerdas siempre subía la Juventud —Juventud desconocida, pero insaciable—, y le gritaba a la humanidad que, con fuerza y destreza, se las vería con el ganador.

Algunos años antes, en el apogeo de su invencibilidad, King se había divertido y aburrido con tales preliminares. Pero ahora las presenciaba fascinado, incapaz de apartar la vista de la Juventud. Esos jóvenes ascendentes en el boxeo siempre estaban saltando al ring entre las cuerdas y clamando su desafío; y siempre se los enfrentaba con boxeadores viejos. Trepaban hasta el éxito sobre los cuerpos de los viejos. Y siempre venían, más y más jóvenes —la Juventud ávida e irresistible—, y siempre acababan con los viejos, se convertían ellos mismos en boxeadores viejos y recorrían el mismo camino descendente, mientras que, detrás, presionando, estaba la Juventud eterna: los nuevos chicos, que crecían ambiciosos y capaces de arrastrar a sus mayores, con más chicos detrás de ellos en el fin de los tiempos. La Juventud tiene su propia voluntad y eso nunca morirá.

King miró hacia la cabina de la prensa y saludó a Morgan, del Sportsman, y a Corbert, del Referee. Luego extendió las manos, mientras Sid Sullivan y Charley Bates, sus segundos, le calzaban los guantes y los ataban, observados de cerca por uno de los segundos de Sandel, quien primero examinó críticamente las bandas sobre los nudillos de King. Un segundo de este se hallaba en la esquina de Sandel, haciendo lo mismo. Sandel se quitó los pantalones y, mientras estaba de pie, se quitó la sudadera por la cabeza. Y Tom King, al mirarlo, vio a la Juventud encarnada, de ancho pecho, fuertes tendones, con músculos que serpenteaban como cosas vivas bajo la blanca piel satinada. Todo el cuerpo estaba animado de vida, y Tom King sabía que era una vida que nunca había perdido su frescura a través de los dolientes poros durante las largas peleas en que la Juventud paga su tributo y sale menos joven que al entrar.

Los dos hombres avanzaron hasta encontrarse y, cuando sonó la campana y los segundos estuvieron fuera del ring con los bancos plegables, estrecharon las manos e inmediatamente adoptaron su actitud de pelea. Enseguida, como un mecanismo de acero y resortes disparado por un gatillo, Sandel avanzó y retrocedió, descargando una izquierda a los ojos, una derecha a las costillas, esquivando un contraataque, bailoteando ligeramente hacia atrás y bailoteando amenazante hacia adelante. Era rápido e inteligente, y estaba dando una exhibición deslumbrante. El público aullaba de admiración. Pero King no se dejaba deslumbrar. Había peleado demasiados combates con demasiados jóvenes. Valoraba los golpes por lo que eran: demasiado rápidos y demasiado hábiles para ser peligrosos. Evidentemente, Sandel apresuraría las cosas desde el comienzo. Había que esperarlo. Era el método que tenía la Juventud, que gastaba su esplendor y su excelencia en rebeldías salvajes y ataques furiosos, agobiando al oponente con su propio, ilimitado estallido de fortaleza y deseo.

