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Año 3 #30 Abril 2017

Chéjov en la nieve

Los bardos contaban historias de batallas y enamorados, odas a vencedores y amantes. En esta época de vacío y futilidades, Rojas Ayrala —como el genial Bardo de Avón— demuestra que asesinatos y poesía (como materia prima del arte) se llevan de maravilla. Corre 1896, Antón Chéjov, el gran maestro del relato, estrena su primera obra de teatro: La gaviota. (La obra es impresionante pero extraña porque, en el teatro de Chéjov, lo más importante suele pasar fuera de escena.) Esa noche —y no es en absoluto casual— habrá un asesinato. La destreza narrativa y la poesía de Rojas Ayrala, sumadas a una estructura sólida, han dado un resultado brillante.

Chéjov en la nieve

 

Evaristo Editorial, 2017.

 

Esta historia debería comenzar así.

La función inaugural de la obra teatral ha sido un fracaso rotundo, Usted lo sabe estimado Chéjov. La obra suya. La de Usted.

Esa obra teatral a la que le ha dedicado las más grandes expectativas, larguísimas jornadas de fatiga, cansancios devastadores, unos últimos esfuerzos que le costarán carísimo a su precaria salud y a su tisis galopante.

Esa obra, que vale decirlo como un torpe atenuante, a mí también siempre me ha gustado demasiado: el perro de Shamraev que se manda a callar sin suerte, el olmo eterno de Tréplev, los abundantes peces del lago que se sospechan al pasar, las nubes antojadizas de Trigorin. Pero estas no dejan de ser simples circunstancias, apenas favorables. Circunstancias que parecen importarle un ápice a todo el mundo, ahora, mientras deambulan titubeantes y risueños hacia la oscuridad.

El teatro Alexandreievsky comienza a quedar abandonado por completo a su suerte, amenazado por las sombras, la nieve, el olvido y el frío de la noche.

Apenas sobreviven, a duras penas, tres o cuatro grupitos aislados de personas del público, pobremente conocidos, que tratan de desplazarse con exagerada afectación entre burlas y risotadas, después del estreno fallido, ante la persistencia de la nieve que elige no cesar nunca jamás.

Un joven manco, gallardo y hermoso, de unos veintitantos años se destaca entre las escasas jóvenes que como mariposas encandiladas y ávidas de amor revolotean a su alrededor. El joven Andréi Fiódorovich Kleshanov es un reciente héroe de guerra que interpreta su papel de modo convincente, Usted no lo ignora al igual que todos y cada uno de nosotros.

Es la figura de moda a la que se invita a cuanto evento social de importancia exista en todas las Rusias y él se presenta allí, encantado, con su traje de oficial condecorado, los escasos restos de su brazo izquierdo estropeado por la artillería enemiga, sus tintineantes y relucientes medallas, su aire trágico y su sonrisa arrebatadora.

Recuerda miles de historias de guerra rebosantes de honor, heroísmos de pacotilla, moralinas empalagosas y grandes valores humanitarios que narra con gracia inimitable; la mayoría de ellas extraídas de los libros franceses más estrambóticos y dos o tres que le han relatado sus camaradas de armas entre guiños cómplices, codazos y chacoteos interminables.

Por su puesto que, ninguna de esas historias, tiene correlato alguno con la realidad, jamás han sucedido en ningún horroroso campo de batalla del mundo, menos que menos en la infausta Crimea, ningún soldado verídico las ha protagonizado y nadie de fiar las ha corroborado nunca. Como tantos otros, dudosos cuentos de soldados que atirantan la historia, no son más que simples y muy peligrosos inventos narrativos.

De entre los pocos carruajes elegantes que quedan aguardando a sus ilustres pasajeros surge la figura de la mujer madura, hermosa, que empuña el arma criminal con ensayadísima decisión. Ella, Irina Ivanovna, se permite, como auténtico privilegio de la clase a la que pertenece, el entendimiento, la ensoñación y el cálculo.

Avanza a paso decidido y comienza a disparar sin mediar palabra alguna. Usted, claro, no hace nada para impedírselo.

Usted sólo observa estupefacto como el primer disparo criminal agujerea la nieve, cerca del joven, con un sonido sordo y apagado que anuncia ciertas desgracias inminentes.

Otro balazo perdido de Irina Ivanovna pega justo ahí. ¿Lo ve, Usted? En esa parte lateral de la hoja impar, allí, debajo de ese renglón cercano, cosa que espanta al corrector, que es un pusilánime, y a la joven diagramadora que vive ensimismada en su mundo de amores imposibles, privaciones básicas y despechos ridículos.

