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Año 7 #73 Noviembre 2020

La suegra del diablo

Son pocas las mujeres latinoamericanas que aparece en los billetes. Una es Carmen Lyra emblema de educación, literatura y activismo en su natal Costa Rica. María Isabel Carvajal se educó como profesora normalista, luego de que no pudiera consagrarse como monja por ser una hija ilegítima.

Se consagró como escritora con la publicación de Cuentos de mi tía Panchita, un libro para niños publicado en 1920, que incluye veintitrés cuentos basados en la tradición oral latinoamericana europa, pero con un claro acento costarricense.


La suegra del diablo


Había una vez una viuda de buen pasar, que tenía una hija. La muchacha era hermosa y la madre quería casarla con un hombre bien rico. Se presentaron algunos pretendientes, todos hombres honrados, trabajadores y acomodados, pero la viuda los despedía con su música a otra parte porque no eran riquísimos.

Una tarde se asomó la muchacha a la ventana, bien compuesta y de pelo suelto. (Por cierto que el pelo le llegaba a las corvas y lo tenía muy arrepentido.) No hacía mucho rato que estaba allí, cuando pasó un señor a caballo. Era un hombre muy galán, muy bien vestido, con un sombrero de pita finísimo, moreno, de ojos negros y unos grandes bigotes con las puntas para arriba. El caballo era un hermoso animal con los cascos de plata y los arneses de oro y plata. Saludó con una gran reverencia a la niña, y le echó un perico. La niña advirtió que el caballero tenía todos los dientes de oro. El caballo al pasar se volvió una pura pirueta. Desde la esquina, el jinete volvió a saludar a la muchacha, que se metió corriendo a contar a su madre lo ocurrido.

A la tarde siguiente, madre e hija bien alicoreadas, se situaron en la ventana. Volvió a pasar el caballero en otro caballo negro, más negro que un pecado mortal, con los cascos de oro, frenos de oro, riendas de seda y oro y la montura sembrada de clavitos de oro. La viuda advirtió que en la pechera, en la cadena del reloj y en el dedito chiquito de la mano izquierda, le chispeaban brillantes. Se convenció de que era cierto que tenía toda la dentadura de oro. Las dos mujeres se volvieron una miel para contestar el saludo del caballero.

Al día siguiente, desde buena tarde, estaban a la ventana, vestidas con las ropas de coger misa, volando ojo para la esquina. Al cabo de un rato, apareció el desconocido en un caballo que tenía la piel tan negra como si la hubieran cortado en una noche de octubre; las herraduras eran de oro y los arneses de oro, sembrados de rubíes, brillantes y esmeraldas.

Las dos se quedaron en el otro mundo cuando lo vieron detenerse ante ellas y desmontar.

Las saludó con grandes ceremonias. Lo mandaron pasar adelante, y la vieja que era muy saca la jícara cuando le convenía, llamó al concertado para que cuidara del caballo.

El desconocido dijo que se llamaba don Fulano de Tal, presentó recomendaciones de grandes personas, habló de sus riquezas, las invitó a visitar sus fincas y por último, pidió a la niña por esposa. No había terminado de hacer la propuesta, cuando ya estaba la madre contestándole que con mucho gusto y llamándolo hijo mío.

Desde ese día las dos mujeres se volvieron turumba; cada día visitaban una finca del caballero, cada noche bailes y cenas; no volvieron a caminar a pie, solo en coche, y regalos van y regalos vienen.

Por fin llegó el día de la boda. El caballero no quiso que fuera en la iglesia sino en la casa y nadie se fijó en que al entrar el padre el novio tuvo intenciones de salir corriendo.

Los recién casados se fueron a vivir a otra ciudad en donde el marido tenía sus negocios.

Desde el primer día que estuvieron solos, el marido dijo a la esposa a la hora del almuerzo que él sabía hacer pruebas que dejaban a todo el mundo con la boca abierta y que las iba a repetir para entretenerla; y diciendo y haciendo se puso a caminar por las paredes y cielos con la facilidad de una mosca; se hacía del tamaño de una hormiga, se metía dentro de las botellas vacías y desde allí hacía morisquetas a su mujer; luego salía y su cuerpo se estiraba para alcanzar el techo. Y esto se repetía todos los días al almuerzo y a la comida. En una ocasión vino la viuda a ver a su hija y esta le contó las gracias de su marido. Cuando se sentaron a la mesa, la suegra pidió a su yerno que hiciera las pruebas de que le había hablado su hija. Este no se hizo de rogar y comenzó a pasearse por el cielo y paredes y a repetir cuantas curiosidades sabía hacer. La vieja se quedó con el credo en la boca y desde aquel momento no las tuvo todas consigo.

A los pocos días volvió a hacer otra visita a sus hijos, trajo consigo una botijuela de hierro, con una tapadera que pesaba una barbaridad. A la hora del almuerzo rogó a su yerno que las divirtiera con sus maromas. Después que este se dio gusto con sus paseos boca abajo por el techo, le preguntó la tobijuela y le dijo.

—¿Apostemos a que aquí no entra Ud?

El otro de un brinco se tiró de arriba y se metió en la botijuela como Pedro por su casa.

