Menu

Año 3 #25 Noviembre 2016

Bajo palabra

Si en "Justicia de un hombre solo" Yoshimura retrata a un individuo acuciado por un crimen de guerra y su deambular por un país en ruinas tomado por el ejército enemigo, en "Bajo palabra" seguimos los primeros pasos de un maestro, Kikutani, tras conseguir la libertad vigilada.

Emecé, Buenos Aires, 2002. Traducción César Aira.

 

1

La sensación del aire sobre la piel, a la que se había desacostumbrado, le produjo una extraña agitación. Aunque las ventanas y la puerta de vidrio que daba al pasillo estaban cerradas, el cuarto parecía cruzado por ráfagas. Hacía mucho que no dormía en un futón tendido sobre el tatami, y el olor húmedo de la paja le resultaba agradable, pero al mismo tiempo las esteras le parecían poco consistentes, como si el viento soplara por debajo del suelo.

El cuarto que había ocupado hasta esa mañana medía menos de diez metros cuadrados: tres paredes de cemento y los descascarados barrotes grises de hierro hacia el corredor. Por entre los barrotes debería haber entrado el aire, pero no lo hacía, como si hubieran alzado un grueso panel de plástico sobre las rejas. El aire estaba completamente inmóvil y ondulaba apenas cuando él se movía. Sin embargo, a través de los largos meses y años que pasó allí, casi sin darse cuenta, Shiro Kikutani llegó a sentir una cierta paz. Era paz lo que sentía cuando formaba fila con los otros para ir al taller, o cuando salía al patio de ejercicios a tomar sol, o cuando se restregaba bajo la ducha; porque también en esos lugares estaba aislado del mundo, rodeado por las mismas altas paredes de cemento.

Desde hacía rato sentía ganas de orinar, pero no se levantó. Hasta la noche anterior, habría saltado de la cama e ido hasta el inodoro, en el rincón de su celda. Pero ahora lo atemorizaba pensar en caminar por el pasillo hasta una puerta donde una inscripción sobre una tabla de madera indicaba que era el baño. La mera idea de que podía salir del cuarto siempre que lo quisiera y caminar hasta el baño sin ser observado por un guardia, lo llenaba de algo muy parecido al terror.

La oscuridad era otro motivo de inquietud. En realidad no estaba particularmente oscuro, pues entraba luz por los vidrios esmerilados de la puerta del pasillo, pero para Kikutani era una tiniebla negra como la tinta. La celda en la que había vivido hasta la noche anterior estaba siempre iluminada por los tubos fluorescentes del corredor, que proyectaban la sombra de los barrotes sobre el suelo. La luz era para los guardias, que se paseaban ida y vuelta vigilando a los presos, pero a Kikutani le inspiraba un sentimiento de seguridad que lo ayudaba a dormir. Esta noche, en cambio, aunque estaba extenuado y casi con fiebre, no podía conciliar el sueño. Sentía como si la oscuridad lo asfixiara, y descubrió que todo el tiempo se volvía, como una polilla, hacia el pálido resplandor que entraba por el vidrio.

Oía una risa de mujer, en algún lugar cercano. Escuchó con más atención. La mujer debía pasar caminando por la calle frente al edificio. Sonaba ebria, riéndose y gritándole a alguien. Se dio cuenta de que desde que había apagado la luz le habían estado llegando una cantidad de ruidos confusos: autos que pasaban, gente hablando, una campana que sonaba en un andén ferroviario a la distancia. El único sonido que le había llegado en su celda era el eco de las botas de los guardias patrullando. Ahora, los ruidos de afuera lo cubrían como una inundación.

Se dio vuelta y un dolor agudo le recorrió el abdomen; tendría que orinar pronto. “Deberá adaptarse a la sociedad lo más rápido posible”. El consejo de Kiyoura, su oficial a cargo, le volvió a la mente y se dio cuenta de lo estúpido que era quedarse acostado sufriendo. Ahora era libre de hacer lo que quisiera y no necesitaba pedir permiso a nadie cuando quería ir al baño. Se levantó de la cama, cruzó el tatami y abrió la puerta corrediza de vidrio. La puerta de su celda la abrían siempre los guardias, y casi sintió pánico al hacerlo por sí mismo. Una vez que hubo cruzado el umbral, intentó calmarse y echó a andar por el pasillo. A ambos lados se oía la respiración de los hombres que dormían detrás de las puertas.

Cuando llegó a la puerta de madera, la abrió y se detuvo delante del inodoro. Mientras la orina salía a borbotones, el dolor de la vejiga cedía; él miraba el neón rojo y azul que se adivinaba a través de la diminuta ventana de vidrio esmerilado que tenía delante. Aunque era bastante tarde, la ciudad parecía seguir en movimiento. Nada que temer, se dijo con la vista fija en la ventana.

Había tenido un presentimiento. Durante dos años casi no pensó en otra cosa, tratando de leer el rostro de los guardias y de la otra gente que trabajaba en la prisión, buscando claves que le permitieran adivinar cuándo podía suceder.

Según el artículo veintiocho del Código Penal, una vez que un preso cumplía un tercio de su condena empezaban los preparativos para su libertad condicional, aunque era improbable que lo dejaran salir hasta que cumpliera dos tercios de la sentencia. Para condenas por tiempo indeterminado como la de Kikutani, que no eran raras, una vez que el prisionero cumplía doce o trece años de cárcel, podía recibir libertad condicional. Todo dependía, por supuesto, de la buena conducta y de tener un historial limpio.

Kikutani pasó los primeros años de cárcel reviviendo su crimen, la investigación policial, el juicio. Había recibido cadena perpetua, pero creía que había habido cierta inevitabilidad en sus actos, y no sentía remordimientos. Al contrario, le parecía injusto tener que pasar sus días encerrado en una cárcel y a veces casi desesperaba. Pero cuando llegó al octavo año, cambió de actitud. Consideró que se había acostumbrado a lo que lo rodeaba, que en cierto modo ya estaba instalado, aunque se daba cuenta de que no podía sostener esa calma cuando veía la felicidad en la cara de algún preso que iba a ser liberado después de cumplir sólo una parte de una larga condena. Mientras iba o venía del taller o cuando estaba en el patio de ejercicios tomando sol, miraba los altos muros y sabía que detrás de ellos la gente vivía en libertad. Y cuando veía aviones que despegaban o aterrizaban en el aeropuerto cercano, era dolorosamente consciente de que llevaban gente que era libre de viajar adonde quisiera.

“Reclusión por tiempo indeterminado” decía su sentencia, y las palabras parecían opresivas, pero indeterminado no significaba necesariamente eterno, y se aferró a la esperanza de que su tiempo de cárcel se vería acortado por la libertad condicional. Una mosca que se había metido en la celda aterrizó en su pie y mientras la miraba, sintió una punzada de envidia por la libertad de ese pequeño insecto.

