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Año 8 #93 Julio 2022

Tres relatos de Brecht

Agua mala

«Contra el veneno hay antídotos», dijo MacBride estirando filosóficamente las piernas y refiriéndose, al parecer, a algo muy concreto.

Yo había llegado esa mañana a la isla y al poco rato me tocó presenciar una ceremonia bastante triste: el entierro de un blanco al que un nativo, o, como dijeron luego, un mestizo, había enviado al más allá. Lo enterraron por la tarde, hacia el anochecer, y para mí fue una especie de golpe de suerte, ya que así pude encontrarme con un montón de gente a la vez y me ahorré mucho tiempo. En aquel momento estaba con MacBride, el comerciante de la colonia, y Keeny, el telegrafista, sentado en el mirador de MacBride, disfrutando de una de esas lujuriantes bebidas tropicales con pimentón y hielo y escuchando el susurro de las hojas de cocotero sobre nuestras cabezas. De vez en cuando ese agradable ruido era interrumpido por otro menos agradable, confuso, humano. Era gente que iba en busca del asesino para llevarlo a la horca.

Por lo demás, nos podíamos quedar allí sentados sin temor a perdernos el espectáculo. El reo pasaría delante de la casa cuando llegara el momento, y gracias a la amable invitación de MacBride, podríamos verlo con toda tranquilidad.

MacBride había asistido a la vista de la causa y aún lo tenía todo muy presente. Dijo que el asesino, un tal Lewis, era una persona asombrosamente tranquila y además juiciosa, un mestizo, aunque más blanco que moreno, en realidad casi del todo blanco, y juicioso solamente si se lo consideraba de color. Era evidente que MacBride no tenía las ideas muy claras con respecto a él.

Aquella mañana había habido otro entierro; no en el mismo lugar que el de Smith ni en tierra consagrada, y sin la asistencia de la comunidad. Era una mujer a la que habían sepultado a toda prisa, esforzándose por llamar lo menos posible la atención. Se llamaba Atua Lewis y era papúa. Lewis, el hombre al que iban a buscar para ahorcarlo, era su marido y asesino. La muerte había sorprendido simultáneamente a Atua Lewis y al gordo Smith en una situación embarazosa, pero el móvil del crimen no habían sido los celos.

MacBride se levantó, avanzó hasta la baranda del mirador y prestó oídos. No era exactamente un guirigay de muchas voces que se mezclaran e intensificaran, sino más bien una sola, primitiva y horrible voz de ventrílocuo que se diluía en sí misma: el pueblo. El comerciante escupió sobre uno de los resecos árboles del pan que servían de pilastras angulares en su villa, volvió hacia donde estábamos nosotros y dijo, haciendo una señal con la cabeza sobre el hombro:

—La voz de la justicia.

Estaba oscureciendo. Me pareció que su rostro había empalidecido cuando volvió a sentarse.

Luego empezó a contar.

Según MacBride, aquel Lewis había tenido una vez su oportunidad.

No se sabía, o ya se había olvidado, de dónde llegó a la isla. Probablemente de uno de esos puertos tropicales donde toda una humanidad es tolerada en cuanto supone material explotable, sacrificada en cuanto significa competencia y, en general, no es tomada mayormente en serio. El propio Lewis tampoco es que pareciera muy acabado, dijo MacBride. Había algo ingenuo en su persona, y es fácil imaginar lo que les ocurre a los ingenuos en esas latitudes.

