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Año 2 #21 Julio 2016

El fideo más largo del mundo

La pensión es un clásico del humor corrosivo de Jobson. Las pensiones son un mundo.

 

De El fideo más largo del mundo (Biblioteca Abelardo Castillo, Colección Los recobrados, Editorial Capital intelectual, Buenos Aires, 2008)

 

Vuelvo a pensar que la alternativa es única, pese a todo, pese a la habitación recauchutada de apuro, al ropero medieval, a la colcha finisecular, a la ven­tana alta e inasible, a la cama pequeña y sorprendida por mi peso y estatura. Pero ella está a mi lado, disipando dudas y temores, engañándome y enga­ñándose, activa inmigrante de la década del 30, con quince años menos de los que aparenta, con la misma sonrisa en su rostro que será patrimonio invariable del 1 al 5 de cada mes y que volverá inmediatamente el 6 a su acritud originaria y permanente y que ahora me dispensa excepcionalmente por motivos cercanos a su voluntad.

Y ha llegado el momento definitivo y crucial; superados los inconvenientes y estando tácita y silenciosamente de acuerdo entre ambos que esa habitación no la aceptaría ni siquiera como cuartel provisorio el más perseguido de los asesinos enrolado en la Legión Extranjera, llegamos a la puerta del comedor, último agravante de su personalidad, fuente donde abreva su secular codicia. El reloj da las ocho y media y ya están, listas para largar, quince mesas confianzudamente ocupadas al tiempo que entra Alfonso con una andanada de sopa de municiones, me mira de reojo cuando pasa a mi lado, y unos pocos segundos después comienza el adagio assai costumbrista de plato, cuchara y soplido.

Ella, el Hada Conductora de Niños Azorados, se detiene en la puerta a mi lado, mientras escruta profesionalmente buscando mi ubicación, que ya sabía en el mismo momento en que pregunté si tenían habitación libre, todas las cucharas se detienen a mitad de trayecto, los condenados me requisan, sacan conclusiones, hasta que ella dice ah, allí me parece bien, ¿no? y yo pienso que si no es allí dónde, gambeteo mesas, sonrío, saludo y digo buen provecho en un semitono caballerescamente inicial, soy el personaje de la semana, dos viejas se dicen algo en secreto y me salvo de un embarazo pecaminoso sólo porque soy hombre, hasta que finalmente llego a destino, vapuleado, honrado, insultado, ensalzado. El Hada arregla el mantel, un pedazo de nylon refregado hasta el desconsuelo, da vuelta mi copa, chasquea con los dedos imperiosamente a lo maître de hotel porque falta el cuchillo, Dios mío, esta chica en qué estará pensando, me pide disculpas porque tiene que atender la cocina y me deja librado a mi suerte, de ahora en adelante el destino me lo forjo yo.

Pero por algo ella es un Hada y tiene poderes mágicos: frente a mi mesa hay un ser humano que sonríe y mueve su cabeza no sé si para saludarme o aprobando mi manera de peinarme. Ratifica con un gesto que ésa es mi mesa y prosigue con su sopa, ya establecido el contacto, y su sonrisa se desdibuja, pero queda un rostro, algo así como tener el motor regulando para arrancar fácil en cualquier momento. Alfonso llega, deja la sopa y sigue su camino, como si le molestara tener que servirme. Don Julio embraga y arranca. Con bastante fundados temores llevo la primera cucharada a mi boca, el gusto es lo más parecido a la nada total, pero ya la pagué, y la tomo, como todos. Alfonso me dice vino, lo miro a don Julio buscando apoyo para una respuesta y él asiente. Yo también. Lo mismo pasa con la soda y Alfonso vuelve dejando ambas cosas en mi mesa mecánicamente. En ese momento, don Julio para el motor violentamente y de atrás me llega una voz meliflua, mórbidamente estudiada para pensionista recién llegado, del príncipe consorte, lo más pareado al hombre, pienso, más joven que ella y, no sé porqué, peor que ella. Me pregunta todo bien, verdad que sí señor, yo como lo mismo que los pensionistas y hay que ver el problema con los precios y la feria, pero la calidad antes que nada y la salud, se va luego de su discurso inaugural y don Julio descubre para mí un rictus que es un inédito adjetivo calificativo. Me sirvo un poco de vino y lo invito con una copa. Nadie, en la historia del mundo, se ha sentido como se siente él en ese momento: casi creo que se pone a llorar, mientras me mira como si yo fuese el hijo que ha regresado al hogar luego de diez años de ausencia. Cuando brindamos subrepticiamente, porque está prohibido violar la atmósfera social del comedor, nuestra relación se vitaliza y somos ya el uno para el otro, mientras el enemigo de la reina desatiende al tucumano Salas que le muestra la porción que le ha tocado en suerte con un gesto de después después, y con su mejor diplomacia atiende la queja de las ancianas de la 5 que en cualquier momento le van a recordar la pensión en que vivieron cuando jóvenes y que era muy buena pese a estar frente a la jabonería de Vieytes. Desde la cocina, a intervalos regulares, llega la voz del Hada, ahora en su mejor expresión, ya es María Bianchi de Rossi, un apellido pictórico que dirá Alfonso en algún momento de desahogo, dando órdenes, cuidando el horno, la cantidad de lechuga, las botellas de vino, no más de un segundo por persona porque si no todo el mundo pide dos sólo para joderme, marcando hombre a hombre al cocinero que vuelca día a día en la olla grande su resentimiento de siglos. El comedor llega a su punto álgido nocturno, todos comen como si fuera el último deseo, la croqueta cortada con volup­tuosidad es ella, el esposo el pedazo de carne magro e inasible, el amor el vino agrio y oscuro, el puré insulso y anodino, la vida.