Algunos presos con sentencias por tiempo indeterminado recibían libertad condicional a partir de los quince años y otros tenían que esperar hasta los veinte. Cuando el historial era bueno, los guardias a cargo enviaban un informe al director de la prisión, quien a su vez enviaba una petición a la junta provincial de libertad condicional. En cierto momento, Kikutani supo de estos procedimientos y dedicó todos sus esfuerzos a dar una buena impresión a los guardias, siguiendo las reglas al pie de la letra cuando lo estaban mirando.

Como había sido profesor de japonés en la escuela secundaria, se lo había asignado a la imprenta de la cárcel y puesto a cargo de la corrección de pruebas. En este sector trabajan presos que habían sido impresores; había también ex empleados públicos, empresarios, un ingeniero electrónico y un editor. A todos estos presos, Kikutani incluido, se les daba determinado rango según los méritos que hubieran hecho; con buen comportamiento, podían pasar mediante su trabajo del rango cuarto al primero. El rango primero, que Kikutani alcanzó con el tiempo, implicaba una celda privada y el permiso para continuar trabajando después de la cena. Kikutani se sentaba encorvado sobre sus papeles hasta muy tarde en la noche, el lápiz corriendo sobre la página.

En el otoño de su duodécimo año en la cárcel, un guardia fue a buscarlo a la imprenta y lo condujo a un cuarto en el sector de administración, donde Kikutani, se encontró con un hombre pequeño y viejo, de traje azul oscuro, sentado detrás de un escritorio. Cuando el guardia identificó al hombre como funcionario investigador de la junta de libertad condicional, una sensación cálida invadió todo su cuerpo. Una visita de la oficina de investigación de esta junta significaba que el director de la prisión había hecho una petición de parte de Kikutani que la junta había aceptado considerar el caso. Esta entrevista era el principio del procedimiento.

—Mis informes dicen que usted ha sido un interno modelo, pero siento curiosidad por saber cómo encuentra la vida en la cárcel. — El tono del hombre era respetuoso.

—Si, señor — empezó Kikutani, pero eso fue todo. Su cuerpo se había puesto rígido.

—Su hermano menor ha venido a visitarlo varias veces, ¿no es así? ¿De qué hablaron?

—De varias cosas —dijo Kikutani. Quería decir más, pero tenía la boca agarrotada. El hombre de traje no hizo ningún esfuerzo para que Kikutani hablara. Después de un corto silencio, se levantó de su silla.

—Cuídese, entonces —dijo, y sin inmutarse se inclinó levemente ante el guardia, tomó su maletín negro y abandonó la habitación.

De vuelta a la imprenta, Kikutani lamentó no haber podido contestar mejor a las preguntas del hombre. Era algo crucial para dar una buena impresión al funcionario investigador, y sin embargo Kikutani no había dicho nada, y en consecuencia no lo habría logrado.

En el otoño del año siguiente hubo otra entrevista. Esta vez había preparado algo para decir, pero a la primera mirada del hombre Kikutani se sintió petrificado, reducido otra vez a monosílabos. Además, otra vez las preguntas eran triviales, sin sentido —¿Tiene buen apetito? ¿Encuentra el trabajo interesante?— y ni se mencionó la libertad condicional. Después de esto, no hubo más visitas del funcionario investigador, y Kikutani empezó a preguntarse si el proceso para su libertad condicional se habría retrasado por alguna razón o incluso si se habría detenido por completo. Fueron días de ansiedad, pues vivía con una insoportable mezcla de esperanza y miedo.

Pasaron dos años más, hasta que el año anterior, justo cuando empezaba el calor del verano, un oficial de libertad condicional, un hombre de unos cuarenta años llamado Kiyoura, vino a entrevistarlo. Kikutani se sintió eufórico; anticipando su salida, el director de la cárcel había enviado un informe al jefe de la oficina de investigaciones para el otorgamiento de libertad condicional, y ahí designaron a un oficial a cargo como garante para el prisionero y para que le buscara un lugar donde vivir después de su liberación. El hecho de que este oficial estuviera ahora haciéndole una visita a Kikutani era la prueba de que el proceso estaba en marcha.

Kiyoura dijo que era sacerdote budista, pero no lo parecía, ya que vestía un buen traje y no tenía la cabeza rasurada. A diferencia del funcionario investigador, sus ojos eran amables y su manera de hablar abierta y cálida.

—¿Su hermano es una buena persona, verdad? — preguntó, con la intención aparente de evaluar la respuesta de Kikutani.

—Si —dijo Kikutani, dándose cuenta de que Kiyoura debía de haber visitado a su hermano.

Su hermano había venido a visitarlo media docena de veces en un año, llevándole libros, ropa y cosas por el estilo, y cada vez, cuando se terminaba la visita, invariablemente se despedía con una mirada tristísima.

Kiyoura le indicó con un gesto a Kikutani que se sentara, pero éste, antes de hacerlo, dirigió automáticamente los ojos al guardia pidiendo permiso.

—Siéntese —dijo el guardia, y Kikutani, con una inclinación hacia Kiyoura, se sentó. El oficial de la condicional le hizo una serie de preguntas: ¿Cómo estaba de salud? ¿Qué tipo de trabajo estaba haciendo? ¿Qué tipo de cosas le gustaba hacer y cuáles no? ¿Qué pensaba del encuentro de atletismo que se realizaba en la prisión cada primavera? Cada vez que Kikutani respondía, brevemente, Kiyoura asentía sonriendo. Al cabo de unos veinte minutos, la entrevista terminaba.

—Asegúrese de hacer mucho ejercicio y cuide su salud. Si no me equivoco, usted va a cumplir cincuenta años en menos de un mes. Vendré otra vez —dijo Kiyoura. Kikutani se puso de pie, se inclinó educadamente, y se fue con el guardia. De vuelta a la imprenta, se obligó a corregir las pruebas desparramadas sobre la mesa, pero sus ojos no seguían las palabras. Las preguntas de Kiyoura habían sido casuales, y no había dicho nada que le permitiera a Kikutani pensar que podría ser liberado pronto. Quizá no le estaba permitido decirle nada. Y aun si realmente iba a salir en libertad condicional, podía quedar un largo camino por recorrer. De todas maneras, el hecho de que Kiyoura hubiese entrado en contacto con su hermano indicaba que se estaba haciendo algún progreso, a pesar de la lentitud. A Kikutani le pareció que debía hablar con su hermano sobre todo esto, así que esa noche le escribió un breve mensaje postal pidiéndole que viniera a la cárcel. Se lo dio al guardia para que lo despachara en el correo.