Casi todos los presentes se desbandan dando gritos, buscando un reparo certero y solicitando socorro con auténtica desesperación. Tanto los de acá como los de allá.

La literatura moderna no tiene ya ningún límite, ni frontera, ni trascendencia, ni bandera, ni prolepsis, ni estilo, ni escuela de la mirada, ni nación. Hoy se ha llegado al extremo de permitir cualquier cosa en nombre del arte literario y esas otras tantas paparruchadas académicas como éstas. Alguien puede salir lastimado, de verdad, por culpa de estos inventos literarios, ya se sabe.

En la expresión de Kleshanov se puede advertir de un modo evidente el terror antes los disparos que le impide huir. Escapar: triste papel para un héroe de guerra diría Usted, Chéjov, si alguien le preguntara cualquier cosa en estos momentos o al menos lograra Usted zafar de las manos, fortísimas, de ese cochero gigantesco que le impide moverse de un modo grosero y arbitrario; o, aunque más no fuera, pudiera Usted acomodarse las gafas.

El joven galán trata de resguardarse entre las dos o tres frágiles damiselas que lo separan de la encantadora agresora, Irina Ivanovna, que se dirige a su encuentro disparando a tontas y a locas.

Una de esas balas errantes de Irina Ivanovna, que son para él sin lugar a dudas, acierta en el pecho de una de las jovencitas enamoradizas, que desde aquí semeja ser una de las actrices de su obra, y la deja boqueando, aguardando el inevitable final en el piso, mientras va tiñendo el blanco obsesivo de la nieve con un rojo persistente, espeso y melodramático.

Kleshanov, como era de esperarse de un joven irreflexivo y arrogante, jamás aprendió a pedir clemencia ni perdón y, en estos momentos decisivos, ya parece ser demasiado tarde para balbucear cualquier nadería.

El primer balazo feliz de Irina Ivanovna le da en el flanco derecho, al joven oficial que comienza a chillar como un marrano espantado ante lo inevitable. El segundo balazo finalmente, mucho más certero y confianzudo, lo mata.

Pero claro que, antes de estos dos asesinatos absurdos, hay una historia.

Antes. Una historia enorme, quizá, pero imbricada y compleja que acaece en San Petersburgo, la ciudad más hermosa del mundo. Una diégesis abrasadora. Antes.

Usted, Chéjov, parece saberlo mejor que nadie.

 

2.

La nieve cae. Cae lentamente sobre los bordes más altos de San Petersburgo, la ciudad más bella del mundo. Se desploma sobre cada uno de sus primorosos palacios que languidecen empantanados en una luz mortecina.

Se desmaya sobre sus hermosos puentes contrariando a las personas, como Usted sabe, querido Chéjov, debido a cierta prepotencia constitutiva de la nieve que no posibilita a nadie intervenir en sus manejos, en su carácter y en su oportunidad.

Entonces los hombres siempre presumen la nevada como una situación hostil, ajena, inhóspita y por ende le temen, sin discriminación. Luego la enfrentan resignados con lo que tienen a mano o con lo que son, con la determinación fallida y aguardentosa que suele brindar el capricho, el arrebato y el rencor.

Desde antes. La nieve traspasa los límites imaginables de la realidad con soltura y absorbe los doscientos siete caprichosos parques que Usted venera, hasta aquel que guarda un jardín inglés secreto sitiado por figuras de mármol que rodean al estanque principal, un estanque rebosante de estatuas mohosas capaces de hablar en voz baja, con un léxico que escandaliza a cualquiera, y más capaces, aún, de predecir el futuro con insólita buena fortuna.

La nieve se adueña de los increíbles canales de Peterburg empezando por el canal de Grivoedov, justo en el vértice de los azulejos coloridos de la catedral de la sangre derramada. Se atreve con los imponentes mausoleos, los desmesurados teatros, el moderno circo de piedra, los infinitos paseos y las magníficas iglesias que tanto enorgullecen a los habitantes más pobres y desamparados de la ciudad.

La nieve se enseñorea sobre los atribulados viandantes que gesticulan representando algún ritual remoto de San Nicolás el milagrero, sentido y desbordante de sobreentendidos, mientras buscan cobijo en algún lugar que los aleje de la nieve que lo devora todo con un blancor criminal y una melancolía devastadora.