La suegra hizo señas a unos hombres que tenía listos con la tapadera, tras una cortina, y estos se precipitaron y taparon la botijuela. El yerno se puso a dar gritos desaforados y a hacer esfuerzos por salir. La esposa quiso intervenir para que le abrieran, pero la madre le dijo:

—¿Pues no ves que es el mismo Pisuicas? Desde la otra vez que estuve, eché de ver que tu marido no era como todos los cristianos. Le consulté a un sacerdote, quien me acabó de convencer de que mi yerno no era sino el Malo. Dale infinitas gracias a Nuestro Señor de que a mí se me ocurriera este medio de salir de él.

Luego se fue en persona para la montaña, seguida de los hombres que cargaban la botijuela. Se hizo un hoyo profundo y allí dejó enterrada la botijuela con su yerno dentro. Este se quedó bramando de rabia y diciendo pestes contra su suegra.

En efecto, aquel era el Diablo y desde el día en que la vieja lo enterró, nadie volvió a cometer un pecado mortal, solo pecados veniales, aconsejados por los diablillos chiquillos. Y toda la gente parecía muy buena, pero solo Dios sabía cómo andaba el frijol.

Pasaron los años y pasaron los años en aquella bienaventuranza, y el pobre Pisuicas enterrado, inventando a cada minuto una mala palabra contra su suegra. Un día pasó por aquel lugar un pobre leñador que tenía por único bien una marimba de chiquillos, y tan arrancado que no tenía segundos calzones que ponerse. Le pareció oír bajo sus pies algo así como retumbos; se detuvo y puso el oído. Una voz que salía de muy adentro decía:

—¡Quien quiera que seas, sácame de aquí…!

El hombre se puso a cavar en el sitio de donde salía la voz. Al cabo de unas cuantas horas de trabajar, dio con la botijuela. De ella salía la voz que ahora decía:

—Hombre, sácame de aquí y te tiene cuenta.

Él preguntó:

—¿Qué persona, por más pequeña que sea, puede caber dentro de esta botijuela?

El que estaba en ella contestó:

—Sácame y verás. Soy alguien que puede hacerte inmensamente rico.

Esto era encontrarse con la Tentación y el pobre al oír lo de las riquezas, hizo un esfuerzo tan grande que levantó solo la tapadera. Cierto es que por dentro el Diablo empujaba a su vez con todas sus fuerzas. La tapadera saltó, con tal ímpetu, que desapareció en los aires; el Demonio salió envuelto en llamas y la montaña se llenó de un humo hediondo a azufre. El pobre leñador cayó al suelo más muerto que vivo. Cuando fue volviendo en sí, se le acercó el Diablo y le contó la historia de su entierro.

—Para pagarte tu favor —le dijo— nos vamos a ir a la ciudad. Yo me voy a ir metiendo en diferentes personas, de las más ricas y sonadas, para que se pongan locas. Vos aparecerás en la ciudad como médico y ofrecerás curarlas. No tenés más que acercarte al oído del enfermo y decirme: “Yo soy el que te sacó de la botijuela”, y al punto saldré del cuerpo. Eso sí, cuando te acerqués y yo te diga que no, es mejor que no insistás porque será inútil. Ya te lo advierto.

Y así fue. Partieron para la ciudad, el leñador se hizo anunciar como médico y a los pocos días cátate que un gran conde se puso más loco que la misma locura. Lo vieron los más famosos médicos del reino, y nada. De pronto se puso que un médico recién llegado ofrecía devolverle la salud. Llegó donde el enfermo y para disimular, se puso a darle cada hora una cucharada de lo que traía en una botella y que no era otra cosa que agua del tubo con anilina. A las tres cucharadas se acercó al oído del conde y dijo:

—Soy el que te sacó de la botijuela.

Inmediatamente salió el Diablo y el conde quedó como si tal enfermedad no hubiera tenido. Toda la familia estaba agradecidísima, no hallaban dónde poner al médico y lo dejaron bien pistudo.

Siguieron presentándose casos de locura de diferentes aspectos y casi todos eran en el duque don Fulano de Tal, en la duquesa doña Mengana, en el marqués don Perencejo. Y todos fueron curados por el médico, que ya no tenía donde guardar el oro que ganaba. Por fin se puso mala la reina y ¡el señor me dé paciencia! Aquello sí que fue el juicio. La reina no tenía sosiego un minuto y ya el rey iba a coger el cielo con las manos y últimamente tuvieron que amarrarla porque ya no se aguantaba. Aconsejaron al rey que llamara al famoso médico y cuando llegó, le ofreció hacerlo su médico de cabecera y darle muchas riquezas si sanaba a su esposa. El otro, por rajón, le contestó que ya podía hacerse de cuentas de que la reina estaba curada y que si no sucedía así, le cortara la cabeza.

Se acercó con su botella de agua y le dio las tres cucharadas. A la tercera le dijo al oído de la enferma:

—Soy yo, el que te sacó de la botijuela.

El diablo respondió:

—¡No!

