Menu

Año 7 #79 Mayo 2021

Puta, polaca y judía

Las naranjas y las medias negras no son en “Puta, polaca y judía” solo naranjas y medias negras. Son un símbolo y una continuidad. La mujer polaca y el cliente que levanta infinitos fardos son una continuidad. Raquelita y Roxi y Lucía son una continuidad. Pero también una ruptura (primero Roxi, luego su madre). Porque finalmente, los argentinos somos derechos y humanos. Pero no solo derechos y humanos.

Puta, polaca y judía

 

1

Después

—Comé, Roxi.

La naranja es grande y fresca, y rueda bien por el piso de cemento, cruza rápida el pasillo que alumbra un portalámparas, allá, al fondo. Brilla la naranja que rueda desde la cucha de Coco a la de Roxi.

El frío cala los huesos hace días. La semana pasada, Beto escuchó que un cadete le decía a su compañero, hacían la ronda, la hacían como si hicieran guardia, querían parecerse a los oficiales, los pibes, tendrían dieciséis años, qué bueno, che, dijo el cadete, el fin de semana nevó y todo, está bien, dijo el otro, no fue para tanto, pero un poco de aguanieve cayó, dijo el primero, y algunos salieron a la calle a celebrar. Quedó un clima helado que acá, adentro, es peor. Son los muros, gruesos, viejos, herméticos, de la escuela, pensó Roxi mientras Beto, desde su cucha, contaba el diálogo entre los dos cadetes.

—Gracias Coco, de veras, gracias.

Roxi se lleva la naranja a la boca y la muerde con apuro, ávida, come los gajos, después el hollejo y al fin se come, también, la cáscara. No deja ni las semillas. Coco suspira y mira al techo. Lejos, a la izquierda, el guardiamarina se aleja, termina de entregar el sánguche naval, uno para cada detenido.

—¿Qué es eso? —dijo Roxi la primera vez que le trajeron el sándwich, cuánto hará de eso ya—, ¿qué es esa carne?

—Carne, nena, es carne —dijo el guardiamarina.

—¿Carne? ¿Qué carne es? —quería saber Roxi en su cucha, el tobillo izquierdo, suave, preciso, descarnado, engrillado. Dudaba, tenía miedo, no sabía lo que comía, no lo podía ni mirar, desviaba la vista cuando llegaba el sánguche naval. ¿Por qué no le podían decir lo que comía?

—Del asadito de anoche. ¿Vas a comer, putita?

—No, gracias, señor. No me gusta la carne. Me hace mal.

Debajo de la capucha, debajo del párpado cerrado por las trompadas y por la sombra de la capucha, si el guardia hubiera mirado, hubiera encontrado una lágrima solitaria, desarrapada, que caía por la mejilla de Roxi, que se negaba a comer carne sin nombre. Demasiado tenebroso todo, cualquier carne podía estar dentro de ese sánguche naval.

—Jodete, forra. Tampoco hay fruta entonces.

La naranja es chica, jugosa, dulce, poca y mucha, y penosa, y feliz, rica como una torta de cumpleaños, se deja comer sin reclamos. La naranja es una naranja, ¿qué carne es la carne del sánguche naval del asadito?

Cuchichean.

—¿Te quedás con hambre, nena? Te mando la mía —esa es Laurita, tan delgada como Roxi, no tan linda, mayor que ella, que le hace rodar su naranja, un poco más grande que la de Coco.

—Gracias —dice Roxi, y lagrimea. Ahora es ella la que suspira, mientras se alegra despacito, y así, llorando, se come la naranja que le dio Laurita—. Gracias, está rica, sí —y mientras agradece llega otra naranja, esta es de Beto, ya son tres naranjas, buena cena, o almuerzo, o desayuno—. Gracias Beto —agradece, y parece que canta, entonces, Roxi.

Y Beto:

—Comé, linda, no te dejes caer. No les des el gusto.

—Sí, pero no puedo. ¿Estamos solos?