La visita tuvo lugar dos semanas más tarde. Al entrar en la habitación de la entrevista, Kikutani se sintió incómodo al encontrar a Kiyoura de pie detrás de su hermano. El oficial de la condicional le había pedido al hermano de Kikutani que informara sobre el contenido de cada carta que pudiera recibir de él, así que sin duda sabía de la postal. Su expresión severa, tan diferente de la que tenía en su entrevista anterior, preocupó a Kikutani, pero su hermano se comportó como si fuera otra visita cualquiera, preguntándole primero por su salud antes de hacerle un informe sobre la familia. La familia constaba sólo de él, su esposa y sus dos hijos, ya que el padre de Kikutani había muerto antes de que ocurriera el “incidente” y la madre, dos años después. Supo que la mayor de sus sobrinas se había graduado en la universidad la primavera pasada y que había encontrado trabajo en unos grandes almacenes en una ciudad distante una hora en tren. Según su hermano, se estaba adaptando bien a su nuevo trabajo.

En este punto la conversación se detuvo y ambos hermanos se quedaron callados. Al expirar el tiempo de visita, Kikutani se levantó y, con una inclinación hacia Kiyoura, dejó la habitación. Esa noche, en la cama, los pensamientos lo atormentaron. Sabía que el proceso para una libertad condicional era lento. La ley exigía mucha deliberación. También supuso que no querrían crearle falsas expectativas a un preso. Kiyoura debía haber venido con su hermano para asegurarse que éste no le dijera nada a Kikutani. Había sabido de la visita por la postal, pero Kikutani tenía la impresión de que Kiyoura de todas maneras podía ver a través de él. Era tan evidente que su liberación dependía de la impresión que le causara a Kiyoura que empezó a darse cuenta de que enviar la postal a su hermano había sido un acto imprudente.

Los tres meses siguientes los pasó en un estado de suspenso insoportable, pero cuando Kiyoura apareció al final de ese período, la expresión de su cara hizo que Kikutani de alguna manera se tranquilizara. Los ojos de Kiyoura eran tan amables como la primera vez que se encontraron, y su gesto indicándole que se sentara fue casi amistoso. Kikutani no pudo encontrar nada en el tono de Kiyoura que indicara que la postal había estropeado sus posibilidades.

Kiyoura quiso hablar de la familia del hermano de Kikutani. Después del juicio, su hermano había renunciado a su puesto de profesor en la escuela secundaria y aceptado un empleo como administrativo en la empresa constructora de un amigo. Este empleo fue estable y, después de la venta de la casa de la madre, había podido construirse una pequeña vivienda en las afueras de la ciudad. Le gustaba pescar en su tiempo libre.

—Su cuñada parece de confianza —dijo Kiyoura con un pequeño fruncimiento de cejas. La mujer de su hermano era la hija de uno de los colegas de Kikutani en la escuela; el propio Kikutani era el responsable de que se hubieran conocido. Ella era una persona muy metódica; empezó a ahorrar para la casa, por pequeños que fueran los depósitos, casi desde el momento en que se casaron. Eran la imagen de lo “confiable”, como decía Kiyoura, pero a Kikutani le pareció detectar una pequeña reprobación en su tono de voz. Ella no había visitado a Kikutani en la cárcel ni una sola vez, y ni siquiera le había mandado una carta. Era normal que sintiera un profundo desprecio por él, a la vista de su horrible crimen, y seguramente habría preferido cortar toda relación. Sin duda su hermano, por respeto a los sentimientos de su esposa, había mantenido en secreto sus visitas y los paquetes que le había enviado a la cárcel. En el viejo pueblo debían quedar vívidos recuerdos de lo que había hecho Kikutani y seguramente fue difícil para la familia convivir con semejante humillación. A Kikutani no le parecía raro en absoluto que ella lo rechazara.

Mientras hablaban, Kikutani estudiaba la expresión de Kiyoura y empezó a darse cuenta de que su cuñada representaba un obstáculo importante para su libertad condicional. Aun si su hermano estuviera dispuesto a ser el garante para su liberación, su cuñada jamás iba a permitirlo.

—¿Le gustan las gallinas? —preguntó Kiyoura de repente, mirando a Kikutani—. Supongo que en realidad debería preguntarle si las odia.

—Yo no diría que las odio... —dijo Kikutani, sin saber bien a qué venía la pregunta. Kiyoura miró pensativamente por la ventana y después cambió de tema.

Kikutani pasó la mayor parte de su tiempo libre en los días siguientes preguntándose por qué Kiyoura le había mencionado las gallinas. Recordó que su madre, cuando él empezó la escuela primaria, comenzó a criar gallinas en el terreno de atrás de la casa para tener huevos frescos con que alimentar a su padre enfermo. Era trabajo de Kikutani recolectar los huevos del gallinero y llevárselos a su padre. Éste tomaba un huevo aún tibio y cuidadosamente le hacía un agujero en una punta con una aguja; luego ponía la boca sobre el agujero y sorbía el interior. Pero esto duró poco tiempo, porque los vecinos empezaron a quejarse del ruido del gallinero al amanecer. Sus padres se vieron forzados a renunciar a las gallinas, a pesar de que Kikutani sentía algo parecido al afecto por las aves. Quizá su hermano, a partir del mismo recuerdo, había empezado a criar gallinas en su casa en las afueras de la ciudad, lo que habría motivado la extraña pregunta de Kiyoura

Seis meses más tarde, en otra entrevista con Kiyoura, Kikutani se enteró de la importancia que tendrían las gallinas para su libertad condicional.

—No hay modo de decir cuándo será —empezó Kiyoura, eligiendo las palabras con cuidado—, pero si saliera en libertad, ¿qué le parecería trabajar en una granja avícola?

Al escuchar la palabra “libertad” Kikutani cayó en una especie de estupor y fue incapaz de contestar.

—El presidente de la empresa donde trabaja su hermano tiene un amigo que dirige un criadero de gallinas; han hablado de su situación, y parece que está dispuesto a contratarlo. Ya me he encontrado con él, y es una buena persona. —El tono de Kiyoura era calmo. Kikutani podía sentir el corazón latiéndole en el pecho, y se sintió débil. Sabía que tenía que decir algo, así que empezó, entrecortadamente, a hablar de las gallinas de su infancia.

—Me gustan las gallinas. Me gustan mucho —afirmó, pero él mismo oía la exageración en su voz; sintió que sólo estaba tratando de congraciarse con Kiyoura y enrojeció de vergüenza.

Esa noche, de vuelta a su celda, hundió la cara en la almohada y lloró. Había sido la primera vez que Kiyoura le hiciera una sugerencia de que podía salir en libertad condicional, e inclusive parecía que podía ocurrir pronto. Sabía que casi no había ninguna posibilidad de que su hermano fuera su garante, pero quizás habían llegado a un arreglo con el hombre que dirigía la granja para que lo fuese él en su lugar. Kiyoura probablemente había visto a su hermano varias veces y también seguramente había visitado a otros interesados. Kikutani se sentía profundamente agradecido por todo el tiempo y el esfuerzo que le había dedicado.