La nieve se desploma de un modo decidido y triste, en estricto sentido vertical, sobre el alma de todo aquel que sea capaz de tener al menos algún tibio sentimiento o se jacte de haberlo tenido alguna vez.

Aunque Usted, estimado Chéjov, debe saber igual que nosotros que en rigor de verdad la nieve nunca es consistentemente triste.

Ninguna de las primeras nevadas de octubre puede ser triste por sí misma. Usted se preguntará en consecuencia ¿qué es la tristeza? Nosotros hemos aprendido, de la peor manera, que la tristeza es un lugar donde es imposible vivir sin añorar; un lugar sin nieve.

Entre el campesinado ruso que soporta la nieve de un modo estoico hay tres clases de personas como Usted bien lo observa: los que inventan historias, bajo la hégira del oso, mientras ven caer la nieve sobre sus cabezas; los que recuerdan historias, bajo la hégira del lobo, mientras se desplazan trabajosamente por la nieve; y los que aman esas historias de un modo incondicional, bajo la hégira de la liebre, que ni atinan a ignorar la nieve y todo lo blanco en general.

Nosotros advertimos también, como Usted, que los campesinos del oso crecen de talante tranquilo, prosperan apegados a la madrecita tierra, sujetan sus pelos largos perfumados con palos tallados embadurnados de resina, beben vodka como posesos, aman las tormentas de nieve, cada tanto inventan un último baile típico que representa las arbitrariedades y las injusticias que soporta el pueblo, pasan al menos una vez al año debajo de un puente azul, de un modo regular sólo tienen hijas que poseen los ojos del color de la estepa y son capaces de cambiar el mundo.

Los campesinos del oso cuidan sus herramientas con una fe envidiable, peroran animadamente con su sombra y con la sombra de los otros, esbozan en los momentos más inesperados un sentido trágico de las cosas, pulsan instrumentos musicales de cuerda con gracia sin igual, entienden de matemáticas, llevan entre sus ropas de tela un cuchillo con mango de hueso con inocultable orgullo, comprenden que interpretan que la revolución y la nieve son inevitables, y no se alejan mucho de su familia.

Los campesinos de la hégira de la liebre lo ven todo, lo oyen todo y, claro, aman esas historias.

En cambio Usted no desconoce que los campesinos de lobo son viajeros incansables, comen carne de cualquier animal, recitan largas poesías con rima de un tirón, desprecian las pequeñas neviscas y las grandes nevadas, usan enormes capotes hediondos de cuero reseco, se tatúan en la mano derecha el signo de lobo, se casan con todas las mujeres bellas que encuentren en su camino y ahí se quedan.

Los campesinos del lobo jamás reniegan de su clase aunque amasen fortunas desmesuradas, baten instrumentos de percusión con contagiosa tosquedad, pasan al menos una vez en su vida debajo de un puente de madera rojo cuando dan con el amor verdadero, muestran un respeto febril por las piedras dispuestas de un modo geométrico en los cruces de los caminos, ostentan unos bigotes fantásticos que representan su casa, fruncen el seño con gracia inigualable, adoran los nudos complicadísimos, nunca ponen un pie en el Tíbet, coleccionan catalejos de metal como si ésta fuera la clave del conocimiento del cosmos, interpretan que la revolución y la nieve son inevitables, y se marchan en varios idiomas siguiendo las aguas lo más lejos posible de su tierra para añorarla.

Eso les permite fabular sin freno al reconstruir su tierra patria, centímetro a centímetro, en la que ésta se vuelve un vergel que no acarrea sufrimiento, donde sobra el abrigo más fino, donde los dulces crecen de un modo destemplado de los árboles, donde las madres son buenas y puras, donde la miel más espesa cae de los abundantes ríos, donde la tierra es de todos, donde la estepa es tan fértil que si se suelta una palabra que reclama justicia en ella de inmediato crecen cientos de manifiestos rebeldes.

Bueno, bueno, me pa, pa, parece una exageración —dice el tipo—. Tanta hégira de acá, he, he, hégira de allá.

¿Perdón? —digo yo, molesto—. ¿Una exageración?

Lo digo con respeto. Pe, pe, pero lo tengo que decir —dice el tipo—. En mi carácter de res, res, responsable del editing.

Ah, pensé que era otro corrector —digo yo, con sorna.

No, no. Por favor. So, so, soy el responsable del editing —dice el tipo—. Casi un personal je, je, jerárquico. El corrector es un simple asa, asa, asalariado.