—Sí, el sumbo ya subió la escalera

—¿Qué carne es esa? —gime Roxi.

—No sé, no importa lo que es. No hay que pensar, tenés que comer.

—No puedo, entendés. Anoche se llevaron a Mercedes y no vino más, ¿qué hicieron con Mercedes? No se puede comer cualquier cosa, qué es eso que nos dan, yo no puedo, no, no puedo, no puedo, gracias, Beto —dice Roxi con la boca llena de cáscara de naranja, mientras llora debajo de la capucha y el ojo trompeado llora y, además, duele.

Entonces, mientras dice que no puede y mastica la cáscara y, un poquito, se le pone ácida la lengua porque la cáscara tiene sabor fuerte y arde y dentro de un rato también le van a arder las comisuras de los labios, pero no le importa, le llega, rodando, grande como un pomelo, otra naranja. Esta, pero eso no lo ve Roxi, es más anaranjada que ninguna naranja del mundo y, lo va a probar enseguida, más deliciosa, dulce y buena y santa. Y nada ácida.

—¿De quién es esta naranja? —pregunta Roxi con el carrillo hinchado. Se alivia con el azúcar que entra en su cuerpo y algo mejora, su tobillo deja de doler.

Nadie contesta. Roxi espera, espera, deja de esperar y agarra la naranja, se la come.

Es deliciosa, dulce, buena, santa. Y nada ácida.

Se duerme, Roxi, sueña con la Bobe.

Y con el viento patagónico.

 

2

Antes

—Habitación 17, con Raquelita. Chica nueva. No mire cara —ha dicho la regente. Un retrato de Evita cuelga en la pared, detrás de la madama.

El cliente se resigna, qué va a hacer, no siempre te tocan las más lindas.

Avanza por el pasillo mal iluminado por un solo portalámparas y, mientras avanza, apoya su mano derecha en la pared y escucha: le gusta el ruido de las habitaciones. Cómo laburan las chicas, carajo, no descansan, igual que él. Lástima llegar tarde, le quedó la última polaca, debe ser un escracho la Raquelita esa, pero al menos hoy moja. Es un sábado horrible, nieva y sopla un viento que te vuela la boina, el hombre viene de trabajar todo el día, como un buey trabajó. Yo estoy para levantar fardos, ha pensado durante este larguísimo día de frío y viento, y se sintió muy mal. Llega harto y agotado, después de avanzar cargando los fardos contra el viento, doblado, tosiendo, y teniendo que regresar por más, empujado por la turbulencia. Viento malo, hiriente, de arena, polvo, pedregullo, ramas secas, los chicotazos le dejaron la cara marcada pero siguió metiéndole, envuelto en la chalina, respirando como podía, fue y vino hasta la noche, volvía, iba, atrás, adelante, los fardos nunca se acababan. Y cuando al fin dejó el último, ya lo tenía decidido: se emponchó bien, se subió al camioncito y se vino derecho al boliche de la Berta, en Los Huemules, del otro lado de Garré. Cosa rara estos moishes, pensó mientras el camioncito se sacudía por las rachas de viento, traer polacas tan al sur, debe ser que las mandan castigadas desde la capital, pensó, o eso le dijeron, por rebelarse, parecía, qué mezcolanza esa, putas y judías, y a él qué le importa, se encogió de hombros, al final, que se jodan, por tercas, acá laburan como burras. Igual que él, al fin de cuentas. En el camino se echó al garguero un porrón chico de ginebra, del gollete, sin respirar, para combatir el frío.

Llega a la puerta: hay un 17 escrito con tiza sobre la madera, está algo borroso. Se detiene, se marea, siente un poco de náuseas en el fondo de la garganta. Mucha ginebra, piensa, y con el estómago vacío. Bueno, mejor, así no me fijo en la cara.

Golpea dos veces.

Una voz con acento, neutra, invita:

—Pase por favor. Gracias.