A partir de ese día, Kikutani empezó a notar un marcado cambio en la manera en que lo miraban los guardias. Sus ojos eran menos duros y a veces parecían sonreírle. Supuso que sabían que estaba propuesto para la libertad condicional y que se alegraban por él. Cinco días atrás, después del desayuno, mientras esperaba para ir al taller se le acercó un guardia para apartarlo de la fila. Estaba seguro de haber notado cierta bondad en los ojos del guardia. Fue llevado a través de las oficinas de la cárcel hasta el cuarto donde los internos eran entrevistados y donde seguían los casos de libertad condicional. Contra una de las paredes había un enorme escritorio, donde se sentaba el jefe de la sección, un hombre de pelo blanco. Alrededor se amontonaban sus subordinados. Cuando Kikutani se acercó, todos se dieron vuelta para mirarlo.

—Felicitaciones —dijo el jefe, tomando una carta de su mesa y levantándose para saludar a Kikutani—, ha llegado su certificado para la libertad condicional de la junta de prefectura. Va a ser liberado en cinco días, el 25 de marzo. Hemos avisado a su hermano, así que usted sólo tiene que seguir las instrucciones y hacer los preparativos necesarios. —Una ola de calor se extendió en el pecho de Kikutani y le temblaron las rodillas, como si fuera a caerse al suelo en cualquier momento. Asintió en silencio y abandonó la habitación lo mejor que pudo, las lágrimas corriéndole por las mejillas.

—Felicitaciones —pudo oír que repetía el guardia detrás de él.

—Gracias —alcanzó a murmurar y saludó débilmente mientras se alejaba por el corredor.

Ese día fue trasladado de su celda a un módulo especial para prisioneros que estaban por ser liberados. Estas nuevas instalaciones estaban equipadas con un televisor, una tetera y hasta un espejo en la pared. Encendió el televisor, pero sus ojos miraban fijos la pantalla sin entender nada, con la mente en blanco. Sentía el cuerpo muy ligero, como una pluma, abstraído de la realidad material de su existencia; las funciones físicas como respirar, comer, digerir, excretar le eran ajenas, no estaban relacionadas con él. Fue liberado de su obligaciones en el taller y se le dio permiso para ir donde quisiera en la cárcel, pero cuando estaba solo en su habitación lloraba sin motivo, o bien caminaba ansiosamente presa de gran agitación.

Lleno de urgencia por contarle a alguien su inminente liberación, garabateó unos pequeños caracteres en sendas postales y se las envió a Kiyoura y a su hermano, que ya debía de haber sido notificado. Escribió básicamente lo mismo en las dos, acerca de su gratitud con los guardias y con otra gente de la cárcel que lo había ayudado, pero en la postal a Kiyoura le agradecía especialmente por el papel que había desempeñado para asegurar su libertad condicional. Cuando terminó, habituado como estaba tras largos años como corrector de pruebas, revisó cuidadosamente cada caracter.

Le dieron dos pequeñas cajas de cartón y le dijeron que empacara su ropa y otras cosas personales. De los cerca de treinta libros que había acumulado, eligió los diccionarios de japonés e inglés, una guía de gramática clásica y un volumen de historia; el resto lo llevó a la biblioteca de la cárcel, donde se lo entregó al interno a cargo.

Su hermano fue a visitarlo en la tarde del tercer día que pasaba en la celda temporaria.

—Estoy contento por ti —le dijo cuando se vieron a través del alambre tejido. Kikutani, con la cara llena de lágrimas, sólo pudo asentir. Antes de la entrevista, su hermano había ido a la administración a ver qué ropa se pondría Kikutani el día que saliera en libertad. El traje y los zapatos que llevaba cuando entró en la cárcel habían sido envueltos en un papel grueso y bien guardados; pero habían pasado quince años y siete meses desde entonces: la tela del traje estaba deteriorada y los zapatos duros y secos. Se decidió que el hermano le compraría un traje en la ciudad y se lo haría enviar, mientras que alguien se ocuparía de comprarle un par de zapatos en la tienda de la cárcel. Kikutani quedó muy agradecido por la amabilidad de su hermano.

A la mañana siguiente, un hombre de la administración fue al cuarto de Kikutani con un par de zapatos negros y una caja envuelta en papel de una gran tienda. Kikutani quitó con cuidado el papel, abrió la caja y encontró un traje azul marino, dos camisas de vestir, una corbata azul oscuro con pequeños puntos y medias. En el bolsillo de arriba de la chaqueta había una pequeña bolsita de plástico con elementos de costura para hacer remiendos. Kikutani puso en fila todas sus nuevas posesiones contra la pared de su cuarto, como si fuera un decorado, y las contempló. Pensar que podía ponerse esa ropa y caminar por ahí libremente le hizo sentir con fuerza la realidad de su liberación. Tomó los zapatos y se los probó. Las medidas habían sido exactas, así que le calzaban perfectamente, pero se sorprendió de su peso. Eran de cuero, cosidos a mano por los presos en el taller de la cárcel. Lo que los hacía tan pesados era que sólo había usado zapatillas de lona en la cárcel durante muchos años. Se preguntó si realmente podría moverse con zapatos tan pesados, pero cuando se imaginó caminando con ellos por las calles pavimentadas o sobre la tierra, encontró agradable el peso, y recorrió la habitación mirándose los pies con placer.

Esa tarde, un hombre de la oficina contable de la cárcel vino a su cuarto y le entregó varias hojas de papel con el resumen de su paga por el trabajo hecho en la imprenta.

—Es una suma interesante —dijo el hombre—. De hecho es lo máximo que alguien se ha llevado de aquí. —Con un movimiento de cabeza al guardia, se marchó. Kikutani revisó las hojas, deteniéndose en la columna que daba el gran total: 1.027.525 yenes. Antes de ir a la cárcel, su salario era de alrededor de cincuenta y tres mil yenes por mes, descontados los impuestos y la cuota del sindicato. Ahora había ahorrado el equivalente a más de veinte meses de salario, lo que era una suma importante, como había dicho el contador. Por la televisión, sin embargo, Kikutani sabía que los salarios y los precios habían subido y dudaba de que fuera tanto dinero una vez que estuviese libre. Pero era el comienzo, y confiaba en que le sería suficiente para mantenerse a flote hasta que se readaptara a la vida afuera. Cuando empezó a trabajar en la imprenta de la cárcel lo asombraron los bajos salarios; pero los internos no tenían derecho a quejarse, así que se resignó y trabajó lo mejor que pudo. Esto, pensó, era el resultado.

Durante los primeros años ganaba menos de mil yenes por mes; pero a medida que ascendió por el sistema de méritos, su salario fue aumentando poco a poco. Y después de alcanzar el nivel más alto, le fue permitido llevarse trabajo a su celda, lo que significaba que podía ganar diez veces más que un preso del nivel más bajo. Por supuesto que había oportunidades de gastar dinero en elementos de confort, pero Kikutani llevaba una vida espartana y gastaba poco de lo que ganaba. De todas maneras, estaba sorprendido de que sus ahorros hubieran superado el millón de yenes, así que siguió revisando las cifras una y otra vez.