—¿Qué quiere que hagamos, entonces? —digo yo.

Yo le marco lo que me pa, pa, parece que hay que trabajar —dice el tipo—. Y Usted toma nota y lo char, char, charlamos.

¿Lo charlamos? —digo yo, desanimado.

Sí, sí. Es mi fun, fun, función —dice el tipo—. Lo charlo con Usted que es el au, au, autor. Se lo señalo porque ya nadie tie, tie, tiene tiempo para novelas largas. Para novelas de, de, decimonónicas.

De acuerdo. Haga su trabajo —digo yo, molesto.

[Esa patria mágica donde las risueñas mujeres (hermanas, primas y antiguas novias) son suaves y persistentes, donde las canciones son mucho más sentimentales, donde la noche es tan corta que parece una risa, donde los filósofos enseñan una caterva de cosas útiles a quienquiera aprender, donde los hombres son casi virtuosos, donde los médicos regalan su ungüentos más efectivos a quien lo desee, donde el pan caliente y los títulos nobiliarios alcanzan para todos.]

Dicen, Usted quizá también lo haya oído, que cuando más se nota la diferencia entre estos notables campesinos, los de la hégira del oso y los de la hégira del lobo, es cuando cumplen los quince años.

[Un campesino del oso cuando cumple quince años mira la nieve de frente, se seca el rostro con un pañuelo, se acomoda su gorro de piel, se abotona la camisa limpia, toma un trozo de pan duro y camina cansinamente hacia la estepa a laborar la jornada.

Cuando un campesino del lobo cumple quince años se levanta antes que salga el sol, saluda a toda su familia respetuosamente, llama a su perro flaco con cariño, camina sin hacer ruido tapando con una manta vieja sus últimas huellas en estos caseríos, guarda dos o tres cosas mágicas en su morral, deja de silbar para siempre, toma un trozo de tabaco viejo y se va a recorrer el mundo con rumbo hacia las tierras que rodean los mares del oeste donde dicen ellos, de un modo pueril, los lobos fueron, son y serán siempre felices.]

Los campesinos de la hégira de la liebre lo presienten todo, lo intuyen todo y, claro, aman esas historias a los diez años, a los quince, a los veinte.

Usted conoce que cuando una hermosa y delicada campesina madura del oso se enamora de un tosco campesino del lobo, muy joven, ocurre una catástrofe.

[Alguien pierde un brazo izquierdo con el que manipula sus utensilios. El fuego no cuece el alimento ni calienta los deseos más inconfesables. Un entusiasta caza un ciervo equivocado por despecho. Un río caudaloso pierde su cauce para siempre. Una estrella errante gana la razón, al caer en el bosque, provocando un escándalo colosal.

Una núbil niña abandona, sin terminar, una canción primorosa que narra estas cosas. La noche blanca dura siete meses. Una madre ansiosa deja de tener leche para amamantar a su niño. El mar da tres mareas altas, que se atropellan entre sí, impidiendo cualquier tipo de pesca en el río Neva.]

De esa unión extemporánea y amorosa, rechazada por el sospechoso sentido común de lo más graneado del vulgo y del lumpenproletariat, nacen sólo hijos soñadores capaces de las más grandes proezas, fuertes como bueyes, veloces como saetas encendidas, diestros para la palabra, la interpretación de mapas, la ensoñación perpetua, las teorías anarquistas y el hacha de doble filo.

[Párvulos amigos de las sentencias melodramáticas, los relatos largos, la pólvora, la valentía más extrema, las llaves enigmáticas y los silencios intempestivos.].

Pero la nieve sigue con sus propósitos más elementales y cae. Se desmorona ignorándolo a Usted que huye algo desabrigado de un teatro repleto y a nosotros que estamos apenas entretenidos con el devenir de ciertas literaturas menores. La nieve estalla sobre todo lo que duda con un ensayadísimo desdén amoroso.

Con la misma tozudez y la misma disciplina que exhibe lo trascendente. Por su propia potestad va creciendo contra la pulcritud del horizonte, contra el sencillo derrotero de los campesinos, contra la totalidad de las formas y así comienza la melancolía.

La nieve acontece y provoca un terremoto en nuestros corazones desvencijados, de un modo casi imposible de disimular. Sobreviene la nieve provocándonos cierto malestar profundo, en las vísceras, a Usted y a todos nosotros.