 

Cuarenta y cinco minutos después el campo de batalla ha quedado desierto y tomamos la última copa de vino con don Julio que morirá allí mismo si no acepto la invitación a tomar café en su pieza. Sé que se me viene encima la vida, pasión y muerte de Julio López Serrano, 67 años, jubilado, que hace años no tomaba más que una copa de vino en la mesa y que ahora sube las escaleras eufórico, regurgitando alcohol y penas. Pero no puedo evitarlo: sería como excitar durante dos horas a una mujer, desnudarla profesional- mente, darle un beso en la espalda y después decirle que uno es honesto y no quiere mancillarla.

Subimos hasta el primer piso, doblamos a la izquierda y nos detenemos frente a la celda de castigo N° 9 del cuadro quinto. Entrar en ella implica un proceso detallista y complicado: se trata de abrir la puerta hasta que tropiece con el borde de la cama, ladear el cuerpo, rozar el marco lateral, estirar la pierna con la que se ha entrado hasta el hueco de 50 por 50 cm que deja el extremo de la cama con la mesa, cerrar la puerta, sonreír todo lo que uno puede, sentarse en un banco que sólo Dios sabe de dónde apareció, pensar que únicamente un ser humano puede vivir en estas condiciones y levantar los atónitos ojos hasta don Julio que en ese momento se agacha, estira un brazo por debajo de la cama y como un mago cualquiera saca un calentador eléctrico y una pava infinitesimal, verlo extraer del más allá una valija barata y una llave inverosímil y ver cómo parece, instantáneamente, la corte de los milagros comestible, la despensa-farmacia-costurero más funcional desde la mecanización para acá, yerba, café, dos latas de paté, dos agujas, hilo, un frasquito de azúcar, un salamín, tres curitas, paratropina, alka-seltzer, un enchufe triple, dos cucharitas, tres clavos y un destornillador. El despliegue me provoca una sonrisa, y me dice:

—No se ría. Ya lo va a tener que hacer usted también —mientras sigue preparando el nescafé. Parece un hechicero vudú llevando a cabo el ritual de la octava luna.

—Si uno no se la rebusca, m'hijo, está listo. La bruja esa tiene prohibidos todos los artefactos eléctricos, así que... —y conecta el aparato luego de un minuto de búsqueda del enchufe—. Y como a mí no me va a joder así como así... —y coloca el calentador sobre la mesa—, ya encontré la manera de joderla pese a que todos los días me revisa la pieza buscando el cuerpo del delito— y acaricia el frasco de Nescafé como el cómplice que ha llevado a buen puerto su misión.

—Qué le va a hacer —prosigue—: es ella o yo. Es la guerra declarada. En algún momento va a tener que rendirse. Está bien que ahora yo voy a tener que lavar todo, dejar afuera un solo vaso, guardar las cucharitas... pero a mí no me va a joder esa guacha.

Finalmente sirve los dos cafés, enciendo un cigarrillo, miro la hora y me digo qué sueño vas a tener mañana.