Esa noche, después que apagaron las luces, permaneció despierto en la cama, exultante al pensar que iba a ser liberado por la mañana. Intentó disimular los estallidos alternativos de risa o de llanto tapándose la cabeza con la almohada. Al final volvió a mirar el traje y los zapatos alineados contra la pared.

Se levantó temprano a la mañana siguiente, se lavó la cara y limpió el cuarto hasta dejarlo impecable. Cuando terminó de desayunar, se sentó sobre el tatami muy formalmente y escuchó cómo pasaban lista a lo lejos. Poco después oyó los pasos de los internos que se dirigían a trabajar. Cayó un profundo silencio sobre la prisión. Kikutani siguió inmóvil, con los ojos medio cerrados. Una hora más tarde oyó pasos en el corredor y el guardia jefe apareció en la puerta de la celda con un hombre de la administración.

—Traiga todas sus cosas —dijo el guardia abriendo la puerta. Kikutani se levantó y tomó una caja y sus zapatos. El guardia entró para ayudarlo con la otra caja y Kikutani salió de la celda. Siguió a los dos hombres por el pasillo, tambaleándose un poco porque el sentimiento le debilitaba las piernas. Lo llevaron a un cuarto del sector administrativo y le dijeron que se sentara en un banco cerca de la pared. Kikutani tomó asiento y bajó la mirada.

La levantó otra vez cuando oyó que se abría la puerta: un hombre de unos sesenta años, un interno que ya había visto muchas veces, entraba en la habitación. La expresión de la cara del preso denotaba su ansiedad. Tenía el pelo blanco y escaso, y su piel parecía casi transparente. Kikutani sabía que el hombre llevaba quince años presos y que los había pasado en la carpintería de la cárcel. Se decía que había ganado una cierta reputación por los gabinetes de té que hacía. Kikutani vio que el joven guardia que seguía al viejo llevaba una caja de cartón en cada mano; era probable que él también fuese liberado hoy. El preso se inclinó repetidamente hacia los oficiales que estaban sentados y después se sentó en una silla al lado de Kikutani. Los dos permanecieron en silencio, con la vista fija adelante.

Treinta minutos después, Kikutani y el otro hombre salieron, rodeados por los guardias y una cierta cantidad de empleados de la cárcel. Cruzaron el edificio de oficinas y por un pasillo cubierto llegaron a la sala de exhortaciones. Cuando se abrió la pesada puerta, Kikutani vio a un grupo numeroso de hombres reunido cerca del estrado. Todos los miraban a ellos. El director, un hombre alto de traje, estaba en la parte delantera del estrado y Kikutani enseguida divisó a Kiyoura entre los hombres que flanqueaban al director. Detrás de Kiyoura había una mujer corpulenta en kimono; debía de ser la esposa del otro preso. Los oficiales que habían llevado a los presos saludaron con inclinaciones a esta asamblea y Kikutani y el viejo hicieron lo mismo. Los guardias tomaron sus posiciones junto a la puerta, que habían cerrado detrás de ellos. Uno de los oficiales se dirigió a los dos presos.

—Están ustedes aquí para recibir la notificación oficial de la libertad condicional —dijo—. Avancen hacia el director.

Kikutani y el otro preso caminaron despacio entre las filas de sillas. Se detuvieron a pocos pasos del estrado, con la espalda recta y la cabeza inclinada. El director bajó los ojos hacia los papeles que sostenía en la mano y leyó sus nombres.

—¿Son ustedes? —Los dos hombres asintieron con la cabeza. El nombre del preso más viejo era Igarashi. —Ambos han tenido una conducta ejemplar desde que llegaron a esta institución y se han dedicado a su trabajo. Los felicito por su perseverancia. En este momento es un placer para mí informarles que han recibido sus certificados de la junta de prefectura de libertad condicional, que ha determinado que pueden volver a la sociedad. Van a dejar esta prisión para retomar la vida afuera. Estoy seguro de que deben estar contentos. Tendrán que hacer frente a muchas dificultades, pero confío en que las superarán y vivirán lo que les quede de vida como ciudadanos útiles. —Kikutani sintió los ojos llenos de lágrimas.

—Bien, seguro que saben que su oficial a cargo, Kiyoura, a pesar de sus numerosas obligaciones, ha estado trabajando duro durante mucho tiempo en beneficio de ustedes. Es gracias a él que hemos podido asegurar garantes y lugares donde alojarlos. Quería aprovechar esta oportunidad para expresarle mi gratitud por todos sus esfuerzos. —El director se inclinó respetuosamente en dirección a Kiyoura, quien le devolvió la reverencia. Así que Kiyoura había estado trabajando todo el tiempo también para la libertad condicional de Igarashi.

A continuación el jefe de la división de informes se acercó al director y llamó a Igarashi por su nombre, tendiéndole al director una hoja de papel. El director le habló a Igarashi, ofreciéndole el papel.

—Tengo el placer de entregarle su certificado de libertad condicional —dijo. Como un alumno de escuela que recibe un diploma de honor, Igarashi estiró la mano para alcanzar el papel. —Su felicidad en este momento debe ser especialmente grande, porque su esposa está aquí junto a usted. Lo conmino a recordar la deuda que tiene con ella e intentar de todo corazón vivir juntos en armonía. Cuando se presente algún problema, no intente solucionarlo solo. Háblelo con su esposa y con su oficial condicional. ¿Entendido?

—Sí —atinó a contestar Igarashi.

Luego el director se situó enfrente de Kikutani y le tendió un certificado.

—Usted, señor, era un profesor, un individuo con discernimiento. Lo conmino a no dejarse llevar nunca más por las pasiones del momento, sino a usar la razón y a jurar que jamás va a actuar impulsivamente. ¿Está claro?

—Lo juro —respondió Kikutani con voz alta y clara. El director volvió al estrado.

—La presentación de los certificados oficiales de libertad condicional ha concluido —dijo el jefe de la división de informes. Con otra inclinación hacia Kiyoura, el director se encaminó hacia la puerta, acompañado por algunos oficiales. Kikutani e Igarashi fueron conducidos por Kiyoura y los funcionarios de la cárcel a una sala de espera de la capilla. Las cajas con sus pertenencias habían sido dejadas allí y se les dijo que se pusieran los trajes que les habían comprado.

Kikutani se quitó las zapatillas y la camisa y el pantalón celestes del uniforme de la prisión. Después de doblarlos cuidadosamente, los puso sobre la mesada. Colocó las zapatillas al lado, con las suelas hacia arriba. Se puso los pantalones del traje y la camisa. Luego, buceando en su memoria, logró atarse el nudo de la corbata. Finalmente, se puso la chaqueta. El traje parecía ser del tamaño adecuado, pero la camisa no. Las mangas le llegaban hasta la palma de las manos y el cuello lo asfixiaba un poco.