La nieve es en definitiva, como bien lo siente Usted, una serena enfermedad del espíritu que nos lleva a hacernos tres o cuatro preguntas personales: ¿Qué estamos haciendo de nuestra vida? ¿Qué queremos de verdad de ella? ¿Qué estamos dispuestos a poner en riesgo? ¿Qué aprendimos realmente de tanto sufrimiento?

La nieve nos provoca una indisposición profunda ligada directamente al peor de los silencios y, en mucha menor medida, a la más grande de las angustias. Usted también lo padece aunque está más preocupado en otras cosas, en este instante, al huir del estreno de su fallida obra.

La nieve cae, sin pausas, de un modo particular y único. De una manera solemne. Se atreve a acontecer como sólo puede hacerlo aquí y ahora: en San Petersburgo, el diecisiete de octubre de mil ochocientos noventa y seis.

Pues mañana, como Usted bien lo deduce, la nieve sucederá de un modo totalmente distinto en nuestras entrañas.

La nieve, como el amor más profundo, está ligada indisolublemente al hoy. Al ahora. Al momento en el que está cayendo. Puede decir luego Usted, con infinita razón, que la nieve es pura actualidad a lo que los campesinos de la hégira de la liebre le dirán que la nieve es pura realidad, la materia con que están hechos los relatos que ellos aman tanto.

Tal vez como a la nieve se le da por desmoronarse ahora, en esta Rusia zarista, lo tape todo con un dejo de innegable grandeza, exagerada, algo pomposa, desmesurada. Una nieve polifónica empecinada en ciertos gestos silenciosos infinitos y en los duelos mudos desmedidos.

Con la donosura casi aristocrática que brinda la pausa aristotélica.

Usted dirá, luego, que una nieve tan grandiosa en su intros­pección decoraría muy bien el puente de los leones. Yo agrego apenas, ahí, una nieve en sus manías, así, ornamenta cualquier cosa con esa meticulosidad tan llamativa, hasta las inalcanzables cúpulas doradas que sugieren un límite evidente con lo posible.

Claro que si esto lo presencia Emile Zola intuirá otras certezas, otras sentencias y otras sensibilidades. Muy distinto será el resultado si esto lo narra él o Usted también, cualquiera de lo dos.

La nieve ocurre ahora con meditada parsimonia, sin ninguna clase de prisa. La nieve sucede y modifica el estado de las cosas para siempre, pues nunca más se retirará de nuestras sencillas almas esa impronta melancólica que la nieve nos trae como un presente costoso de Limoge que no se puede rechazar.

A Usted, estimado Chéjov, y a todos nosotros, nos provoca una impresión definitiva y patética que nos recuerda inexorablemente las malas decisiones, las cobardías más recónditas y las cosas importantes que hemos aplazado casi siempre por tonterías.

En cuáles otras circunstancias extraordinarias, además de la nevada, se puede padecer estas melancolías colosales pregunta entonces, Usted.

Pues, que nosotros sepamos hay sólo cuatro situaciones extraordinarias que implican este tenor de melancolías: la observación anónima de la noche estrellada en el bosque de Ergushovo; la contemplación solitaria del Mar Muerto mientras amanece con esa lentitud amedrentante; la sensación personal de lo definitivo frente a la nieve que cae sin fin sobre San Petersburgo y otra circunstancia menor, ligada a la absenta y a su ingesta copiosa, que en este momento no logramos recordar, por más que lo intentamos con todas nuestras fuerzas.

La nieve de aquí es eterna. Tan taciturna en cada uno de sus muñecos, Usted lo sabe. Anterior a cualquier otro objeto que haya sido nombrado por el hombre. Aunque la nieve nos rodea y nos abisma desde siempre.

En el fondo de toda nevada está el semblante de la muerte, pero nadie se atreve a decirlo, ni Usted ni nosotros. Presente no en cierta desesperanza ni en esa decadencia que despliega al desmayarse sobre los asuntos de los hombres, sino en cierta acción psicológica demoledora que, al caer, todo lo oculta, desde la más ostensible desesperación hasta la más efervescente alegría.

Usted argumenta, en su favor, que es la nieve la que también permite ciertos olvidos. Que nos deja suspender a nosotros el recuerdo de algo tan amado, tan doloroso y tan entrañable, que en un momento de nuestra juventud fuimos capaces de ofrendar la vida entera al perseguir tales utopías.

En el ardor pueril de unos arrebatos impensados y desmedidos hasta en su formulación más remota. ¿Quién, como Usted y como nosotros, no fue joven por lo menos dos veces en la vida?