Trajo un modesto capital y empezó a comerciar con perlas al por menor. No es muy difícil darles gato por liebre a los nativos y poder vivir de eso en la región. Más difícil resulta la competencia blanca. Pero al principio la colonia trató correctamente a Lewis; pese a ser mestizo, podía jugar al póquer con gente blanca en la estación y dejarles dinero, pues claro está que nunca ganaba: su inteligencia no daba, ni mucho menos, para tanto. Cuando mezclaba las cartas, los otros pasaban por alto el tono azulino de sus uñas porque más les interesaba mirar de reojo las cartas que las uñas. Esa forma de tolerancia le gustaba mucho a Lewis: nunca armaba jaleo. Pero luego se vio envuelto en problemas de negocios con uno de los tiburones blancos y su ascendencia empezó a ser discutida en las conversaciones que los hombres mantenían en sus miradores. Cuando él llegaba, el silencio de la gente podía oírse hasta en la jungla. El precio del whisky aumentó repentinamente para él, las cartas de póquer desaparecían de sus manos, en cuyas uñas todo el mundo empezó a fijarse (eran azulinas), y un buen día ya no hubo más whisky para él. En esos casos es difícil retirarse en solitario a su tienda y consumir lentamente sus ahorros. Y eso fue lo que hizo Lewis.

Lo interesante en su caso —por lo demás bastante común y frecuente— es que Lewis se casó, que intentó establecerse en forma definitiva. Se pescó una de esas nativas de piel amarillo oro y caderas estrechas que son juzgadas diversamente según los gustos, pero que, dicho sea entre nosotros, son preferibles a la mayoría de las mujeres europeas que viven a este lado del globo terráqueo. Con esa tal Atua de piel amarillo oro se presentó Lewis ante el cura y, tras ordenarle a ella que se quitara la pipa de la boca, pidió que los desposara según los usos del país.

Luego desapareció del campo visual de la colonia, y cuando volvieron a llegar noticias suyas, fueron desagradables.

Había en la colonia un comerciante llamado Smith, un tipo gordo y ordinario que desarrolló una benevolencia excesiva en un comerciante, y encima era aún algo bisoño en los negocios. Tal era sin duda la razón por la que mostraba un interés tan evidente por las mujeres papúas y en todas las reuniones de hombres pregonaba constantemente que el amarillo era mejor que el blanco para el amor, y las caderas estrechas eran preferibles a las anchas. Al tal Smith se le empezó a ver charlando y bebiendo whisky con Lewis. No es que a Smith le faltara información. Hubo incluso quien le habló muy claro; pero él alegaba que su relación con Lewis no era de índole comercial y que en asuntos privados no le gustaba que lo aleccionaran.

Ambos prosiguieron luego sus conversaciones en la cabaña de Lewis, y en la colonia empezó a murmurarse que Smith tenía muchas cosas que discutir allí, incluso en ausencia de Lewis. Pues iba con bastante frecuencia.

Por entonces veían vagar sin rumbo a Lewis, algunas veces borracho. Emprendía largas excursiones al interior de la isla. Caminar es el mejor tónico para los nervios. Y en la madrugada de ayer, precisó MacBride, tres semanas después de que lo vieran por primera vez con Smith, el mestizo liquidó al gordo Smith con una vara de bambú, rematando asimismo a su dorada Atua.

Hasta aquí estaba todo en orden. La historia parecía muy clara aún sin juicio. Los motivos eran evidentes, se trataba de adulterio por parte del gordo Smith y de homicidio por celos por parte de Lewis. Pero el comportamiento de este último ante el tribunal dio al traste con las evidencias y convirtió la historia en algo menos convencional. Lewis negó haber actuado por celos. Tras un interrogatorio cruzado admitió que él mismo había dejado solos a Mrs. Lewis con Smith, y no precisamente para que jugaran al póquer, y también que recibía dinero de Smith. El tribunal se sorprendió mucho cuando Lewis declaró lisa y llanamente que la muerte de Smith no había sido más que un lamentable accidente.

—¿Qué podía tener yo contra Smith? —preguntó Lewis al tribunal—. El me daba dinero y yo le correspondía de una forma que a él le convenía. Entre nosotros no había problemas. Creo que estábamos muy contentos el uno del otro. Lamento mucho que Smith fuera víctima de este accidente.

Pero el caso es que Smith estaba muerto, y Lewis lo había matado con una vara de bambú del ancho de un brazo.