Igarashi se puso unos pantalones azul marino y una chaqueta de tela fina marrón. Cuando los dos estuvieron listos, se les dijo que permanecieran junto a uno de los funcionarios de más edad, quien les leyó una lista de advertencias sobre la vida en el exterior. Durante el tiempo que habían permanecido en prisión, las condiciones sociales habían cambiado mucho, e invariablemente los presos liberados después de largas condenas experimentaban una cierta desorientación. Para que la transición fuera lo más llevadera posible, se había desarrollado un sistema de reeducación, que incluía casas intermedias y una oficina de rehabilitación que las administraba. Algunos voluntarios con experiencia en ayuda a ex convictos habían donado edificios y otras propiedades personales para estos establecimientos. Kiyoura era el director de uno de ellos.

Dependía de cada uno elegir vivir en uno de esos establecimientos, continuó el funcionario, pero todos esperaban que tanto Kikutani como Igarashi pasaran al menos un tiempo allí, hasta que se familiarizaran con la sociedad otra vez y estuvieran listos para volver a sus casas o ser ubicados por sus garantes. Para Kikutani, que no tenía otro lugar donde ir ni a nadie en quien confiar excepto Kiyoura, la decisión era fácil. Pero Igarashi también decidió ir a la casa intermedia que dirigía Kiyoura, quizá por el temor que le producía la idea de volver inmediatamente a la vida normal.

—Pues bien —dijo el hombre en su tono más oficial volviéndose hacia Kiyoura—, confiamos en ustedes. —Kikutani e Igarashi, con las cajas en mano, abandonaron la sala. A kikutani los zapatos le parecían más pesados que cuando se los había probado en la celda, y golpeaban el suelo con un ruido sordo a cada paso. Cuando cruzaba el patio los tobillos le empezaron a doler y sentía los muslos rígidos. El funcionario le dijo a Kiyoura que se pondría en contacto con ellos en la casa intermedia por futuros asuntos relacionados con la libertad condicional. Había una pequeña camioneta verde estacionada debajo de la enorme copa de un árbol zelkova. Kiyoura les dijo que pusieran las cajas atrás. El guardia responsable del sector de Kikutani se le aproximó.

—Cuídese —le dijo—. Aproveche la libertad. Kikutani se enderezó y después se inclinó con respeto.

—Gracias por todo. Cuídese usted también —dijo. Kiyoura intercambió algunas palabras más con el personal de la cárcel y luego subió al asiento del conductor. Kikutani, Igarashi y la mujer de Igarashi se sentaron también y la camioneta salió, siguiendo un pequeño auto conducido por un guardia. Cuando llegaron a las puertas de acero del patio el conductor del auto de adelante sacó la cabeza por la ventanilla. El joven guardia asintió y la puerta se abrió. La camioneta franqueó la salida detrás del auto y poco a poco empezó a tomar velocidad. Dejaron atrás las oficinas de la prisión y giraron a la derecha por los enormes terrenos de alrededor, punteados aquí y allá con matas de flores blancas. Había una fila de cerezos frente al pabellón de artes marciales a la izquierda, pero todavía faltaba un poco para que florecieran. Las ramas apenas tenían un esbozo rojo.

De pronto tuvieron delante las puertas de la alta cerca de metal y el auto guía disminuyó la velocidad hasta detenerse al lado de la caseta del guardia. A Kikutani e Igarashi les dijeron que se bajaran y esperaran junto a la puerta. El oficial entró a la caseta, mostró unos papeles e intercambió algunas palabras con los guardias. Hubo reverencias generalizadas y pronto volvió a salir. Les dijo a los dos excarcelados que subieran y cuando estuvieron sentados las puertas se abrieron y la camioneta se empezó a mover. Kiyoura saludó con la cabeza a los guardias mientras cruzaban la puerta, luego giró a la izquierda y aceleró. Kikutani recordó el sonido de los coches patrulla sobre la gravilla, que él oía desde su celda; esta carretera, sin embargo, era ancha y estaba pavimentada.

—Bueno, ¿cómo se sienten al estar afuera? —preguntó Kiyoura sin volverse. Kikutani no supo qué contestar. Igarashi tampoco dijo nada.

Pasaron por filas de casas idénticas, pegadas unas a otras, a las que seguía la larga valla de cemento de una fábrica: Kikutani pensó que debía de ser lo que ahora se llamaba “parque industrial”, con sus filas de edificios y oficinas y camiones yendo y viniendo. Finalmente vieron una autopista, y la camioneta apuntó hacia la rampa de acceso. Kiyoura pagó el peaje y se mezcló con el tránsito. Kitutani no había estado nunca en una autopista. Eran muy pocas las que había en el país antes de que fuera a la cárcel y las había visto sólo por la televisión. Ésta de la realidad era mucho más grande de lo que había creído y los autos se movían a más velocidad, y muy cerca unos de otros. A esta velocidad, se dio cuenta, el menor contacto con otro coche significaría un terrible accidente. Se aferró de la manija de seguridad que había sobre la ventanilla y se sentó rígido.

La autopista atravesaba el ancho valle de un río, que habían convertido en un campo de golf. Había hombres con gorras blancas y mujeres con uniformes rojos caminando por el césped. El río estaba moteado de botes de remos. Al otro lado, las filas de casas de las calles empezaban a estar intercaladas con edificios altos; pronto aparecieron grandes torres de departamentos color café. A medida que la camioneta se internaba más y más en la ciudad, empezaron a ver grupos de edificios más altos aun entre los bloques de departamentos. Había construcciones enormes de las que colgaban carteles de tela, probablemente centros comerciales, con globos rojos y blancos de publicidad flotando encima. Kikutani se quedó mirando los globos, inmóviles y pacíficos contra el cielo azul.

Los autos de ambos lados empezaron a converger hacia el carril por el que iban y la camioneta disminuyó la velocidad al acercarse al punto en el que se unían dos autopistas. Más allá los autos avanzaban casi tocándose; la camioneta se deslizó lentamente, deteniéndose por momentos y volviendo a arrancar. La tensión producida por la gran velocidad de la autopista desapareció y los ojos de Kikutani empezaron a nublarse. Bostezó. Después, para su vergüenza, empezó a sentirse mareado. Los rodeaban edificios muy altos, que acechaban a lo largo de la calle, de modo que parecía como si fueran por un valle estrecho, pero Kikutani casi no pudo apreciar el panorama, debido a los escalofríos que lo atenazaban. Estaba cubierto de sudor, y las oleadas de náuseas subían y bajaban. Mantuvo los ojos bajos y rezó para que la camioneta llegara pronto y pudiera bajar.

Poco después, salieron de la fila de autos y dejaron la autopista para meterse por las calles de edificios públicos que rodeaban el palacio imperial. Grupos de hombres e incluso algunas mujeres, trotaban despacio por los terrenos que rodeaban el foso. Kikutani había oído hablar de la moda del jogging, pero creía que era algo que se hacía durante el fin de semana o por las tardes; aquí había hombres trabajadores, con un empleo, corriendo en pleno día. La camioneta dejó la calle que bordeaba el foso, subió por una pequeña cuesta y cruzó la puerta de un edificio de cemento blanco sobre la derecha. Kiyoura estacionó en un espacio libre del parking.