Sandel iba y venía, de aquí para allá, por todas partes, ligero de pies e impaciente, una maravilla viva de carne blanca y precisos músculos que se trenzaba en una deslumbrante fábrica de ataques, deslizamientos y saltos, como una nave que volaba de acción en acción y a través de miles de acciones centradas en la destrucción de Tom King, que se interponía entre él y la fortuna. Y Tom King resistió pacientemente. Conocía el boxeo y conocía a la Juventud y sabía que la Juventud ya no le pertenecía. Pensó que no había nada que hacer hasta que el otro perdiera algo de ese fervor, y se sonrió mientras esquivaba deliberadamente para recibir un pesado golpe en la parte superior de la cabeza. Era una astucia, aunque absolutamente aceptable de acuerdo con las reglas del boxeo. Se suponía que un hombre tenía que cuidar de sus propios nudillos y, si insistía en pegar al oponente en la parte superior de la cabeza, lo hacía por su cuenta y riesgo. King podría haber esquivado más bajo y dejado que el golpe se perdiera en el aire sin daño alguno, pero recordó sus propias primeras peleas y cómo golpeó su primer nudillo en la cabeza del Terror Galés. Estaba iniciándose apenas en el deporte. Ese esquive contaba para uno de los nudillos de Sandel. No es que a Sandel le importara ahora. Continuaría, soberbio y despreocupado, golpeando tan fuerte como siempre a lo largo de toda la pelea. Pero luego, cuando las largas batallas del ring comenzaran a hablar, lamentaría aquel nudillo y miraría hacia atrás y recordaría cómo lo había estrellado contra la cabeza de Tom.

El primer round fue para Sandel, y toda la sala aullaba por la rapidez de sus arremolinados ataques. Agobió a King con avalanchas de puñetazos, y King no hizo nada. Nunca conectó un golpe, se contentó con cubrirse, bloquear y esquivar, y provocar el clinch para evitar el castigo. Ocasionalmente hacía una finta, sacudía la cabeza cuando el peso de un puñetazo daba en el blanco y se movía impasiblemente hacia atrás, sin saltar ni rebotar para evitar el gasto de energía. Sandel debía agotar la espuma de la Juventud antes de que la Edad discreta pudiera atreverse a la represalia. Todos los movimientos de King eran lentos y metódicos, y sus ojos de pesados párpados y casi inmóviles le daban el aspecto de estar dormido o aturdido. Sin embargo, eran ojos que lo veían todo, que habían sido entrenados para ver todo a través de sus veinte años y pico en el ring. Eran ojos que no pestañeaban ni oscilaban ante un golpe inminente, sino que observaban fríamente y calculaban la distancia.

Sentado en su esquina durante el minuto de descanso al final del round, Tom se recostó hacia atrás, estirando las piernas, con sus brazos descansando en el ángulo recto de las sogas, con su pecho y abdomen jadeando franca y profundamente, mientras tragaba el aire aventado por las toallas de sus segundos. Escuchó con los ojos cerrados las voces de los espectadores:

—¿Por qué no peleas, Tom? —gritaron varios—. No le tendrás miedo, ¿no?

—Tiene los músculos paralizados —oyó comentar a un hombre en uno de los asientos de las primeras filas—. No puede moverse más rápido. Dos a uno para Sandel, en libras.

La campana sonó y los dos hombres avanzaron desde sus esquinas. Sandel cubrió tres cuartos de esa distancia, dispuesto a comenzar; pero King se contentó con avanzar una distancia más corta. Estaba en consonancia con su táctica de economía. No había entrenado bien y no había tenido lo suficiente para comer; cada paso contaba. Además, ya había caminado dos millas hasta el ring. Era una repetición del primer round: Sandel atacaba como un torbellino y el público preguntaba indignado por qué King no peleaba. Más allá de las fintas y de varios golpes deliberadamente lentos e ineficaces, no hizo nada salvo bloquear, enfriar la pelea y provocar el clinch. Sandel quería acelerar el ritmo, mientras que King, en su sabiduría, se negaba a acomodarse a él. Hizo una mueca de nostálgico pathos con su semblante tumefacto, y siguió resguardando la energía con el celo del que solo la Edad es capaz. Sandel era la Juventud, y la desperdiciaba con el munificente abandono de la Juventud. El dominio del ring seguía perteneciendo a King, gracias a la sabiduría adquirida en largos y dolorosos combates. Miraba con ojos fríos, moviéndose lentamente y esperando que la espuma de Sandel se disipara. Para la mayoría de los espectadores, parecía que King se sentía superado, y gritaban su opinión en las apuestas de tres a uno a favor de Sandel. Pero algunos, más sabios, unos pocos, conocían al King de otros tiempos y cubrieron las ofertas, que consideraban dinero fácil.