Pero nosotros y Usted, a sus treinta y tantos años, ya sabemos con certeza que esta vida burguesa es una continua suma de insensateces, simples, amontonadas de un modo caótico contra los golpes del coraje donde ser es poseer y se acabaron las trascendencias.

Una impúdica sucesión, una febril y muda cascada: bicicletas, trenes, puentes, tílburis, luz eléctrica, globos tripulados, privilegios. Pues resulta justo entonces que la nieve, con tanta caída de tozudos copos, lo sepulte todo. Esa pertinaz nieve que atenaza los sentidos de nuestra tan proclamada humanidad en cada uno de sus excesos.

Usted sabe que cada copo de nieve tiene adentro su propia versión de la ciudad de Peterburg. Que cada copo no es otra cosa que un retoño de claridad que se anota en el viejo libro de los sufrimientos, los desamparos y las grandes desazones humanas.

Usted lo sabe aun al olvidar su abrigo en el teatro Alexandreievsky confundido por algo que no es la nieve, abrumado y abatido.

Al menos sabe Usted que hay algo peor que esa muchedumbre de copos que acometen todo el paisaje y, quizá, sería estarse quieto, ante el escarnio, en esa butaca del teatro repleto donde su obra fracasa, sin prisa, de un modo inexplicable.

Atraviesa Usted las sombras del palco de la actriz Levkeieva y se larga a la nieve como un poseso. Probablemente nosotros podemos imaginarnos lo que es salir de un modo intempestivo al centro mismo de esos copos helados que no claudican. A la médula dilecta de la blancura más extrema y al frío mismo, tan desolador en sus bemoles.

Lo suponemos nosotros como simples transeúntes comunes que sienten la tristeza a su alrededor rebullir en cada uno de esos copos etéreos que caen, que aumentan sin freno. Mal arropado y con lo profundo de su espíritu maltrecho Usted huye.

Zaherida su sensibilidad por tanta infamia, tanta incomprensión y tanto prejuicio da trancazos poderosos por sobre el mantón prolijo de los copos helados.

No logra soportar, entero, el segundo acto de su obra. Usted como cualquier persona sensible desea una invisibilidad perfecta ante ese coro voraz, conspirativo y sardónico que cuchichea a su alrededor sin disimulo.

Usted huye de esa turba efervescente que intentará alcanzarlo al final. Tal vez lo insulten. Tal vez, furibundos y enardecidos, intenten hasta hacerle algo peor a su persona.

¿Pero qué es fracasar realmente? Usted está tan preocupado por su obra que naufraga, menesterosa, ante el pobre entendimiento de los que saben, que se han petrificado en sus trece. Inexorables como la nieve que continúa.

Rotundo dirán los lectores más avezados. Lapidario, tal vez. Demoledor diré yo, si se me permite. Fracasar parece ser no volverlo a intentar, estimado Chéjov, Usted lo sabe muy bien, debería. Aunque a decir verdad, el teatro parece no ser lo suyo, al menos en este momento.

¿Usted ya deja de intentar un mundo propio? ¿Usted ya deja perderse a sus criaturas a la buena de dios, ajenas a las cuestiones filosóficas, humanas, históricas, cotidianas, en suma, revolucionarias? ¿Cesan sus invenciones literarias en adelante? ¿Abandona el prodigio de la letra por la simple tempestad? ¿Usted se limita sólo a sus cuentos? ¿La nostalgia de la trama perfecta perdida por el prestigio y los humores de aquellos que infieren? ¿Trunca, así, la lírica de la idea, la idea de la cordura miserable, la idea misma, la idea de la locura miserable y la idea de la fraternidad universal, de la solidaridad, la idea de un hombre mejor, en ciernes, por esto nada más, por tan poco?

¿Usted ya deja de tratar de tratar? O peor aún: ¿Usted ya se resigna sólo a la serena prescripción de los bálsamos de Cayena, de momia, negro, de los polvos atemperantes de Stahl, de las grageas, de los cloruros y de las infinitas pócimas?

Aunque es lícito decirlo Usted ya sospechó el fracaso en los ensayos. En esa fanfarria de desatinos previos. En esos sordos lloriqueos y en esas impostaciones erráticas de estos actores.

¿Actores? ¡Qué actores! ¡Por lo menos esta vez no pulverizaron el decorado! ¡Ni eructaron en el escenario de cara al público estupefacto!