Pero me espera la sorpresa del siglo: en una hora me da una clase magistral sobre sociología de pensión, sobre la pareja reinante, sobre los condenados, y sus conclusiones inéditas sobre el tema y lo que yo creía era una cortesía ineludible, se transforma en una revelación insospechada de su poder de observación. El "pero, dígame, ¿usted no sabe que...?" es premonitorio siempre de una información asombrosa y creo que no agrega nada de su propia cosecha, creo que sus investigaciones son válidas y reales y que el "ya se va a dar cuenta usted también" es anticipo de una realidad a la que sólo le falta tiempo para ser comprobada. Y cuando presumo que ha llegado al final de la relación, que no queda nada por contarme porque incluso ha llegado a decirme hasta el nombre del barco en que llegó doña María, se detiene —presiento que me va a apabullar, que me va a decir qué grita la loca cuando le viene el espasmo—, se asegura que nadie oiga, se asume total y definitivamente, y con un tono que no alcanza a desentrañar, me dice:

—Además, tiene el fideo más largo del mundo.

Le clavo los ojos, hipnotizado, mientras pienso en cualquier cantidad de metáforas, lunfardo, lenguaje coloquial, pero no acierto con la comparación.

—El fideo —le digo casi preguntando, como para no ofenderlo.

—Sí, el más largo del mundo —me confirma mientras pone cara de que la cosa sea muy natural—. Lo único que no sé es dónde lo guarda —agrega.

Mi cara le sigue diciendo que no entiendo nada.

—¿Cuántas veces le sirvieron fideos hoy? —me pregunta, y luego de una rápida introspección le contesto que en la sopa y en el segundo plato.

—Y mañana también, y pasado, y todos los días. Ya lo va a ver.

Pienso que hay que dar un corte a la situación. Sospecho que el vino pudo haberlo afectado.

—Don Julio... Los fideos se compran en el almacén. No hace falta.

Me interrumpe, un poco molesto.

—No, ella no lo compra. Tiene el fideo más grande del mundo. Debe ser una bobina grande, escondida en el sótano, o no sé, algún sistema que sólo ella conoce. Pero es el más largo del mundo, palabra, créame.

El imperativo es tan enfático y el sueño tan grande que le digo que sí, que puede ser. Es peor. La vacilación le gusta menos que mi incredulidad.

—Lo que pasa es que usted no la conoce. Lo inventó ella para gastar menos. ¿Se imagina el ahorro: un fideo eterno, interminable?

 

Esa noche sueño con el fideo. Es una cuerda larga, una especie de soga blanda y gelatinosa que alguien me arroja para que yo pueda salir de un pozo y la cuerda cae y cae y nunca termina, hasta que Alfonso me despierta golpeando la puerta: es mi primer desayuno. No sé bien si el color del mejunje es natural o si son mis ojos, todavía cerrados. Es natural, y al segundo sorbo lo dejo, añorando el de mi vieja, pesado y aromático.

Mientras me lavo la cara, pienso que el agua debe provenir de un iceberg, el más grande del mundo, e inmediatamente recuerdo el fideo. Cuando vuelvo, miro la taza todavía humeante y me castigo pensando a qué diplomacia voy a tener que apelar cuando doña María me pregunte por qué dejé el café con leche y decido, inútilmente, decirle la verdad, para lo cual vuelvo a dar otro sorbo, y cuando la pequeña cascada grisácea viene, un objeto extraño me hace volver atrás, despierto por completo, enciendo todas las luces, es decir, la otra que cuelga del techo, desnuda y escuálida, acerco la taza y cuando los rayos de luz alcanzan a horadar valientemente la barrera dejada por un millón de moscas purgadas al mismo tiempo, no lo quiero creer, la voz de don Julio me llega como desde otro mundo: es un pequeño, indefenso, impávido fideo.

Más tarde, en la oficina, no puedo concentrarme. Pienso en la casualidad, el azar, un fideo suelto por ahí que cayó en la leche que me tocó a mí, por qué a mí, quiero inventar algún sistema de envolver fideos o cómo se conservan en un sótano húmedo, hasta que llega el mediodía y vuelvo a la penitenciaría. Don Julio mastica distraídamente un pedazo de pan, doña María da las últimas instrucciones técnicas del día, o sea cuidado con la salsa que si no no hay pan que alcance, entro al comedor, mi plato ya está sobre su mesa, una botella de vino nueva, el mediodía es cálido y acogedor, don Julio se ha afeitado porque está en vísperas de cobrar el bimestre, Alfonso entra con la sopa sonriendo y todo, empiezo a tomarla con total indiferencia hasta que veo que don Julio pone en marcha el motor, amaga el rictus y sólo entonces advierto la nube de tormenta sobre mi apacible cielo otoñal: la sopa es de fideos.