El tercer round empezó como todos, desparejo: Sandel lideraba y propinaba todo el castigo. Medio minuto había pasado, cuando Sandel, demasiado confiado, dejó una abertura. Los ojos de King y su brazo derecho centellearon al mismo instante. Fue su primer golpe real —un gancho, con el brazo rotado para volverlo rígido y con todo el peso del cuerpo a medias pivoteado—. Era como un león supuestamente dormido que de repente lanzaba un zarpazo. Sandel, alcanzado en un lado de la mandíbula, cayó derribado como un novillo. El público se sobresaltó y aplaudió de espanto. Después de todo, King no tenía los músculos paralizados, y podía lanzar un golpe como un mazazo.

Sandel quedó muy sentido. Giró sobre un lado e intentó levantarse, pero los agudos chillidos de sus segundos lo retuvieron para que aprovechara la cuenta. Se incorporó sobre una rodilla, listo para levantarse, y esperó, mientras el árbitro estaba de pie junto a él, contando los segundos en voz alta. A la cuenta de nueve se levantó en actitud ofensiva, y Tom King, frente a él, lamentó que el golpe no hubiera alcanzado más certeramente la mandíbula. De haber sido un nocaut, podría haber llevado las treinta libras a su casa para su mujer y sus hijos.

Los últimos minutos del round transcurrieron con el respeto de Sandel por su oponente y con King lento en sus movimientos y con los ojos somnolientos como siempre. Cerca del cierre del round, King, alertado por los segundos que esperaban agachados para saltar entre las cuerdas, llevó la pelea a su propia esquina. Y cuando sonó la campana, se sentó inmediatamente en el banco, mientras Sandel tuvo que caminar en diagonal por el cuadrilátero para volver a su rincón. Era una pequeñez, pero la suma de pequeñeces contaba. Sandel se vio obligado a caminar aquellos pasos de más, renunciar a aquella energía y perder una parte del precioso minuto de descanso. Al comienzo de cada round, King se arrastraba lentamente desde su esquina, forzando a su oponente a avanzar una distancia mayor. Al final de cada round, King maniobraba la pelea hacia su propio rincón, para poder sentarse de inmediato.

Transcurrieron otros dos rounds, en los cuales King era parsimonioso en su esfuerzo y Sandel, pródigo. El intento de este último por forzar un ritmo más rápido incomodó a King, pues un porcentaje de los múltiples golpes que llovieron sobre él dieron en el blanco. Sin embargo, King persistió en su lentitud tenaz, a pesar de los gritos de los exaltados para que avanzara y peleara. Nuevamente, en el sexto round, Sandel se descuidó, y nuevamente la temible derecha de Tom King restalló contra la mandíbula, y nuevamente Sandel aprovechó los nueve segundos de la cuenta.

Hacia el séptimo round, la buena condición de Sandel había desaparecido y debió acomodarse a la pelea más dura de su carrera. Tom King era un boxeador viejo, pero el mejor entre los que había encontrado, uno que nunca perdía el temple, uno notablemente hábil en defensa, y cuyos golpes tenían el impacto de una maza, con la posibilidad de un nocaut en ambos puños. Sin embargo, Tom King no se atrevía a pegar con frecuencia. Nunca olvidaba sus nudillos tumefactos, y sabía perfectamente que cada impacto contaba si quería que los nudillos le duraran toda la pelea. Cuando se sentó en su esquina, mirando al contrincante, tuvo el pensamiento de que la suma de su sabiduría y la juventud de Sandel podrían constituir un campeón mundial de pesos pesados. Pero ese era el problema. Sandel nunca se convertiría en un campeón mundial. Carecía de la sabiduría, y la única manera que tenía para adquirirla era su Juventud: cuando la sabiduría le perteneciera, se habría gastado la Juventud en comprarla.