Abre la puerta. La habitación no es una habitación. Es, más bien, media habitación, quizás menos, tal vez un pasillo más ancho que el pasillo por donde vino. El cliente ve: una palangana con agua sucia, flotan burbujas grises, un brasero, una escupidera cachada, un camastro arreglado a las apuradas y Raquelita, sentada en el edredón de plumas que cuelga por el costado del camastro, sin terminar de caer al suelo, vestida con una enagua que algún día, en la distante Polonia, fue blanca, con voladitos gastados, húmeda, arrugada, sudada a pesar del frío. Come una naranja y usa medias negras, ajustadas, hasta los muslos. Las medias negras llaman a la avidez del cliente, que mira a la polaca que muerde el hollejo, se come hasta la cáscara y todo desaparece dentro de esa boca que no deja de chupar y masticar. Le gusta eso, al cliente, la boca golosa. Hay, ve, otra naranja, redonda, grande como un pomelo, brillante, que se recorta entre la media negra y el edredón y que parece que espera turno junto a la pierna lechosa de la mujer.

—¿Está rica, che, polaca?

Raquelita lo mira con el carrillo hinchado y, lenta, asiente. No es tan fea, un poco narigona, como todos los moishes, piensa, tiene algunos granos, nada serio, después de todo, y se le notan los moretones, pero a él no le importa, mientras esté sana y tenga la cajeta limpia alcanza. Y, además, esa boca ya lo entusiasmó.

—Se ponga cómodo, señor. Gracias

—Sí, claro.

Se sienta, todavía mareado, se saca la boina, la tricota, la camiseta de frisa se la deja puesta, por más braserito que haya, el frío está bravo, se saca las botas y la bombacha y así queda, casi, casi, como Dios lo trajo al mundo. Ella no lo ha mirado, ocupada en su merienda. En este momento acaba de agarrar la naranja que esperaba turno junto a su pierna enfundada de negro, la pasa de una mano a la otra, la está estudiando. Ella no mira al cliente, pero el cliente la mira a ella. Una ráfaga aúlla de golpe, el ventarrón hace temblar el vidrio de la ventana.

—Se acueste, señor. Gracias —dice la polaca, y espera a que el cliente se prepare. Entonces, antes de recostarse a su lado, apoya la redonda y grande y brillante naranja en el suelo y la hace rodar debajo de la cama. Rápida, la naranja desaparece detrás del edredón de plumas que no termina de caer al suelo.

El cliente la mira y pregunta:

—¿Qué hacés, polaca?

—Guardo señor. Comida para los hijos, cuando vengan. Costumbre de mi pueblo.

 

3

Siempre

Lucía gira cada jueves de su vida y, el resto de sus días, busca, toca puertas, pregunta por su hija a jueces que se encogen de hombros, a generales que dudan de la historia, a policías que toman datos en viejas olivettis, a políticos que por el momento prefieren no hablar, y hoy, ella, tan judía como su madre y como su hija que no ha vuelto a casa, se sienta frente a un obispo. En su cartera lleva una foto de Roxi.

—Mi hija se llama Roxana, Padre, no sé nada de ella.

El obispo mira una carpetita. Lucía quiere ver lo que lee pero el hombre no se lo va a permitir. Estira el cuello y el obispo alza sus ojos por encima de sus lentes. Le parece que el hombre no parpadea.

—Señora, quizás debería acudir a alguien de su religión, ¿no le parece? ¿Qué puedo hacer yo por su hija si ni siquiera la conozco a usted? Quién sabe en qué andará esa muchacha, tan bonita, por lo que veo.

