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Año 1 #10 Julio 2015

El príncipe, la princesa y el dragón

Humberto Costantini es uno de los grandes cuentistas argentinos, y también un escritor olvidado que espera vindicación y lectura. Presentamos aquí "El príncipe, la princesa y el dragón" que recomendamos calurosamente. De Costantini se puede encontrar en nuestro índice otro relato exquisito: "Estimado prócer".

Es un mediodía tibio y luminoso de setiembre cuando a Ricardo Estévez se le ocurre, de pronto, la palabra miseria. Ningún hecho concreto que la justifique, ninguna asociación de ideas más o menos razonable. Simplemente la palabra miseria saltándole en su pensamiento como una pelota de goma o una luz de bengala.

Entonces, Ricardo Estévez, que está caminando un poco cabizbajo, y también un poco encorvado, por la calle Murguiondo, en dirección a Avenida del Trabajo, se pone a deletrear, así, minuciosamente, calmosamente, esa palabra, casi hasta sentir en su boca todo su viejo, empalagante sabor. Y se admira, realmente se admira, de cómo una palabra, una sola palabra, puede resumir con maravillosa exactitud, toda la opinión que Ricardo Estévez tiene de sí, del mundo, de la vida. Y, hasta cierto punto, su hallazgo le provoca una especie de acre y humillante regocijo.

—Porque, vamos a ver —piensa, mientras cruza la calle Echandía y echa una ojeada hacia Murguiondo para ver si se acerca su colectivo—, vamos a ver qué otra palabra, frase, discurso o lo que diablos sea, puede expresar mejor este lindo resultado de durar, sí señor, de durar, de subsistir como un... (y vagamente señala los adoquines, los ladrillos envejecidos de algún muro, algún papel sucio, atascado en una boca de tormenta). Y como sin querer ha hecho un extraño gesto con la mano —una especie de ademán de recitador escolar— y le parece que una señora que está echando llave a la puerta de su casa lo mira como a un bicho raro, se siente inmediatamente avergonzado, y prosigue su camino tratando de adoptar un aire de compostura y de aplomo.

¡Pero qué compostura ni qué aplomo! Ricardo Estévez, que justamente ayer ha cumplido cuarenta y siete años, y que hace sólo cinco minutos se hallaba concienzuda y melancólicamente entregado a sus habituales preocupaciones acerca del sueldo, de la familia, de su tos tabacal, de la mensualidad del banco, de la hepatitis crónica, etc. (todo eso en medio de un dolor de cabeza y de un malestar al hígado que le provoca náuseas) ha oído —bajo juramento se puede afirmar que ha oído— esa palabra, la palabra miseria, como venida desde afuera, como si ella estuviese calificando globalmente e inapelablemente toda su vida, cayendo de golpe sobre sus pensamientos como un gato sarnoso arrojado en medio de un jardín.

Y, naturalmente, el sueldo, la familia, la mensualidad del banco, etc., junto con su dolor de cabeza y su malestar al hígado, se le aparecen de pronto bajo una luz tan opaca y miserable que sus hombros se hunden un poco más, y sus manos gesticulan vagamente como explicando, como disculpándose, como tratando tal vez de quitarse de encima esa cosa que lo aprisiona, que se le adhiere al cuerpo y a la ropa como una jalea.

Para colmo, al pasar frente a la librería y juguetería que hay en la cuadra siguiente a su oficina, ha mirado de reojo la vidriera, y ha visto. ¿Qué ha visto? En primer lugar, su propia imagen: un individuo flaco, macilento, casi calvo, que lo mira entre imbécil y malhumorado, desde atrás de sus anteojos. En segundo lugar... un príncipe. Pero así: un joven príncipe de rica vestidura azul y empenachado yelmo que, montado en un caballo blanco, arremete, espada en mano, contra un horripilante dragón, mientras una princesita de largas trenzas rubias lo observa desde lo alto de una torre. Y todo esto, como una burla, como una insidiosa burla de su destino, sobrepuesto, metido en su propia imagen, a media altura entre el pecho y el abdomen, en la tapa de un libro expuesto en la vidriera del negocio.