King aprovechó todas las ventajas que conocía. Nunca perdió la oportunidad de un clinch; la mayoría de las veces, al quedar trabado, sus hombros impactaban contra las costillas del otro. En la filosofía del ring, un hombro era tan bueno como un puñetazo en cuanto al daño que podía provocar, y mucho mejor en cuanto al gasto de energía. Además, el clinch permitía que King cargara su peso sobre el oponente, de ahí que no se apresurara en deshacerlo. Esto obligaba a la intervención del árbitro, que los separaba, siempre asistido por Sandel, que todavía no había aprendido a descansar. No podía abstenerse de usar aquellos gloriosos brazos móviles y sus tensos músculos, y cuando el otro forzaba un clinch, impactando los hombros contra las costillas y con la cabeza descansando sobre el brazo izquierdo de Sandel, este casi invariablemente llevaba su derecha detrás de la espalda, hacia la cara que se proyectaba. Era un golpe inteligente, muy admirado por el público, pero no presentaba peligro y, por tanto, era más que nada energía desperdiciada. Pero Sandel no se cansaba y no era consciente de sus limitaciones, mientras King sonreía con una mueca y resistía tenazmente.

Sandel propinó un feroz derechazo al cuerpo, dando la impresión de que King estaba recibiendo un gran castigo, y fueron solamente los viejos aficionados los que apreciaron el hábil toque del guante izquierdo de King sobre los bíceps del otro, justo antes del impacto del golpe. Era cierto, el golpe dio en el blanco, pero fue privado de su efecto gracias al toque en los bíceps. En el noveno round, tres veces en el lapso de un minuto, la derecha de King descargó su gancho rotado sobre la mandíbula, y tres veces el cuerpo de Sandel, pesado como era, cayó a la lona. Las tres veces recibió una cuenta de nueve, lo que le permitió levantarse aturdido, pero todavía fuerte. Había perdido buena parte de su velocidad y gastaba menos energía. Estaba peleando con resolución, pero seguía recurriendo a su principal cualidad, que era la Juventud. La principal cualidad de King era la experiencia. Como su vitalidad había disminuido y su vigor mermaba, los había remplazado con astucia, con la sabiduría nacida de las largas peleas y con una cuidadosa administración de la energía. No solamente había aprendido a no hacer nunca movimientos superfluos, sino que también había aprendido a seducir a un oponente para que despilfarrara su energía. Una y otra vez, con una finta de pies, manos y cuerpo, seguía manipulando a Sandel para que saltara, esquivara o contraatacara. King descansaba, pero nunca permitía que Sandel lo hiciera. Era la estrategia de la Edad.

Apenas iniciado el décimo round, King comenzó a detener los ataques del otro con directos de izquierda a la cara, y Sandel, cada vez más prudente, respondió lanzando la izquierda, luego esquivando y descargando con su derecha un gancho largo a un costado de la cabeza. Era demasiado alto para ser vitalmente efectivo, pero cuando dio en el blanco, King sintió en su mente el viejo y familiar descenso al negro velo de la inconsciencia. Por un instante, o más bien por la mínima fracción de un instante, tuvo un blanco. En un momento vio a su oponente esquivando fuera del campo de visión y el fondo de caras blancas y atentas; al momento siguiente, vio otra vez a su oponente y el fondo de caras. Era como si se hubiera dormido durante un rato y hubiera vuelto a abrir los ojos y, sin embargo, el intervalo de inconsciencia fue tan microscópicamente breve que no tuvo tiempo de caer. El público vio que titubeaba y que sus rodillas flaqueaban, pero luego lo vio recobrarse y meter su mentón más profundamente en el refugio de su hombro izquierdo.