—Es hora de almorzar —dijo mirando el reloj. Tomó un gran paquete envuelto en papel del asiento del acompañante y salió de la camioneta. Los dos y la mujer de Igarashi bajaron también y lo siguieron a través de una puerta de plexiglás al interior del edificio, y luego por el pasillo llegaron a una habitación que decía: SALA DE ESPERA, donde había tres mesas rodeadas de sillas, sin gente. Kiyoura les dijo que se sentaran. Desenvolvió el paquete y les entregó su comida a Kikutani y a los Igarashi. Luego se fue por un momento y volvió con una bandeja con tazas de té. Mientras Kiyoura se sentaba, Kikutani sacó los palillos de su envoltorio y los separó. Levantó la solapa de la caja de comida y examinó el contenido: en uno de los lados había un montoncito de arroz, de un blanco tan brillante que lo deslumbró. En el centro exacto de esa blancura había una ciruela en conserva, como una gota de tinta carmesí. Al otro lado de la caja, en un arreglo colorido, había trozos de omelette, guisantes, fetas de salmón, zanahoria cocida con raíz de bardana, daikon pálido en conserva y tiras de alaga. Extendió los palillos con la mayor lentitud y se llevó un bocado de arroz a los labios. Al masticar, apreció el sabor ligeramente dulzón y la textura aterciopelada, tan diferente de la mezcla de arroz y centeno que había sido la norma durante sus largos años de cárcel; y cada una de las otras comidas, al saborearlas una por una, le parecían hechas con los mejores ingredientes hábilmente sazonados. Se le ocurrió que ahora tenía libertad para comer esos platos coloridos y deliciosos y ese arroz blanco como la nieve todos los días, y su ánimo subió. Igarashi estaba sentado a su lado, manejando en silencio sus palillos.

Cuando Kikutani hubo comido hasta el último grano de arroz, volvió a poner la tapa a la caja, volvió a atar el hilo y tomó su taza de té. Tibio ya, el té se parecía mucho más al que había tomado en la cárcel, pero la taza, de porcelana, le resultaba mucho más pesada que las de plástico a las que se había acostumbrado. Kiyoura había sacado un cigarrillo y estaba a punto de devolver el paquete al bolsillo cuando cambió de idea y les ofreció a Kikutani y a Igarashi. Kikutani negó con la cabeza e Igarashi hizo un esbozo de reverencia rechazando la oferta. Antes del “incidente”, Kikutani había fumado dos paquetes por día; y aun después de ir a la cárcel había soñado con frecuencia que fumaba un cigarrillo. Pero ahora sentía como si hubiera vuelto a sus días de estudiante, cuando fumó por primera vez, un poco atemorizado de que el humo lo mareara. No sentía ningún deseo de extender la mano hacia el paquete ofrecido.

Mirando el reloj, Kiyoura se volvió hacia la esposa de Igarashi:

—Hemos venido aquí a ver a alguien de la oficina de supervisión, pero están almorzando en este momento. Me pregunto si usted querrá esperar aquí mientras llevo a estos hombres a dar un pequeño paseo. Deben empezar a familiarizarse con todo esto.

—Por supuesto —dijo ella, tomándose las manos sobre el regazo y asintiendo.

—Perfecto —dijo Kiyoura, aplastando la colilla en un cenicero—. Vamos a echar una mirada. —Se puso de pie y los hombres lo siguieron fuera del cuarto y del edificio. Kiyoura caminaba a paso lento, las manos en los bolsillos; tomó por el sendero que subía la ladera; Kikutani e Igarashi, por un largo hábito, lo siguieron en fila india, balanceando las manos al caminar. Kiyoura miró atrás y un gesto risueño le pasó por el rostro.

—Pueden olvidarse del paso militar —dijo riéndose—. Están afuera y pueden relajarse. —Pero después no les volvió a prestar atención, quizá convencido de que no valía la pena insistir en ese punto. Siguió subiendo, la mirada hacia delante.

En la cárcel se los había obligado a formar filas y caminar marcando el paso; si se olvidaban de hacerlo, se lo registraba como infracción a las reglas. Kikutani, que siempre estaba pensando en sus posibilidades de libertad condicional, había evitado con el mayor cuidado quebrar ninguna regla; caminaba siempre marcando el paso, aun cuando estuviera solo. Ahora estaba libre y ya no tenía que ser tan cuidadoso; pero su cuerpo se había acostumbrado a caminar balanceando los brazos, alzando las rodillas a cada paso, y era como si no pudiera moverse de otro modo. Un hombre que bajaba la ladera pasó junto a ellos y los miró con extrañeza. Después, sintieron sus miradas en la espalda.

Al llegar a la cima, pasaron bajo un gran portal. En sendero de guijarros blancos llevaba al santuario principal; pero Kiyoura, al parecer preocupado por la hora, se dirigió a un pabellón más pequeño. Se detuvo entre los árboles que había detrás del pequeño santuario.

—Ustedes dos, tienen que tratar de mirar un poco alrededor cuando caminan —dijo—. Los ciruelos están en flor. Ya empiezan a marchitarse, me parece. —Siguiendo esta indicación, Kikutani alzó la vista a los árboles que lo rodeaban. Había más de veinte ciruelos, blancos y rojos; algunas flores tenían pétalos claros con anchas franjas rosadas, mientras que otras tenían centros de un dorado pálido. Recordó el pequeño ciruelo que había comprado en un mercado de flores y había plantado en su jardín. Kiyoura tenía razón, la floración ya pasaba; el suelo estaba cubierto de pétalos, algunos de los cuales ya empezaban a disolverse en la tierra.

—Quería decirles —dijo Kiyoura, como si lo recordara de pronto— que retengo el dinero que ahorraron cuando estuvieron adentro. Está en la caja fuerte de al casa intermedia, así que si lo necesitan, no tienen más que decírmelo. Pero tengo que prevenirlos: aunque en este momento puede parecerles mucho, deben recordar que los precios han subido. Odio ser un aguafiestas, pero deberían tenerlo en cuenta.

—Lo sabemos —dijo Kikutani, al que invadió un sentimiento sombrío mientras hablaba—. Antes de que me ausentara, las estampillas para una carta costaban siete yenes; ahora cuestan cuarenta. Es decir, seis veces más, y supongo que todo lo demás debe de haber aumentado en la misma proporción.

Le preocupaba pensar que su millón de yenes de ahorros valía menos de doscientos mil.

—¿Siete yenes costaba? —dijo Kiyoura, inclinando la cabeza hacia un lado. Después, mirando su reloj de pulsera, dijo que debían volver. Partió rumbo a la entrada del recinto, con Kikutani e Igarashi atrás.