Ahora bien, según dijo Lewis, él no había querido matar a Smith sino sólo a su propia esposa, Mrs. Atua Lewis. Pero ocurrió que Smith (¡Dios me libre de hablar mal de él!) se había quedado dormido en una posición tan desfavorable que Lewis, para llegar hasta su mujer, tuvo que golpearlo primero a él. De haber tenido más tiempo, por ejemplo, le hubiera podido pedir a Smith que dejara sitio para asestar un solo y recio golpe con la vara de bambú. Pero Lewis no había tenido tiempo, por desgracia, pues estaba furiosísimo y resuelto a ajustar cuentas con Mrs. Lewis de inmediato, y no después de un intercambio de explicaciones más o menos circunstanciadas con Smith. Y la razón de su furia no habían sido los celos. De ser así no hubiera tenido necesidad de estarse una hora sentado ante su cabaña, como había hecho. La única razón había sido, según recalcó Lewis una y otra vez, la intolerable desidia de Mrs. Lewis, una negligencia suya que colmó la medida.

Las cosas ocurrieron exactamente como sigue:

Smith estaba acostado en la cabaña con la mujer de Lewis y éste tomó asiento ante la puerta, pues había vuelto un poco antes de una excursión al interior de la isla y Smith aún no había emprendido el camino de regreso a su casa. A la débil luz de la luna aún alcanzó Lewis a beberse algunas tazas de aguardiente de arroz para poder dormir bien. Admitió haberse puesto de mal humor porque Smith no se hubiera ido todavía, pues él tenía sueño, y cuanto más aguardiente de arroz bebía, más sueño le venía. Entonces, y para quitarse el sueño de encima, había… pero ahora viene el punto litigioso, y Lewis basó toda su defensa en la afirmación de que había querido beber agua para despejarse y combatir su cansancio.

La acusación sostuvo, en cambio, que él sólo había querido sumergir la cabeza en el agua para quitarse la borrachera, si es que realmente había hecho algo con el agua.

A nadie se le ocurriría beber el agua estancada e insalubre de esos cubos, añadió.

Pero Lewis insistió en que había bebido agua, es decir que había tenido la intención de beber agua. Y el caso es que encontró porquería en el cubo porque no lo habían lavado, y quien tenía que lavar ese cubo era Mrs. Lewis. Aquello formaba parte de sus tareas domésticas. Su deber era conseguir agua; siquiera eso tenía que hacer, aunque lo demás no siempre marchara sobre ruedas. Pero el deber es el deber, y Lewis encontró agua sucia en su cubo sin lavar y él no era el tipo de hombre dispuesto a soportarle esas cosas a Mrs. Lewis. Por eso entró en la cabaña con una vara de bambú y mató a su mujer y, por desgracia, también a Mr. Smith, que estaba ahí en ese momento y se interpuso en una escena conyugal.

No podía pedírsele a Lewis que bebiese agua sucia. Eso era lo que él creía y por ello se apoyaba en el hecho de que había querido beber y no sólo lavarse. Pues su rabia le parecía más justificada porque le hubieran dejado agua sucia para beber y no sólo para lavarse. Estuvieron un buen rato ante el tribunal discutiendo sobre este punto (¿agua para lavarse o para beber?), pero al final el juez opinó que esa sutileza era indiferente porque Lewis sería ahorcado de todas formas, cosa que éste tampoco podía concebir.

Tal fue el relato de MacBride. Acababa de concluirlo cuando se aproximó el guirigay que, poco antes, MacBride había denominado la voz de la justicia, y un tropel de gente apareció entre los árboles. Traían al asesino.

Lewis avanzaba bastante deprisa entre un grupo de vociferantes nativos, probablemente para que no pudieran arrastrarlo. Tenía una cara redonda y franca, y al pasar ante nosotros nos lanzó una fría y rápida mirada que, al menos a mí, que aún no llevaba mucho tiempo viviendo en esos pagos, me atravesó hasta la médula.