Varias veces Sandel repitió el golpe, manteniendo a King parcialmente aturdido, y luego este mejoró la defensa, que era también un contraataque. Haciendo fintas con su izquierda dio medio paso hacia atrás, lanzando al mismo tiempo un uppercut con toda la potencia de su derecha. Tan precisamente sincronizado, que aterrizó de lleno en la cara en el trayecto hacia abajo del esquive, de modo que Sandel quedó levantado en el aire y se curvó hacia atrás, impactando en la lona con la cabeza y los hombros. King repitió el golpe dos veces, y luego se calmó y arrinconó a su oponente contra las cuerdas. No le dio a Sandel la oportunidad de descansar ni de restablecerse, sino que disparó golpe tras golpe hasta que el público se puso en pie y el aire se llenó con un ininterrumpido rugir de aplausos. Pero la fortaleza y la resistencia de Sandel eran supremas, y seguía en pie. El nocaut parecía tan seguro que el capitán de policía, impresionado por el horrible castigo, apareció en el ringside para detener la pelea. La campana sonó para dar por terminado el round y Sandel se dirigió tambaleándose a su esquina, mientras le decía al capitán que estaba sólido y fuerte. Para probarlo dio un par de saltos, y el policía desistió.

Tom King, en su esquina, respirando con dificultad, estaba contrariado. Si la pelea hubiera sido detenida, el árbitro, por fuerza, habría aceptado la decisión y la bolsa habría sido suya. A diferencia de Sandel, él no estaba peleando por la gloria ni por la carrera, sino solo por treinta libras. Y ahora Sandel podría recuperarse en el minuto de descanso.

«La Juventud se impondrá»; este dicho relampagueó en la mente de King, y recordó la primera vez que la había oído, la noche en que había noqueado a Stowsher Bill. El ricachón que le había pagado un trago después de la pelea y le había palmeado el hombro había usado esas palabras. ¡La Juventud se impondrá! El ricachón estaba en lo cierto. Y aquella noche, años atrás, él había sido la Juventud. Esta noche, la Juventud estaba en la esquina opuesta. En cuanto a él, llevaba peleando media hora, y ya era un hombre maduro. Si hubiera peleado como Sandel, no habría durado ni quince minutos. Pero el punto era que no se recuperaba. Aquellas arterias sobresalientes y aquel corazón dolorosamente cansado no le permitirían recuperar las fuerzas en los intervalos entre rounds. Y, para empezar, no tenía energía suficiente. Las piernas le pesaban y comenzaban a acalambrarse. No tendría que haber caminado aquellas dos millas antes de la pelea. Y estaba el bistec por el que había suspirado aquella mañana. Lo invadió un odio terrible contra los carniceros que se habían negado a fiarle. Era difícil para un hombre maduro afrontar una pelea sin el alimento suficiente. Y un bistec era una pequeñez, apenas unos peniques; sin embargo, para él, significaba treinta libras.

Con la campana que dio inicio al undécimo round, Sandel se lanzó al ataque, haciendo gala de una frescura que no poseía realmente. King sabía de qué se trataba: era un bluf tan viejo como el deporte mismo. Se trabó en un clinch para no gastar energía, luego, apartándose, dejó que Sandel se preparara. Esto era lo que King quería. Hizo fintas con la izquierda, esquivó y lanzó un gancho largo ascendente, luego dio medio paso hacia atrás, conectó un uppercut de lleno en la cara y mandó a Sandel a la lona. Después no lo dejó descansar, recibiendo también él un castigo, pero infligiendo uno mayor, barriendo a Sandel hasta las cuerdas, con ganchos y directos, y todo tipo de golpes, deshaciendo los abrazos o golpeándolo ante cualquier intento de clinch, y siempre que Sandel se inclinaba, sorprendiéndolo con un puñetazo hacia arriba y otro que inmediatamente lo ponía contra las cuerdas, donde no pudiera caerse.

El público en ese momento estaba enloquecido, y era su público, pues casi todas las voces aullaban: «¡Acábalo, Tom!» «¡Acaba con él!» «¡Ya lo tienes!». Tendría que ser un final de torbellino, eso era lo que el público del ringside pagaba por ver.