Cuando llegaron a la sala de espera, Kiyoura desapareció por un momento y al volver les pidió a los dos hombres que lo siguieran. Subieron una escalera y entraron en un cuarto con un cartel que decía DIVISIÓN REHABILITACIÓN, donde los hicieron sentar ante el escritorio de un hombrecito de traje azul oscuro. Parecía estar esperándolos, de pie con las manos apoyadas en el escritorio. Kikutani le calculó unos cuarenta y cinco años, pero su cabello seguía muy negro y la piel era pálida y lustrosa como la de alguien mucho más joven. Kiyoura presentó a los dos hombres a su cargo.

—Muy bien —dijo el hombre en un tono agradable y los miró—. Felicitaciones por su libertad condicional. Se la han ganado. —Tenía la voz clara, los ojos brillantes. Siempre de pie tras el escritorio, empezó a enumerar las condiciones de su liberación, haciendo una pausa después de cada una para marcar su importancia.—A partir de hoy, iniciarán un curso de estudio en la casa intermedia dirigida por el señor Kiyoura, para reeducarse en las condiciones actuales de la sociedad. Este curso en general dura tres meses. Se les permitirá una prórroga, si así lo desean, para solucionar circunstancias imprevistas. Por el momento, el cuarto y dos comidas diarias en las instalaciones de Kiyoura serán gratuitas, pero serán responsables de comprar sus almuerzos. Después de veinticinco días, tendrán que pagar todas las comidas.

“Estos establecimientos intermedios están pensados para ayudarlos a volverse miembros funcionales normales de la sociedad. Le prepararemos un programa que deberá ser cumplido y empezarán el trabajo. Esperamos que observen escrupulosamente todas las reglas dispuestas por los hombres y mujeres que se ocuparán de ustedes en la casa intermedia. Pero al mismo tiempo, queremos que tomen responsabilidades propias y aprendan a valerse por sí mismos. Tendrán que ocuparse de su ropa de cama y otros elementos de los que se los proveerá en la casa. Está estrictamente prohibido perturbar al personal o a los residentes de la casa con ebriedad y comportamiento improcedente. A su debido tiempo, encontrarán empleo y cuando su período de ajuste haya terminado podrán dejar la casa y mudarse a un departamento u otra residencia. Esperamos que se entreguen con devoción a sus empleos y demuestren ser miembros útiles de la sociedad.

“Durante su período de reajuste, y aun después de que hayan dejado la casa intermedia, tendrán que reportarse dos veces por mes al oficial a cargo de su caso. Y necesitarán su permiso para viajar o cambiar su lugar de residencia.”

Después el oficial se dirigió a Igarashi y le explicó que había sido liberado tres años antes del cumplimiento de su condena. Si durante estos tres años violaba su libertad condicional, sería devuelto a la cárcel. Pero si no había infracciones durante ese lapso, se daría por cumplida su condena y su libertad condicional habría terminado. Después, volviéndose a Kikutani, continuó:

—En su caso, usted ha cumplido más de quince años de una condena por tiempo indeterminado, pero técnicamente no ha pagado su deuda con la sociedad y las reglas exigen que quede bajo supervisión de su oficial de condicional por el resto de su vida. No obstante, en un lapso de diez años, si su historial se mantiene absolutamente limpio, habrá cumplido un total de veinticinco años. Como la ley japonesa no prevé condenas más allá de los veinte años, en tales circunstancias se realiza una cuidadosa revisión del caso por la junta de libertad condicional y puede elevarse un pedido de perdón general. Si se considera que hay méritos suficientes, el ministerio de Justicia puede conmutar la sentencia. La cantidad de convictos que han llegado a este punto es relativamente pequeña; pero existen y deben servirle de inspiración: propóngase ser el siguiente en recibir un perdón. Le deseamos el mayor de los éxitos en sus esfuerzos —concluyó plácidamente.

—Haré todo lo posible —dijo Kikutani, poniéndose firme para hablar. Pero en las palabras del funcionario podía sentir la enorme distancia entre su situación y la de Igarashi, pese al hecho de que los dos estaban en libertad condicional. Una sentencia de quince años sugería que Igarashi también había sido condenado por homicidio, pero era evidente que debía de haber habido una cantidad de circunstancias atenuantes. Si Igarashi podía cumplir el resto de su condena sin tropiezos, estaría libre de la supervisión de la junta. Para Kikutani, en cambio, la vigilancia seguiría de por vida.

Kiyoura se acercó al escritorio y le tendió al funcionario unos papeles que había sacado de un sobre. El hombre los miró brevemente y después volvió a alzar la vista. Intercambiaron unas palabras amistosas, mencionando algunos nombres. El inspector preguntó por los distintos residentes en el establecimiento de Kiyoura, quien respondió con una larga letanía: un hombre había logrado obedecer la regla que prohibía la bebida en la casa, pero afuera se emborrachaba casi todas las noches; otro había excedido su período pero se negaba a marcharse; un sujeto irritable había tenido una pelea con otro residente. Mientras seguía con su lista de problemas, recibiendo por respuesta apenas algún gruñido ocasional del funcionario, Kiyoura parecía haber olvidado la presencia de Kikutani y de Igarashi. Algunas de las infracciones, decía, estaba dispuesto a pasarlas por alto; otras no. En unos pocos casos, le dijo al funcionario, redactaría un informe. Al fin concluyeron la conversación y el funcionario agradeció a Kiyoura.

—Y ustedes dos —dijo volviéndose hacia ellos—, no nos defrauden. —Con una reverencia, Kikutani e Igarashi siguieron a Kiyoura fuera del cuarto. Pasaron por la sala de espera, donde la señora Igarashi esperaba con las manos tomadas sobre el regazo y los cuatro volvieron a la camioneta.

—Eso es todo —murmuró Kiyoura cuando encendía el motor y salía a la calle.

 

  • Akira Yoshimura
    Yoshimura, Akira

    Akira Yoshimura (Tokio, 1927-Tokio, 2006) fue novelista y ensayista. Es un escritor muy respetado en Japón, donde ha ganado numerosos premios, y sus libros se han traducido a varios idiomas. Es autor de más de veinte novelas y libros de cuentos.

    En sus obras suele analizar con estilo preciso, casi científico, lo que parece la imposibilidad de sus personajes de disponer de sus vidas, como si estuvieran abocados a un destino inexcusable y fueran incapaces de ejercer el libre albedrío por carecer de una voluntad firme o haber renunciado a la existencia.

    Akira Yoshimura fue director de la Asociación Japonesa de Escritores y del Museo de Literatura Japonesa Moderna.

    Obra (selección):

    El viaje a las estrellas

    Hizoko en América

    Naufragios

    Justicia de un hombre solo

    Libertad bajo palabra (llevada al cine por Shohei Imamura en 1998 con el título de La anguila)

     

Más en este número Pescados en la playa »