Ricardo Estévez cree de pronto comprender el significado de esa burla, de esa jugarreta infame de su destino. A su vida gris, monótona, estúpida, sin acontecimientos, a aquél, a su destino, se le ha ocurrido enfrentar (¡ah, pero con cuánta malicia!, ¡con cuánta refinada crueldad!) ese mundo prodigioso, rico, colmado de aventuras. Como si alguien, valiéndose de uno de esos trucos mágicos del cine, hubiera querido proyectar juntos, sobrepuestos en un mismo plano, los sueños maravillosos de la niñez, y la imagen de una mezquina, agobiante realidad.

Ricardo Estévez soporta entonces la burla; admite que sí, que efectivamente, su existencia es opaca y estúpida hasta el punto que se la quiera imaginar; que la palabra miseria, aparecida sibilinamente en medio de su pensamiento, se presta de un modo admirable para definirla; en fin, que un tipo, cuyos afanes y preocupaciones van de la mensualidad del banco al sueldo, y del sueldo a la hepatitis crónica, no se lo puede calificar de otra cosa que de mísero o de estúpido.

—Es así —admite—, pero... (y aquí insinúa una especie de defensa, no se sabe bien si ante el autor de la jugarreta, ante sí, o ante el príncipe azul) pero ocurre, mi estimado señor —dice—, ocurre que el mundo en el cual me ha tocado vivir es también espantosamente estúpido y espantosamente miserable. Ya no existen dragones, estimado señor, y tampoco existen princesas encantadas, ni príncipes dispuestos a...

Y empieza así, como sin querer, uno de esos maniáticos, empecinados y silenciosos discursos que, a fuerza de aburrimiento, de neurastenia y de timidez, se han venido haciendo cada vez más frecuentes, casi habituales en él, sobre todo durante los últimos años. Un formalísimo discurso, el de ahora, acerca de las lamentables condiciones en que se desarrolla su vida, y acerca de las ningunas posibilidades que jamás ha tenido para mostrar el “verdadero fondo de su espíritu”, que tal vez sea —dice, y ¿quién puede afirmar lo contrario?— imaginativo y audaz, y tal vez ha estado siempre y esté aún dispuesto a acometer las más temerarias aventuras...

—Porque no se trata de andar por esos caminos del mundo, pibe —continúa, y ahora es evidente que se la está tomando con el príncipe—, no se trata de andar por los caminos del mundo, despreocupado y feliz, montado en un caballo blanco, y a la espera de princesitas que desencantar y dragones que combatir; se trata, mi querido, de soportar con un mínimo de dignidad una vida, en la cual lo más horrible, lo más espantoso, es que nunca pasa nada. Se vive, se dura, se aguanta en alguna forma hasta que se puede aguantar y ya está. ¡Ah!, sí, claro que para pelear con un dragón hace falta coraje, decisión y todo lo demás, estoy de acuerdo. Pero yo te pregunto: para combatir diariamente, ¿entendés lo que te digo, pibe?, diariamente, contra un ejército de hormigas o de bichos babosos, ¿qué es lo que hace falta?

Y así, continuando su especie de arenga, llega, de razonamiento en razonamiento, a pretender demostrar (al joven príncipe, según parece) que él, el príncipe, con todo su arrojo, su linda pluma azul y sus poéticas hazañas, no es más que un afortunado mortal, algo así como un chico mimado (un pibe con suerte, le dice) al cual el destino ha querido facilitarle las cosas, colocándole bonachonamente en su camino princesitas y dragones, en lugar de jefes con mala leche, sueldo que no alcanza, hijos que mantener, dolor de cabeza, malestar al hígado, etc., enemigos tanto más terribles y más poderosos cuanto que el combatirlos no produce gloria ni recompensa sino solamente cansancio, lástima de sí mismo y, por si fuera poco, en el fondo, muy en el fondo, una viva, dolorosa nostalgia por esas portentosas aventuras, las cuales, justamente por esa decisión arbitraria del destino —y eso es lo doloroso— le estarán para siempre vedadas.

—...pero que uno, pibe, se sabe capaz, entendeme bien lo que te digo, capaz de acometer y llevar a buen fin, como vos o como el más valiente y emplumado de los caballeros, ¿no lo creés?