Y Tom King, que había conservado su energía durante media hora, la gastaba ahora con prodigalidad en el único gran esfuerzo posible. Era su única oportunidad: ahora o nunca. Su energía declinaba rápidamente, y antes de que la última brizna lo abandonara, su esperanza era vencer a su oponente a la cuenta de diez. A medida que continuaba pegando y forzando, estimando fríamente el peso de sus golpes y la calidad del daño provocado, se dio cuenta de lo difícil que era noquear a un hombre como Sandel. Su resistencia era extrema, era la resistencia virgen de la Juventud. Sandel tenía un gran futuro. Solamente de aquella madera estaban hechos los boxeadores exitosos.

Sandel se tambaleaba, pero las piernas de Tom King estaban muy acalambradas y los nudillos le dolían. Sin embargo, se armó de valor para dar golpes feroces, cada uno de los cuales trajo agonía a sus manos destrozadas. Aunque ahora casi no estaba recibiendo castigo, se debilitaba tan rápidamente como el otro. Sus golpes daban en el blanco, pero ya no tenían el peso de antes, y cada puñetazo era el resultado de un severo esfuerzo de voluntad. Sus piernas eran como plomo y se arrastraban visiblemente; mientras, los partidarios de Sandel, alentados por ese síntoma, empezaron a vitorear a su hombre.

King se animó con un estallido de fuerza. Dio dos golpes sucesivos —una izquierda, apenas demasiado elevada, al plexo solar, y un cross a la mandíbula—. No fueron golpes muy pesados; con todo, Sandel estaba tan débil y aturdido que cayó y quedó temblando. El árbitro, de pie junto a él, le gritó la cuenta de los segundos fatales al oído. Si no se levantaba antes de que se pronunciara el décimo, perdería la pelea. El público se quedó en silencio. King se mantuvo en pie sobre sus piernas temblorosas. Un mareo mortal se abatió sobre él y, ante sus ojos, el mar de caras osciló y se hundió, mientras que a sus oídos llegaba, como desde una distancia remota, la cuenta del árbitro. La pelea era suya. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse. Solamente la Juventud podía levantarse, y Sandel se levantó. A la cuenta de cuatro movió la cabeza y manoteó ciegamente hacia las cuerdas. A la cuenta de siete se sostenía en una rodilla, en la que descansaba, con la cabeza oscilando atontada entre los hombros. Cuando el árbitro gritó «¡Nueve!», Sandel se puso en pie, en guardia, con su brazo izquierdo plegado contra su cara y el derecho contra el estómago. Sus puntos vitales estaban resguardados, mientras se inclinaba hacia adelante para acercarse a King, con la esperanza de provocar un clinch y ganar más tiempo.

En el instante en que Sandel se levantó, King se hallaba junto a él, pero los dos golpes que conectó fueron amortiguados por los brazos en guardia. Un momento después Sandel estaba en clinch y sosteniéndose desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba por separar a los dos hombres. King contribuyó a liberarse. Conocía la rapidez con la que la Juventud se recuperaba, y sabía que Sandel era suyo si podía evitar esa recuperación. Un golpe duro lo lograría. Sandel era suyo, sin dudas. Lo había superado en táctica, le había ganado en caídas, le iba ganando por puntos. Sandel salió del clinch tambaléandose, haciendo equilibrio en la fina línea que separa la derrota de la supervivencia. Un buen golpe lo haría perder el equilibrio y caería. Y Tom King, en un relámpago de amargura, recordó el bistec y deseó haberlo tenido para ese golpe necesario que tenía que lanzar. Se preparó para el golpe, pero no resultó lo suficientemente pesado ni rápido. Sandel osciló pero no cayó, y volvió tambaleando hacia las cuerdas para sostenerse. King se tambaleó hasta él y, con un dolor parecido a una disolución, conectó otro golpe. Pero su cuerpo lo había abandonado. Todo lo que quedaba de él era la inteligencia táctica, disminuida y borrosa por el cansancio. El golpe que apuntaba a la mandíbula impactó apenas en el hombro. Había querido que fuera más alto, pero los cansados músculos no habían sido capaces de obedecer. Y, desde el impacto del golpe, Tom King osciló hacia adelante y hacia atrás hasta casi caer. Una vez más se esforzó. Esta vez, su golpe falló y, a causa de la absoluta debilidad, cayó sobre Sandel y se trabó en un clinch, sosteniéndose en él para evitar derrumbarse en el suelo.