Lo miro. Está silencioso, como una amante enojada que alguna vez tiene razón, pero que nos perdonará enseguida, no importa, papi. Semiderrotado, quiero confesarle mi culpa y me detiene con un gesto de la mano, palma hacia mí: espero. Llega Alfonso, saca los platos y deposita otros dos: es una lámina casi cuadrada, blanca, un tanto (adivino) gelatinosa, y al mismo tiempo que hunde el tenedor y confirma mi teoría, me dice:

—Fideos a la Bianchi de Rossi. Ella dice que son al gratín.

—Entonces, miente —le digo, y él vuelve con la mano a un gesto de "¿no le dije?" que me complica la existencia.

 

Esa noche vuelvo tarde y desde el pasillo veo la luz por la puerta de don Julio. Intento llegar en puntas de pies a mi pieza, pero oigo un chistido en su boca que al mismo tiempo ha sonreído y con los dedos realiza la onomatopeya gráfica de un café. Me promete que un café y a la cama, y acepto.

—¿No le dije yo? ¿Qué le dije ayer, eh?

Doy el primer sorbo mirándolo un tanto hastiado y cuando me dispongo a destrozar de una vez por todas su teoría, agrega:

—Quiero decirle algo, pero tiene que prometerme que queda entre los dos—. Le digo que por supuesto, que por quién me toma, etc., y así hablaba Julio López, dice:

—Estoy por descubrir el misterio. Creo que estoy sobre una buena pista. Anoche, después que usted se fue, bajé a la cocina. Creo que di con algo importante.

El entusiasmo y la euforia son tan conmovedores que por un instante los comparto. Luego recapacito, y le digo:

—Don Julio... ¿usted va a la cocina a la noche para...? —y me detengo porque no atino a proseguir, pienso que la ciencia ficción es un cuento de hadas al lado de este jubilado.

—Por supuesto —prosigue con la mayor naturalidad—. No sé de qué otra manera voy a dar con la clave.

—¿Pero si la tana se despierta?

—Nunca se despierta antes de las siete y media.

—El desayuno llega a esa hora —le replico sabiendo que me va a refundir con un elemental, Watson, elemental. Así es.

—A la noche deja dos litros de leche y un cuarto de café para el desayuno. Alfonso viene a las siete y lo prepara.

Hago mis cálculos: unos 24 pensionistas, dos litros de leche, un cuarto de café. No, no me da, así sea que la ley de dilatación de los cuerpos haya estado equivocada durante dos siglos.

—Ya sé lo que está pensando —dice él—. Cómo hace Alfonso para que alcance, ¿no? Es fácil. Agua abundante, en ambos recipientes. Eso lo supe al cuarto día de estar aquí. Mañana se cumplen ocho años. Parece ayer, ¿no?

 

Mientras trato de dormir, todas las teorías de la supervivencia humana, el poder de sobrellevar sufrimientos, la relación del hombre con la evolución de la medicina y otras cosas que había traducido de un folleto para el jefe de laboratorio, se me fueron al tacho, estaba dispuesto a decirle al jefe que rompiera el artículo por mentiroso y falso. Al mismo tiempo, deduje que si en verdad hay un sentido de supervivencia, de sublimación del instinto de conservación, ambos pueden estar dados cuando hay un estímulo superior que supere en provocación, me dije, al hecho de vivir ocho años en esa pensión, y que esa superación debería tener una jerarquía realmente insólita, como, por ejemplo, buscar el fideo más largo del mundo.

Al mediodía siguiente no lo vi y me extrañó que a nadie le llamara la atención la ausencia del decano. Alfonso llegó con la inamovible sopa de municiones, el promedio ya se estaba acercando al 90% largo, y un poco gracioso y otro tanto con bronca, le dije:

—Mirá que tiene espíritu belicista ese cocinero.

Se va dejándome en los ojos un gesto indefinible, un a mí qué me importa, pero con un dejo de algo imponderable. Viene en mi ayuda, sin quererlo, el tucumano. Hay un problema con el segundo plato, que no me lo trajiste, que sí se lo traje, pero más allá está la computadora electrónica de doña María que sigue repitiendo que no y cuando vuelve a efectuar el reclamo, Alfonso vuelve a negar y el tucumano arbóreo le dice:

—Dale, María Antonieta, ¿también sos alcahueta ahora?

María Antonieta, me repito, y me digo que sí, que de otra manera no es posible. Cuando me trae el vino, lo miro, me devuelve la mirada diciéndome qué miras, chusma, y le pregunto qué pasa con don Julio.