 

 

El voluntario

Aquel hombre fuerte, de robusto pecho, que con paso amplio y brioso marchaba en medio del batallón que partía al frente, destacábase entre los demás soldados, a los que doblaba la edad. Bailaba como un juguete la mochila sobre sus potentes hombros. Su rostro sincero apenas presentaba trazas del sudor que, en gotas brillantes, perlaba las bronceadas caras de los otros soldados. No podía ser el esfuerzo físico ni el agotamiento lo que imponía un doloroso rictus de congoja a aquel rostro maduro.

A su alrededor, el aire se estremecía con los hurras de quienes flanqueaban el camino. Con el tronco profundamente inclinado hacia adelante, la gente gritaba y hacía señas a los que iban a la guerra. Lanzaban flores —botones de rosas, lirios blancos— sobre los soldados.

De rato en rato también caía alguna flor ante el hombre silencioso. Pero él no se agachaba. En una ocasión pareció dispuesto a recoger un aster. Pero en seguida se irguió, como si hubiera pensado que esas flores no le pertenecían.

De vez en cuando miraba a los lados y veía muchas, muchas manos que se agitaban despidiéndose. Él no respondía. Su mirada no se iluminaba. Su rostro era el único triste entre todos esos rostros soldadescos.

Si alguien hubiera podido atravesar con su mirada la amplia y huesuda frente de aquel hombre que marchaba tan silencioso y ensimismado, habría contemplado una extraña imagen, una visión particularmente sobrecogedora: un sombrío calabozo. Y en ese calabozo hay un muchacho acurrucado, de aspecto miserable. El joven tiene un gran parecido con el viejo soldado. Ambos se parecen como padre e hijo.

Ya falta poco para llegar a la estación. En las aceras quedan ahora, sobre todo, los parientes de los que se marchan. Se ven muchos ojos bañados en lágrimas, muchos pañuelos agitados con mano temblorosa; se oyen muchos gritos ahogados.

Los soldados atisban a derecha e izquierda. El hombre silencioso continúa marchando, tranquilo, solitario entre aquella barahúnda, con paso alargado y enérgico, como si tuviera que recorrer un camino infinitamente largo.

Detrás de su frente —de haber sido ésta de vidrio— se hubiera podido ver ahora la imagen de una modesta habitación, en la que una mujer sencilla está cortando pan. Dos niños, de edades comprendidas entre doce y quince años, la observan.

Y entre la agitación y el guirigay de la calle, el hombre reflexiona una vez más sobre todo; que tuvo que abandonar a su familia por aquel que está en el calabozo oscuro y cuyo honor su padre ha de recuperar, quizás de manos de la muerte.

La estación se yergue gris y sombría en el radiante día.

El hombre alza ligeramente la mirada. Sólo quiere ver un poco… Y, de pronto, su mirada se detiene, como hechizada, en la hilera de espectadores.

Hay allí cinco hombres. No tienen nada de sobrenatural. Su aspecto resulta casi un tanto cómico; son los directivos de la agrupación coral.

Hacía dos años que esas cinco personas no habían vuelto a mirarlo. Desde que su hijo estaba en la cárcel. Y ahora… ahora le hacían señas como poseídos, gritando y vitoreando. «¡Hasta pronto, Kettner!», los oye exclamar. Y le arrojan rosas.

«¡Alto! ¡Descansen… armas!» —resuena la voz de mando.

Y antes de cumplir la orden, alguien levanta la mano y, con el rostro transfigurado, coge al vuelo una rosa.

 

 

La mujer necia

Un hombre tenía una mujer que era como el mar. El mar se transforma con cualquier ráfaga de viento, pero no se agranda ni se reduce, tampoco cambia de color ni de sabor, ni se endurece o reblandece; cuando el viento cesa, recupera la calma y vuelve a ser el mismo de antes. Y el hombre tuvo que hacer un viaje.