Es lógico que Usted no quiera participar de estos bochornos. La prensa, las señoras de la sociedad y los críticos ya se encargarán de avergonzarlo lo suficiente.

Pues esos vehementes actores que, como los lectores deducen, se quedan tras las bambalinas decididos a todo. Dispuestos, diré yo si se me permite. Bebiendo vodka o cualquier aguardiente vulgar como una manada de cosacos desquiciados. Reunidos con otros cuantos muchachones más, como es su talante habitual.

Como si esto se desarrollara en medio de un mitin de esos revolucionarios de pacotilla, tan mal llevados, que recién ahora se desayunan con que Marx, Saint Simon, Engels y Proudhon están muertos y les dejan un legado perentorio e irrenunciable a ellos solitos: cambiar este mundo tan horroroso, tan injusto y tan desigual.

 

  • Ricardo Rojas Ayrala
    Rojas Ayrala, Ricardo

    Ricardo Rojas Ayrala es un escritor argentino. Su obra édita consta de 16 libros publicados en Argentina, México, El Salvador e Italia. Se desempeña como secretario de Cultura de la Asociación de Empleados de Farmacia (ADEF). Con Marta Miranda dirige el Festival Internacional VaPoesía Argentina de literatura e inclusión.

    Entre otros reconocimientos a su obra, obtuvo el tercer premio municipal de literatura de la Ciudad de Buenos Aires, bienio 2000-2001. Fue distinguido por la Secretaría de Cultura y Medios de Comunicación de la Presidencia de la Nación Argentina, Promoción a la Edición de Literatura Argentina, en el 2001. Fue finalista del concurso internacional Poesía en tierra, organizado por el Centro de Cultura de España en la Argentina y la editorial Fondo de Cultura Económica de México en 2003. Resultó ganador del premio Le mie parole altrui en Italia, con traducción de la doctora Pamela Cologna, auspiciado por Giovane Holden Edizioni en 2007. Fue honrado con el Fondo Metropolitano de las Artes y las Ciencias de la Ciudad de Buenos Aires en el 2009. En el 2014 resultó finalista del V Premio Internacional de Poesía Víctor Valera Mora. En el 2016 fue ganador del Premio Latinoamericano de Literatura de la Unam. En el 2020, resultó uno de los ganadores del concurso internacional “Papeles de la Pandemia”, convocado por la revista digital Letralia, tierra de letras, con su libro “Cantos de la Peste”.

    Participa asiduamente de encuentros y festivales literarios en diversos países como España, Cuba, El Salvador, México, Costa Rica, Guatemala, Camerún, Chile, Venezuela y Argentina.

    Obras:

    • Sin conchabo corazón, poesía, El Caldero, Argentina, 1993.
      • Fabulosas alimañas de la pampa, narrativa, Sentieri Meridiani, Italia, 2010 y El Caldero, Argentina, 1996.
      • Hazañas y desventuras de Amulius y Numitor, narrativa, La Bohemia, Argentina, 1999 y Sentieri Meridiani, Italia, 2010.
      • Caligramas, poesía, La Bohemia, Argentina, 2000.
      • Miniaturas Quilmes, narrativa, La Bohemia, Argentina, 2001.
      • La lengua de Calibán, poesía, Fondo de Cultura Económica, México, 2005.
      • Quaestiones politicae, narrativa, La Bohemia, Argentina, 2006 y Sentieri Meridiani, Italia, 2010.
      • Obispos en la niebla, poesía, 2007, Tintanueva, México y La Bohemia, Argentina.
      • Argumentos para disuadir a una jauría y otros usos civiles, poesía, Descierto, Argentina, 2013.
      • Un sauzal para Kikí de Cundinamarca, poesía, Ponciago Arriaga, México, 2014.
      • Las nubes, poesía, Descierto, Argentina, 2015.
      • Chéjov en la nieve, novela, Evaristo, Argentina, 2016.
      • Museo del Dictador, narrativa, Aire en el Agua, México, 2017.
      • Anatomía General de los Burócratas del Río de la Plata, narrativa, Tintanueva, México, 2017 y Evaristo Editorial, Argentina, 2018.
      • Hazañas y desventuras de Amulius y Numitor, narrativa, Al Fondo a la Derecha Editorial, Argentina, 2019, versión digital.
      • Pero no olvides la cajita de rapé de porcelana, poesía, Proyecto Editorial La Chifurnia, El Salvador, 2019.
      • El delicado oficio argentino de dar muerte, novela, Evaristo Editorial, Argentina, 2019.