—¿Ese viejo enclenque? Fue a cobrar la jubilación —me responde un tanto indignada.

A las cinco de la tarde, cuando salgo a ver quién me busca, lo veo, con los dos factores de poder a cuestas: ha cobrado la jubilación, ése es el primero. El segundo me lo confiesa, desbordando eurekas largamente postergadas.

—Esta noche... esta noche... ya casi lo tengo —y me agarra del brazo como enloquecido—. Tiene que acompañarme.

Le explico que no puedo y le invento una salida con una mina. Aprueba mis razones agregando algo de su juventud, de una mujer que quiso mucho, pero eso ya pasó.

—No importa, no importa. Mañana es día de gloria. Cuando yo pegue el grito, ojalá que usted esté. Quiero que sea el primero en... No, el segundo, el segundo. La primera va a ser ella. La voy a envolver con el fideo, ¡va a ser la primera momia envuelta en fideos!

Me da una palmada en la mejilla, los ojos se le salen, y sin despedirse se va. El ascensorista me mira y con los dedos me pregunta quién es ese piantado.

 

Es posible que me haya contagiado la locura o la lucidez. Me levanto a las siete y media, espero que la tana salga y la sigo en todo su recorrido, almacenes, ferias, mercados, con su paje al lado, Alfonso, alegre en su cometido, de discutir y protestar por los precios y el peso. Llena dos bolsones enormes con una impresionante variedad de artículos que nunca veo en la mesa, pero ni un solo fideo, ni siquiera un paquetito, ni el más mínimo dedalito.

Al mediodía lo encuentro en su trono. A propósito, no le digo nada. No mira, sabiendo que estoy adoptando una postura.

—Esta tarde, cuando duerma la siesta, de dos a tres y media.

Alfonso trae unos fideos con tuco, él me reitera el origen de tallarines a la Bianchi de Rossi y agrega que el tuco es un colorante inventado por ella. Luego levanta un fideo solo, lo mira, sonríe, y con fruición homicida, se lo come.

 

A las tres y media la telefonista me informa que hay un llamado para mí, recién cuando voy a decir hola me acuerdo del fideo y se me doblan las rodillas, y del otro extremo, la tana, en total estado de histeria, me ruega que vaya, le pregunto para qué, me dice algo de don Julio, y pienso ahora escucho un tiro y mañana salgo en La Razón como amigo del occiso.

Llego, las viejas lloran, el patrón se toma de la cabeza, pero no veo policías, y me calmo. Subo. Tres o cuatro pensionistas están en la puerta de la 9, con un desconsuelo tan ortodoxo que pienso en lo peor. No tengo tiempo de entrar: la tana y un tipo salen, ella me ve, me presenta, no sé por qué me da jerarquías, algo así como único pariente que alcanzo a escuchar o que imagino. El tipo, médico, toma mi nombre, dice por ahora nada más, la ambulancia va a llegar en seguida y la tana lagrimea.

—Usted sabe que yo en verdad lo quería mucho. Tanto tiempo aquí... quién diría. Si ayer mismo estábamos hablando…

A mí también me cuesta creerlo y atisbo por entre la puerta la colcha que cubre sus pies y no me atrevo a más. Sólo a preguntarle a la tana:

—¿Cómo fue?

—No sé. Escuché un grito fuerte que me asustó. Salí y lo vi en la cocina, en el suelo, muerto. Oh, madonna, madonna santa…

—Síncope cardíaco —me dice el médico, mientras lo acompaño—. La emoción tiene que haber sido muy violenta. La rigidez no era la común, sino consecuencia de una emoción muy violenta. Inclusive, la crispación de sus manos me llamó mucho la atención. Tuve que hacer un gran esfuerzo para poder abrirlas, y cuando lo logré, fíjese qué extraño: tenía apretados unos trocitos de algo blancuzco, completamente desmenuzados.

  • Bernardo Jobson
    Jobson, Bernardo

    Bernardo Jobson (Vera, provincia de Santa Fe, 1928-Buenos Aires, 1986) fue periodista en los diarios La Opinión y Tiempo Argentino entre otros, traductor y redactor publicitario. Escribió los libros Memorias de un soldado raso y Veinticinco watts, aunque los originales se extraviaron, por lo que estos se consideran irrecuperables; lo mismo sucedió con El carnet de Dios, el guión de una de sus obras de teatro inéditas, y la recopilación de notas humorísticas Diccionario enciclopédico argentino. Fue miembro de las revistas El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco. El fideo más largo del mundo (Buenos Aires, 1972) es su único libro publicado.