—¿En qué va a andar, Padre? Es mi nena. Es chica, señor, tiene dieciséis años, todavía duerme con su muñeca —dice, rápido, Lucía, y saca una muñeca vieja del bolso que tiene en su falda, se la quiere mostrar al obispo que ni se fija porque, en cambio, se ha quedado mirando algo en la carpeta. Lee, se concentra, vuelca un poco la cabeza, alza las cejas, sonríe. Lucía lo ve sonreír y se envara. ¿Parpadea el obispo? Pasan un momento en silencio, siguen más sonrisas, las cejas se arquean, primero, después se fruncen. El silencio se acumula, se expande, es una nube lenta que va recubriendo el estudio del obispo. Callan las sillas, el velador calla, el cartapacio nunca habló, la ventana y una paloma que se ha posado en el alféizar callan, los lentes del hombre persisten en callar, adheridos al cartapacio que solo secretea con su lector y, detrás, esos ojos que no parpadean, y no es más que otra manera de guardar silencio.

Al fin, el obispo dice con tono de pregunta:

—De la Patagonia, según veo.

—Sí, Padre —contesta Lucía, incómoda porque llama Padre a un sacerdote de otra religión—, de Los Huemules.

—Los Huemules, y dónde queda eso.

—Santa Cruz. Un pueblo muy chico, cerca de Garré —Lucía se encoge de hombros—, nadie lo conoce.

Vuelve el silencio, pero nunca se había ido, y vuelven las cejas, que están, ahí, siempre alzadas.

—Vamos a ver, señora, acá tengo una, digamos así, historia de su familia. Corríjame, por favor, si me equivoco. ¿Podría decirme cuál es el nombre de su padre?

Más silencio. Ahora es una marea de silencio de un lado del escritorio, silencio del otro. La muñeca quedó sentada en la falda de Lucía, los brazos abiertos, las manos abiertas, los ojos abiertos, sonríe. Y calla.

—No conozco a mi padre —dice, al fin, Lucía, y baja la vista. Un momento, la baja y, enseguida, la vuelve a alzar y, entonces, esto es lo que ve: el obispo la está mirando, sus ojos son azules y permanecen abiertos, la expresión es inmutable. No parece decir nada esa expresión.

—Entiendo.

—Mi madre era soltera —confirma Lucía, que ya no deja de exasperarse queriendo que el obispo parpadee. Una sola vez, aunque sea. Le duelen los ojos solo de ver a ese hombre que no se altera. Y será por eso que, va a pensar cuando salga con las manos vacías, igual que la muñeca que ahora está en su falda y que al salir del obispado estará otra vez, dentro de su bolso, no se extraña, con la siguiente pregunta.

Y esta es la pregunta que le hace el hombre:

—Dígame señora, quisiera verificar un dato que aparece aquí. ¿Podría decirme a qué se dedicaba su madre?

 

4

Luego

Lucía ha salido, cruza la avenida y se sienta en un banco de la plaza. Hay sol, es un hermoso día de invierno, hace frío pero ahí, sentada en el banco, con su tapado y sus medias negras que le regaló la madre hace tanto y que nunca deja de zurcir porque son abrigadas y ahí estuvieron sus piernas antes, el frío no hace mella. Qué joder, es pleno invierno. En el sur se cagaban de frío pero seguían adelante, ella y su madre.

Abre el bolso, saca esa naranja que le está dando vueltas en la cabeza hace un rato, tiene hambre. La entrevista fue inútil, pero ya lo sabía. Saca un cuchillo, corta la naranja, se lleva un primer gajo a la boca y mientras saborea el jugo, saborea también la respuesta que le dio al obispo. Porque la tenía preparada, porque sabía que iba a venir, porque pedirle ayuda era, apenas, no cerrar una puerta antes de que se la cierre el otro. Mastica, traga y, con la boca llena, vuelve a pensar en el hombre que, al final, parpadeó. Sonríe Lucía con su pequeña victoria.

Porque esto es lo que le dijo:

—Mi mamá era puta, señor, puta, polaca y judía.

 

  • Gustavo Abrevaya
    Abrevaya, Gustavo

    Gustavo Abrevaya es médico psiquiatra y escritor. Publicaciones: El criadero, editada tres veces en España y una en Cuba; El Enviado, coautoría con Leonardo Killian; y Los infernautas”, editado en Argentina y en España. Es además, autor de cuentos en diversas compilaciones.