King no intentó liberarse. Había agotado sus recursos. Estaba ausente. Y la Juventud se había impuesto. Aun en el clinch podía sentir que Sandel se iba fortaleciendo. Cuando el árbitro los apartó, allí, ante sus ojos, vio a la Juventud recuperada. Instante tras instante, Sandel se fortalecía. Sus golpes, débiles y fútiles al principio, se volvieron más rígidos y precisos. La visión borrosa de Tom King vio el puño enguantado dirigirse a su mandíbula, y quiso protegerse interponiendo el brazo. Vio el peligro, quiso actuar, pero el brazo estaba demasiado pesado. Parecía llevar un lastre de cien kilos de plomo. No se levantaría por sí mismo, y él tuvo que esforzarse para levantarlo con el alma. Luego el puño enguantado dio en el blanco. Experimentó un chasquido agudo que era como una descarga eléctrica y, simultáneamente, lo envolvió el velo de la noche.

Cuando abrió los ojos nuevamente estaba en su esquina, y oía el aullido del público como el rugido de las olas en la playa de Bondi. Exprimían una esponja húmeda contra la base de su cráneo y Sid Sullivan lo rociaba con agua fría sobre la cara y el pecho. Ya le habían quitado los guantes, y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No abrigaba malos deseos hacia el hombre que lo había noqueado, y devolvió el apretón con una cordialidad que le hizo doler los nudillos. Luego, Sandel caminó hacia el centro del ring y el público acalló el griterío para oírlo anunciar que aceptaba el desafío del joven Pronto y ofrecía aumentar la apuesta de una a cien libras.

King miró con apatía mientras sus segundos enjugaban el agua, secaban su cara y lo preparaban para abandonar el ring. Tenía hambre. No el hambre común, lacerante, sino un desfallecimiento, una palpitación en la boca del estómago que se comunicaba a todo el cuerpo. Recordó el momento de la pelea en que había tenido a Sandel titubeando al borde de la derrota. ¡Ah, ese bistec lo habría logrado! Le había faltado solo eso para el golpe decisivo, y había perdido. Todo por culpa del bistec.

Sus segundos iban a ayudarlo a deslizarse entre las cuerdas. Los apartó, esquivó las cuerdas sin ayuda y saltó pesadamente al suelo, siguiéndolos de cerca mientras le abrían paso en el atestado corredor central. Al salir del vestuario hacia la calle, a la entrada del hall, algunos jóvenes le hablaron.

—¿Por qué no lo liquidaste cuando lo tenías? —le preguntó un joven.

—¡Vete al diablo! —respondió Tom King, y bajó los escalones hasta la acera.

Las puertas del recinto estaban abiertas y vio las luces y a los sonrientes camareros, oyó varias voces que analizaban la pelea y el próspero tintineo del dinero en el bar. Alguien lo llamó para que tomara un trago. Vaciló perceptiblemente, y luego rechazó el ofrecimiento y siguió su camino.

No tenía un cobre en el bolsillo y la caminata de dos millas le parecía muy larga. Ciertamente se estaba volviendo viejo. De pronto, cuando cruzaba el Dominio, se dejó caer en un banco, incómodo ante el pensamiento de la mujer sentada que esperaba saber el resultado de la pelea. Eso era más duro que cualquier nocaut, y le parecía casi imposible de encarar.