Y quién sabe a dónde hubiera ido a parar con todo eso si no fuera que en ese momento se está acercando a la esquina del matadero y ve, al extremo de la calle, el familiar color marrón y verde de su colectivo. Entonces se olvida instantáneamente de su discurso, se dedica a hurgar el fondo de los bolsillos en busca de las monedas para el viaje y se dispone a ubicarse dócilmente en la fila. Pero como al palparse el saco nota que se le han acabado los cigarrillos, decide demorarse unos segundos, y acercarse hasta el quiosco que está allí, en la esquina, a pocos pasos de su fila para comprarlos (primer detalle).

Mientras repite varias veces su marca —el viejo del quiosco, caramba, parece un poco sordo— y mientras espera, además, que le entreguen el vuelto —el viejo del quiosco no termina nunca de contar las monedas— el colectivo se ha mandado mudar, y a Ricardo Estévez no le queda más remedio que suspirar y esperar el otro (segundo detalle).

Son las doce en punto del mediodía. Un viento tibio balancea blandamente los árboles. La calle entera vibra de luz, bajo un cielo azul, purísimo, sin una nube. Aspira fuertemente el aire: es un aire vivo, denso, cargado de ese olor animal que llega de los corrales cercanos y que lo envuelve como un enorme aliento.

Se ubica frente al cordón, enciende un cigarrillo y, entrecerrando los ojos para protegerse del sol, se pone a mirar distraídamente la calle, la esquina. Nada de particular: hay tres muchachos en la puerta del café, hay un hombre con traje marrón, y hay una chica con guardapolvo blanco. Están: el cielo, los árboles, dos mujeres que hablan entre sí, un auto que pasa lentamente junto al cordón, un grupo de peones del matadero, allí enfrente, un vigilante que compra el diario en el quiosco.

¿Nada de particular? Y no, verdaderamente, nada de particular: el vigilante le grita chau al viejo del quiosco, trota hacia el otro lado de la calle agarrándose la cartuchera, trepa a un ómnibus y se va; algunos de los peones cruzan y vienen hacia el café; el hombre de marrón, que está parado a un metro de la chica de blanco, le habla casi sin mover los labios, y la chica —nueve o diez años a lo sumo— le contesta si mirarlo, con la mirada fija, en cambio, hacia el extremo de la calle; los muchachos bromean en voz alta; el viejo del quiosco cabecea de sueño; el auto vuelve a pasar lentamente muy cerca del cordón. Ve que es el mismo auto.

Ricardo Estévez empieza a barruntar algo, algún detalle, tal vez un poco... un poco extraño, pero quiere, a toda costa quiere convencerse de que no, de que no ocurre nada de particular, de que a lo mejor su imaginación, o el sol, o el dolor de cabeza, le están haciendo ver..., bueno, ver cosas que realmente... Pero, ¡cómo podría ser de otro modo! ¿Acaso no están ahí los muchachos, apoyados en la vidriera, riéndose fuerte, bromeando? ¿No están ahí las mujeres hablando como siempre? Y los peones del matadero, ¿no han pasado casi junto al hombre de marrón antes de meterse en el café? ¿Será posible entonces que sólo él pueda ver, no, ¡qué ver!, adivinar, intuir oscuramente eso que —algún recóndito sentido se emperra en decírselo— está sucediendo en la esquina? Y será posible que nadie, ni los muchachos, ni los peones, ni las mujeres, ni el viejo del quiosco, nadie sino él, alcance a percibir nada, lo que se dice nada?

Ricardo Estévez, inquieto, tembloroso, ha dejado escapar el segundo colectivo. Recostado contra la pared, simulando esperar no sabe bien qué cosa, se pone a observar al hombre de marrón: es un tipo de aspecto realmente siniestro, ¿cómo no se dio cuenta antes?, puede distinguir su frente estrecha y abultada sobre los ojos, y los ojos pequeños, turbios, con algo así como unas lagañas en el ángulo interior, la piel oscura y la pelambre abundante, la nariz y la boca como de macho cabrío, y las manos anchas, fuertes, velludas. Se lo siente poderoso bajo su traje marrón, con algo de animal en su mirada y en su porte...