    Parte de su obra ha sido publicada en diversas revistas literarias, antologías digitales y sitios web de España, Cuba, EE.UU., México, Bolivia, Venezuela, Uruguay, Colombia, Chile, Italia y Argentina. También sus textos han sido incluidos en diversas antologías en formato papel como por ejemplo: “La erótica argentina” (Editorial Catálogos, 1995; Editorial Manantial, 2003. Argentina) “El arcano o el arca no – Poesía argentina de fin de siglo” (Instituto del Libro Cubano, Cuba, 2005; Ediciones Casa de las Américas, Cuba, 2007). "Un solo mar y la palabra", (Grecam, italia 2017). "Nubes - poesía hispanoamericana" (Editorial Pretextos, España, 2019), entre otras.

    Letralia (Venezuela): https://letralia.com/editorialletralia/especiales/papeles-de-la-pandemia/2020/05/30/cantos-de-la-peste/

    Literariedad (Colombia): https://literariedad.co/2016/01/17/poemas-las-nubes-ricardo-rojas-ayrala/
    El infinito viajar (Argentina): http://elinfinitoviajar.blogspot.com/2016/05/ricardo-rojas-ayrala.html
    La voce Regina (Italia): http://www.lavoceregina.it/autori/759
    Poetas del siglo XXI (Chile): https://poetassigloveintiuno.blogspot.com/2015/11/ricardo-rojas-ayrala-17545-poeta-de.html
    Mallamargens (Brasil): http://www.mallarmargens.com/2016/07/6-poemas-de-ricardo-rojas-ayrala.html
    La ubre amarga (Bolivia): https://laubreamarga.martadero.org/2015/09/01/ricardo-rojas-ayrala-argentina/
    Eurasia hoy (EEUU): http://eurasiahoy.com/28022016-ricardo-rojas-ayrala-sus-respuestas-y-poemas/
    La infancia del procedimiento (Argentina): http://lainfanciadelprocedimiento.blogspot.com/2006/11/ricardo-rojas-ayrala.html
    Portal Latinoamericano Sur y Sur (Uruguay): http://www.surysur.net/ricardo-rojas-ayrala-quien-se-dice-apolitico-escoge-el-partido-de-los-que-nos-oprimen/
    Acoplando (Argentina): http://acoplando.com.ar/la-cancion-del-refugiado-de-ricardo-rojas-ayrala/
    Lexia (Argentina): https://lexia.com.ar/Reportaje_Ricardo_Rojas_Ayrala.html
    El país de la bruma (Argentina) https://elpaisdelabruma.blogspot.com/2018/08/anatomia-general-de-los-burocratas-del.html

    Como gestor cultural Ricardo Rojas Ayrala ha participado en la fundación de centros culturales en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires. Participó en la fundación de varias revistas de literatura, “Los rollos del mal muerto”, por ejemplo; también participó en la fundación de varias editoriales independientes como “El Caldero” y “La Bohemia”. Creó y condujo ciclos de entrevistas como “El artista como trabajador”. Creó y condujo varios programas culturales en radio, “Wilde la capital del mundo”, “La poemia en banda”. Fundó dos festivales internacionales de literatura en Argentina.

    Fundó, desde la Secretaria de Cultura de ADEF que dirige a la fecha, once centros de formación profesional en la Ciudad de Buenos Aires y en la provincia de Buenos Aires, bajo la forma legal del Centro de Formación Profesionales Oficiales que tienen más de mil alumnos por año; y una Universidad Nacional de Farmacia oficial con la UMET que tiene sede en la ciudad de Buenos Aires.

    Es, actualmente, miembro del comité directivo de festivales internacionales de literatura, en Costa Rica, Venezuela y México. Es miembro del “Corredor internacional Poesía en Tránsito”, que hermana festivales de México, Costa Rica, Guatemala, El Salvador y Argentina. Dirige el Festival Internacional Vapoesía Argentina de literatura e inclusión que ya ha realizado su octava edición. Participó como prosecretario en la comisión directiva del Sindicato de Escritoras y Escritores de la Argentina. Fue jefe de redacción de la revista de literatura Los rollos del mal muerto. Fue miembro de la Mesa Intersindical de Cultura de la CGT. Es miembro en la actualidad de Radar de los trabajadores, un colectivo de 37 sindicatos de las distintas Confederaciones del movimiento obrero argentino. Fundó y dirige el sitio web de los trabajadores La Purpura de Tiro.