Y al marcharse entregó a su mujer todo cuanto tenía: su casa y su taller, el jardín que rodeaba a la casa y el dinero que había ganado.

—Todo esto es propiedad mía y también te pertenece. Tendrás que cuidarlo.

Ella entonces le echó los brazos al cuello y le dijo con voz llorosa:

—¿Cómo lo haré? Si soy una mujer necia.

Pero él la miró y le dijo:

—Si me amas, podrás hacerlo.

Y con estas palabras se despidió.

Al quedarse sola, la mujer sintió mucho miedo por todo lo que tenía entre sus débiles manos, y se angustió muchísimo. Por eso buscó la protección de su hermano, que era una mala persona y la engañó. Y por eso se le fue reduciendo más y más el patrimonio, y cuando se dio cuenta, se desesperó y no quiso comer más para que no siguiera menguando; y como tampoco dormía por la noche, cayó enferma.

Permanecía echada en su habitación sin poder cuidar de la casa, que fue deteriorándose, y el hermano vendió los jardines y el taller y no se lo dijo a la mujer. Esta, echada entre sus almohadones, no decía nada y pensaba: «Si no digo nada, no meteré la pata, y si no como, el patrimonio no seguirá reduciéndose».

Y ocurrió que un día hubo que subastar la casa. Llegó mucha gente de todas partes, pues era una casa preciosa. Y la mujer, acostada en su habitación, oía a la gente y los golpes del martillo y cómo la gente se reía y decía: «La lluvia se cuela por el techo y la pared se desmorona». Luego se sintió débil y se durmió.

Cuando despertó, se encontró en un cuartucho de madera, acostada en una cama dura. Sólo había un ventanuco muy pequeño a gran altura, y el viento frío se colaba por todas partes. Y entró una vieja que le habló en tono áspero y le dijo que habían vendido su casa, pero que la deuda aún no había sido saldada y que a ella le daban de comer por compasión, compasión por su marido, que se había quedado sin nada. Al oír esto, la mujer fue presa de gran confusión y desconcierto, y se levantó y a partir de aquel día empezó a trabajar en la casa y en los campos. Iba pobremente vestida y no comía casi nada ni ganaba nada, porque no exigía nada. Y un día oyó decir que su marido había vuelto.

En ese momento la invadió un gran miedo. Entró rápidamente y se desgreñó el cabello y buscó una camisa limpia, pero no había ni una. Se alisó los pechos, con ánimo de esconderlos, y los encontró secos y descarnados. Y salió por una puertecita trasera y echó a correr sin rumbo.

Cuando llevaba un rato corriendo, se le ocurrió pensar que él era su marido y que ambos se pertenecían y ahora estaba huyendo de él. Entonces dio media vuelta y volvió a toda prisa sin pensar más en la casa, el taller, ni la camisa, y lo vio de lejos y corrió hacia él y le echó los brazos al cuello.

Pero el hombre estaba en medio de la calle y los vecinos se reían de él desde sus puertas. Estaba hecho una furia, pero tenía a su mujer abrazada al cuello, y ella no apartaba la cabeza de su hombro ni los brazos de su nuca. Y la sintió temblar y pensó que era de miedo, por haberlo perdido todo. Pero de pronto ella alzó la cara y lo miró, y él vio que no era miedo, sino alegría, que estaba temblando de pura alegría. Entonces tuvo una idea y él también se estremeció y la rodeó con sus brazos y sintió claramente la delgadez de sus hombros y le dio un beso en plena boca.

 

  • Bertolt Brecht
    Brecht, Bertolt

    Eugen Berthold (Bertolt) Friedrich Brecht (Augsburgo, 1898-Berlín Este, 1956) fue un dramaturgo y poeta alemán, uno de los más influyentes del siglo XX, creador del “Teatro épico”, también llamado “Teatro dialéctico”. Además de ser uno de los dramaturgos más destacados e innovadores del siglo XX, cuyas obras buscan siempre la reflexión del espectador, fomentó el activismo político con las letras de sus lieder, a los que Kurt Weill puso la música.