Bueno, sí, está bien, todo lo siniestro que se quiera, pero, de todos modos, ¿no estará viendo un poco de más? ¿No estará exagerando las cosas porque sí? El hombre se paró allí, cerca de la chica, eso es cierto, pero ¿no habrá sido por pura casualidad? ¿Y le estaría hablando a fin de cuentas, o simplemente le habrá parecido?, ¿se lo habrá imaginado a fuerza de, qué se yo, de temer, de desconfiar? ¿Y lo del auto? Lo del auto, ¿no pudo haber sido una coincidencia y nada más? ¿Es tan extraordinario, después de todo, que un auto pase dos veces por el mismo sitio? No hay que tomar las cosas...

Pero no, no; le habla, evidentemente ve que le habla, sí, y de una manera particular, insinuante. No es la forma común, hay que admitirlo, de dirigirse a una chica, a una criatura casi. Hay algo de ambiguo, algo de repugnante en la actitud del tipo, y de esto puede darse cuenta cualquiera.

Además... además el auto ha vuelto a pasar, muy despacio junto al cordón, y no es coincidencia, no es coincidencia entonces. Ricardo Estévez ha visto, o ha creído ver, una seña casi imperceptible del hombre de marrón al hombre que maneja el auto. Y ve también cómo el auto, por tercera vez, sigue su camino, lentamente, pero sin detenerse.

Tiene entonces como un relámpago de repentina lucidez y recuerda cosas, cosas oídas quién sabe cuándo, viejas historias turbias, aterradoras, difíciles de creer, alguna noticia perdida en algún diario, algún terror lejano de su niñez; y percibe de pronto y con absoluta claridad dos hechos: primero, la presencia, la viviente y palpable presencia de un mundo oscuro, inconfesado, terrible, casi se atreve a llamarlo demoníaco, sin cabida hasta hoy en su mundo (gris sí, mísero sí, pero claro, entendible, Dios mío, terrestre, hecho a su medida de hombre). Mundo subterráneo que irrumpe violentamente en su propio mundo como vomitado desde las tinieblas. Y segundo: que él, Ricardo Estévez, evidentemente, y también un poco sorprendentemente, el único que lo ha percibido y lo ha reconocido a ese mundo, es quien debe intervenir, hacer algo.

Siente entonces un extraño hormigueo en las rodillas y en las manos. El corazón le golpea con fuerza. Súbita y milagrosamente se ha curado de su dolor de cabeza y de su malestar al hígado. Todo su cuerpo (¿pero no era decrépito?, ¿no era miserable?) está como en tensión, excitado, dispuesto no sabe bien todavía a qué. ¿Miedo?, sí, tal vez un poco de miedo, no lo niega, pero eso no cuenta mucho ahora, porque ha visto al hombre de marrón que se ha acercado un poco más a la chica; le habla y, de tanto en tanto, mira en la dirección por donde se acercará el auto. Todo de manera sutil, simulada, casi sin gestos; hasta el punto que ninguno de los que están allí alcanzan a darse cuenta de nada. Ricardo Estévez los mira y los vuelve a mirar como esperando un milagro, como esperando que, de un momento a otro, se rompa ese misterioso encantamiento que les impide ver eso que él, que sólo él, con una agitación que va en aumento, está viendo.

Pero ve que el viejo del quiosco se ha dormido, y que los muchachos en la vidriera del café siguen charlando, fumando, mirando desaprensivamente hacia la calle. Tal vez podría acercarse a ellos, hablarles, explicarles, y entonces todo sería más fácil, más lógico. Casi está por hacerlo cuando se detiene de golpe. Y... si éstos también fueran... —alcanza a pensar mientras los mira aterrorizado, y oye a sus espaldas el ronroneo apagado de un motor.

Se da vuelta y sí, es el auto que vuelve. Por eso el hombre de marrón se ha acercado a la chica casi hasta rozarla con el hombro. ¿Y ella? ¿Pero será posible, esta tonta, que no atine a nada, que no grite, que no se defienda? Se queda allí en cambio, como aturdida, como hipnotizada. Es... es algo raro, tortuoso, algo que a Ricardo Estévez le provoca una sensación de asco y de espanto al mismo tiempo. Una serpiente... —piensa— así deben hacer las serpientes para hipnotizar a los pájaros. Imagina los movimientos lentos, sinuosos, la malla invisible que los va aprisionando hasta dejarlos totalmente inmóviles, sin defensa.