Al oír esto, el hombre se achucuyó. ¿Y ahora qué iba a hacer? Se acercó otra vez al oído de la enferma a suplicarle:

—¡Salí por lo que más querrás! ¡Mirá que si no acaban conmigo! Por vida tuyita…

Pero de nada le servían las súplicas: el otro seguía emperrado en que no y en que no.

Estaba, por lo que se veía, muy a gusto entre los sesos de la reina.

Pidió al rey tres días de término y entre tanto, no hizo otra cosa que suplicar al Diablo que saliera, dar cucharadas de agua con anilina a la pobre reina y sobarse las manos. Cuando estaba para terminarse el plazo, se le ocurrió una idea: pidió al rey que hiciera traer la banda, que comprara triquitraques y cohetes, que a cada persona del palacio le diera una lata o algún trasto de cobre y la armara de un palo y que a una señal suya, la banda rompiera con una tocata bien parrandera, todos gritaran y golpearan en sus latas y se diera fuego a la pólvora.

Y así se hizo. En este momento se acercó el leñador al oído de la reina y suplicó al Diablo:

—¡Salí por vida tuyita…!

En vez de contestar, el Diablo preguntó:

—Hombre, ¿qué es ese alboroto?

El otro respondió:

—Aguardate, voy a ver qué es.

Inmediatamente volvió y dijo:

—¡Que Dios te ayude! Es tu suegra que ha averiguado que estás aquí y ha venido con la botijuela para meterte en ella de nuevo.

—¿Quién le iría con la cavilosada a la vieja de mi suegra? —dijo el Diablo.

¿Y patas para qué las quiero? Salió corriendo y no paró sino en el infierno. La reina se puso buena y el leñador, que ya era don Fulano y muy rico, mandó por su mujer y su chapulinada y todos fueron a vivir a un palacio, regalo del rey. Desde entonces la pasaron muy a gusto.

  • Carmen Lyra
    Lyra, Carmen

    Carmen Lyra (San José, Costa Rica, 1887-Distrito Federal, México, 1949) es el seudónimo artístico de María Isabel Carvajal. Cursó estudios primarios en su ciudad natal, los secundarios en el Colegio Superior de Señoritas, donde obtuvo el título de Maestra Normal en 1904.
    Inició servicios en el Magisterio y durante el gobierno del Lic. Julio Acosta García, fue enviada a realizar estudios a Europa con el fin de ampliar sus conocimientos pedagógicos sobre las nuevas líneas de la educación primaria, en la Universidad de la Sorbona, visitó además Italia y estuvo en Inglaterra.

    Al regresar en 1921, se encargó de la Cátedra de Literatura Infantil en la Escuela Normal de Costa Rica, donde introduce nuevos autores y las más avanzadas metodologías. En 1926 fundó y dirigió la Escuela Maternal Montessoriana para la enseñanza preescolar de infantes de escasos recursos de la ciudad de San José, años más tarde fue expulsada de la institución.

    Sus primeros trabajos literarios aparecen en las revistas: Páginas Ilustradas, Pandemonium, Ariel, Athenea. Posteriormente dirigió las revistas: Renovación, San Salerín, una de las primeras revistas para niños de Costa Rica y El Maestro. Al entrar a formar parte del Partido Comunista colabora con el periódico Trabajo, además colaboró para los diarios: Diario de Costa Rica, La Hora y La Tribuna.

    En 1931 entró al Partido Comunista. Formó con Luisa González el Sindicato Único de Mujeres Trabajadoras y propone la creación de la Organización de Maestras Costarricenses. Al concluir la guerra civil de 1948 es expulsada del país el 23 de abril, se exilió en México, un año más tarde solicita su retorno, pero le es denegado, y 13 de mayo de 1949 murió (algunas biografías señalan como fecha de su fallecimiento el 14 de mayo) lejos de su país.

    La Asamblea Legislativa la designó como “Benemérita de la Cultura Nacional”, por decreto N.º 1679, del 28 de julio de 1976.

    Declarada Benemérita de la Patria el martes 26 de mayo de 2016, en reconocimiento a su aporte a la educación y su contribución a la literatura infantil.

     

    Obra:

    • La niña sol, teatro (obra perdida)
    • Había una vez, teatro (obra perdida)
    • Las fantasías de Juan Silvestre, relato, 1916
    • En una silla de ruedas, novela, 1917 (revisada en 1946)
    • Cuentos de mi tía Panchita, 1920; contiene 23 textos cortos:
    • ¿Qué habrá sido de ella?, relato, 1922 (publicado en 1959 con el título de Ramona, la mujer de la brasa)
    • El barrio Cothnejo-Fishy, seis relatos, 1923
    • Siluetas de la maternal, cuadros, 1929
    • Bananos y hombres, relato 1933
    • El grano de oro y el peón, ensayo, 1933
    • Obras completas, 1972
    • La cucarachita mandinga, 1976
    • Relatos escogidos, Editorial Costa Rica, San José, 1977
    • Los otros cuentos de Carmen Lyra, Editorial Costa Rica, San José, 1985
    • Narrativa de Carmen Lyra, antología de 18 relatos publicados en diarios y revistas entre 1911 y 1936; Editorial Costa Rica, San José, 2011
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