    Su padre, católico, era un acomodado gerente de una pequeña fábrica de papel, y su madre, protestante, era hija de un funcionario. El joven Brecht era un rebelde que jugaba al ajedrez y tocaba el laúd; se sentía atraído por lo distinto, lo extravagante, y se empeñaba en vivir al margen de las normas de su tiempo, de su recato y su sentido de disciplina. En la escuela se destacó por su precocidad intelectual.

    Comenzó en Múnich sus estudios de Literatura y Filosofía en 1917, a los que añadiría posteriormente los de Medicina. Durante la Primera Guerra Mundial comenzó a escribir y publicar sus obras. Desde 1920 frecuentó el mundo artístico de Múnich y trabajó como dramaturgo y director de escena. En este entorno conoció a Frank Wedekind, Karl Valentin y Lion Feuchtwanger, con quienes mantuvo siempre un estrecho contacto.

    En 1924 se trasladó a Berlín, donde trabajó como dramaturgo a las órdenes de Max Reinhardt en el Deutsches Theater; posteriormente colaboró también en obras de carácter colectivo junto con Elisabeth Hauptmann, Erwin Piscator, Kurt Weill, Hans Eisler y Slatan Dudow, y trabó relaciones con el pintor Georg Grosz. En 1926 comenzó su dedicación intensiva al marxismo y estableció un estrecho contacto con Karl Korsch y Walter Benjamin. Su Dreigroschenoper (Opera de cuatro cuartos, 1928) obtuvo en 1928 el mayor éxito conocido en la República de Weimar. Ese año se casó con la actriz Helene Weigel.

    Será en 1930 cuando comience a tener más que contactos con el Partido Comunista Alemán. El 28 de febrero de 1933, un día después de la quema del Parlamento alemán, Brecht comenzó su camino hacia el exilio en Svendborg (Dinamarca). Tras una breve temporada en Austria, Suiza y Francia, marchó a Dinamarca, donde se estableció con su mujer y dos colaboradoras, Margarethe Steffin y Ruth Berlau. En 1935 viajó a Moscú, Nueva York y París, donde intervino en el Congreso de Escritores Antifascistas, suscitando una fuerte polémica.

    En 1939, temiendo la ocupación alemana, se marchó a Suecia; en 1940, a Finlandia, país del que tuvo que escapar ante la llegada de los nazis; y en 1941, a través de la Unión Soviética (vía Vladivostok), a Santa Mónica, en los Estados Unidos, donde permaneció aislado seis años, viviendo de guiones para Hollywood.

    En 1947 se llevó a la pantalla Galileo Galilei, con muy poco éxito. A raíz del estreno de esta película, el Comité de Actividades Antinorteamericanas lo consideró elemento sospechoso y tuvo que marchar a Berlín Este (1948), donde organizó primero el Deutsches Theater y, posteriormente, el Theater am Schiffbauerdamm. Antes había pasado por Suiza, donde colaboró con Max Frisch y Günther Weisenborn.

    En Berlín, junto con su esposa Helene Weigel, fundó en 1949 el conocido Berliner Ensemble, y se dedicó exclusivamente al teatro. Aunque siempre observó con escepticismo y duras críticas el proceso de restauración política de la República Federal, tuvo también serios conflictos con la cúpula política de la República Democrática.

    Brecht es sin duda uno de los dramaturgos más destacados del siglo XX, además de uno de los líricos más prestigiosos. Aparte de estas dos facetas, cabe destacar también su prosa breve de carácter didáctico y dialéctico. La base de toda su producción es, ya desde los tiempos de Múnich, una posición antiburguesa, una crítica a las formas de vida, la ideología y la concepción artística de la burguesía, poniendo de relieve al mismo tiempo la necesidad humana de felicidad como base para la vida.

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