Se sintió débil y dolorido, y el tormento de sus nudillos destrozados le advirtió que, aun cuando pudiera encontrar trabajo como peón, pasaría una semana antes de que fuera capaz de sostener un pico o una pala. La palpitación de hambre en la boca del estómago era insoportable. Su miseria lo agobiaba y en sus ojos surgió una humedad involuntaria. Se cubrió la cara con las manos y, mientras lloraba, recordó a Stowsher Bill, cuando él se había impuesto aquella noche, años atrás. ¡Pobre viejo Stowsher Bill! Ahora podía entender por qué había llorado en el vestuario.

  • Jack London
    London, Jack

    Jack London (John Griffith Chaney, San Francisco, California, 1876-Glen Ellen, California, 1916) fue un novelista y cuentista estadounidense de obra muy popular en la que figuran clásicos como La llamada de la selva (1903), que llevó a su culminación la aventura romántica y la narración realista de historias en las que el ser humano se enfrenta dramáticamente a su supervivencia. Algunos de sus títulos han alcanzado difusión universal.

    En 1897 London se embarcó hacia Alaska en busca de oro, pero tras múltiples aventuras regresó enfermo y fracasado, de modo que durante la convalecencia decidió dedicarse a la literatura. Un voluntarioso período de formación intelectual incluyó heterodoxas lecturas (Kipling, Spencer, Darwin, Stevenson, Malthus, Marx, Poe, y, sobre todo, la filosofía de Nietzsche) que le convertirían en una mezcla de socialista y fascista ingenuo, discípulo del evolucionismo y al servicio de un espíritu esencialmente aventurero.

    En el centro de su cosmovisión estaba el principio de la lucha por la vida y de la supervivencia de los más fuertes, unido a las doctrinas del superhombre. Esa confusa amalgama, en alguien como él que no era precisamente un intelectual, le llevó incluso a defender la preeminencia de la "raza anglosajona" sobre todas las demás.

    Su obra fundamental se desarrolla en la frontera de Alaska, donde aún era posible vivir heroicamente bajo las férreas leyes de la naturaleza y del propio hombre librado a sus instintos casi salvajes. En uno de sus mejores relatos, El silencio blanco, dice el narrador: "El espantoso juego de la selección natural se desarrolló con toda la crueldad del ambiente primitivo". Otra parte de su literatura tiene sin embargo como escenario las cálidas islas de los Mares del Sur.

    En 1900 publicó una colección de relatos titulada El hijo del lobo, que le proporcionó un gran éxito popular, y a partir de la publicación de La llamada de la selva (1903) y El lobo de mar (1904), se convirtió en uno de los autores más vendidos y famosos de Estados Unidos. Entre sus principales obras, además de las mencionadas, se encuentran Colmillo blanco (1906), un relato sobre la hegemonía de los más fuertes; El talón de hierro (1908), una lúcida fábula futurista, premonitoria de los fascismos que vendrían después, donde se describe el engranaje y los mecanismos de un estado totalitario moderno; Martin Eden (1909), su ficción más autobiográfica, y El vagabundo de las estrellas (1915), una serie de historias conectadas entre sí alrededor del tema de la reencarnación y las posibilidades fantásticas de la imaginación.

    En otros libros como El pueblo del abismo (1903), Guerra de clases (1905) y Revolución y otros ensayos (1910), dejó testimonio de sus preocupaciones por los problemas sociales. Sus cuentos breves son obras maestras, que impusieron un estilo en una época en la que el género prácticamente nacía. Textos de gran plasticidad, estructura dramática y emoción contenida, en los que sus personajes siempre están al borde de las posibilidades límites, vencidos por el frío, los animales o por otros hombres. Su obra decayó en los últimos años de su vida, a causa del alcohol y de múltiples problemas de salud. Se suicidó poco después de cumplir los cuarenta años.