Ve el auto que viene marchando lentamente junto al cordón. Tiene la portezuela de adelante abierta. Ve cómo, el hombre de marrón, con un solo y firme movimiento, medido y enérgico, la acerca, la arroja casi contra la portezuela.

No se puede explicar cómo, pero Ricardo Estévez se encuentra junto al hombre de marrón, agarrándolo de un brazo, gritando, intentando malamente golpearlo.

La chica se separa bruscamente del auto, y huye corriendo en dirección a Echandía.

Recién entonces siente el brazo del hombre de marrón entre sus manos: un brazo ancho, firme, nervudo. Ve su mirada animal fulminándolo con rabia, y casi espera, ésa es la verdad, casi espera, mientras intenta unos golpes torpes, ineficaces, que el otro se le abalance para castigarlo ferozmente, para estrangularlo, para matarlo.

Pero en cambio no, con sorpresa ve que el otro no responde a sus golpes, que lo mira durante una fracción de segundo, y mira al auto con impaciencia, y tiene un momento de vacilación, hasta que, con un empujón violento, lo desprende fácilmente de sí, lo lanza como a un muñeco. Ricardo Estévez siente chocar con fuerza su espalda y su nuca contra el tronco de un árbol. Dolorido y mareado todavía alcanza a ver cómo el hombre de marrón se dirige rápidamente hacia el auto; ve cómo apoya un pie en el estribo, y se agacha, y se toma de la portezuela como para subir.

Pero bruscamente se vuelve y se le acerca. Trae —recién cuando lo tiene encima puede verlo— un pequeño cuchillo en la mano.

Ricardo Estévez siente el dolor del puntazo en el vientre, sólo unos segundos antes de ver cómo el auto se aleja, no a mucha velocidad, por Avenida del Trabajo.

Todo fue increíblemente rápido. Tanto que nadie, ni los muchachos que estaban allí, a pocos metros, se han dado cuenta de nada.

Recién cuando se desliza hacia el suelo, apoyado contra el árbol, apretándose el vientre con las manos, algunos, con curiosidad, se le acercan. Apenas con tiempo para oír cuando, pálido, muy pálido, pero sonriendo, antes de desmayarse alcanza a murmurar:

—¿Has visto, pibe?

  • Humberto Costantini
    Costantini, Humberto

    Humberto Costantini (Buenos Aires, 1924-Buenos Aires, 1987) fue poeta, narrador y dramaturgo. Costantini ejerció a lo largo de su vida, junto a su casi secreta labor de investigador científico, los más diversos oficios: veterinario en pueblos de campaña, oficinista, corredor de comercio, ceramista, etc. Estas actividades le ayudaron a profundizar en el conocimiento y los matices que forman las capas medias de nuestra sociedad, con cuyos caracteres y lenguajes enriqueció su prosa.


    Heredero del grupo de Boedo y de la preocupación social que lo definiera, Costantini participa y milita en las revistas literarias de izquierda de la década del 50 en las que se manifiesta de manera polémica contra el populismo y el pintoresquismo naturalista. Es por entonces cuando publica sus primeros cuentos, de temática realista y estilo expresionista. A lo largo de su obra, Costantini construye una personalidad literaria definida, la cual se vale de distintos elementos, como ser  los símbolos y las alegorías, los monólogos interiores de sus personajes, la literatura fantástica, el realismo mágico, el costumbrismo y hasta la mitología clásica, para abordar la que fuera, en definitiva, su principal obsesión: la alienación del hombre en una sociedad hostil.

    Una de las características de su estilo es la de llevar a sus personajes a situaciones límite, exasperando la realidad en grotesco.

    Costantini fue una influencia notable entre los jóvenes escritores de la década del 60.


    Entre sus obras encontramos: De por aquí nomás (1958); Un señor alto, rubio, de bigotes (1963); Tres monólogos (1964); Cuestiones con la vida (1966); Una vieja historia de caminantes (1966) y De dioses, hombrecitos y policías son algunas de sus obras más recordadas.

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