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Año 5 #59 Septiembre 2019

El testigo chino

Como esas músicas donde las melodías se disuelven y queda en el aires flotando el estado de ánimo, solo sensaciones; Anna Kazumi Stahl nos deja en las manos (en el tacto) las rugosidades del mundo. Hay algo del gran Brecht: no importa lo que sucede, sino cómo sucede.

 

El testigo chino

 

El aviso apareció de pronto en la sección “Clasificados” del diario de Nueva Orleans, el Times-Picayune. Salió un martes, en abril, y seguía apareciendo todos los días de la semana, y el domingo, hasta que uno finalmente se acostumbraba a que estuviera, como la fecha, o el número de la página, casi invisible. Un modesto recuadro decía: “Hablante nativa de japonés. Servicios de traducción e interpretación”, y abajo daba una dirección y un número de teléfono, en uno de los barrios nuevos, cerca del lago. Por supuesto que nadie llamaba; parecía una curiosidad más de las tantas que hay en Nueva Orleans. Una cosa rara que uno ve pero por la que no se preocupa, es decir: una cosa rara con la que uno convive en paz.

 

Pero alguien sí lo había leído. En la Policía de Nueva Orleans, alguien había leído ese aviso, y lo había registrado, lo había recordado en un momento oportuno, y entonces una noche fueron a buscar a la “hablante nativa”, con su aviso adosado al prontuario de un crimen.

 

Había habido un tiroteo en el puerto. Un marino baleado, borracho, drogado, ¿quién sabe? Sucedió en la puerta de un local conocido por tener prostitutas. Este crimen formaba parte de una serie de asesinatos, todos parecidos: ese era el problema. Sospechaban de una mujer; sospechaban de un homosexual. En realidad, no sabían. Pero esta vez habían encontrado un testigo e iban a sacarle la información suficiente para poner a alguien tras las rejas. La policía es práctica y se obtienen grandes beneficios salariales de casos como estos.

 

Necesitaban a la japonesa. Por su aviso y porque el testigo era asiático y no hablaba inglés. Había estado vagando por la zona, un alma perdida y ajena, en ese lugar horrendo. Por desgracia una bala le había atravesado las costillas. Ahora estaba en la clínica a pesar de no tener documentos, porque tenía los ojos dorados: había presenciado el asesinato.

 

Llevaron a la intérprete, una tal señora Michiko Yamashita, en el asiento de atrás del patrullero a la clínica. Era cerca de medianoche, quién sabe lo que habrán pensado sus vecinos. Cuando llegó, la llevaron a una pequeña sala de la Unidad de Terapia Intensiva. El testigo estaba acostado allí, dormido e inconsciente, enredado entre máquinas y tubos. Se veía muy mal, y lo estaba.

 

Pregúntele dónde estuvo entre las ocho y las nueve de esta noche —dijo uno de los policías uniformados.

 

La japonesa miró al hombre herido. Sus ojos estaban cerrados, sus labios secos y salpicados por manchas marrones. Estaba pálido y parecía dormido. El teniente, un hombre corpulento vestido con ropa de calle, llamó al médico, que despertó al hombre, inclinándose sobre él y palmeándole la mejilla. El hombre volvió en sí. Parpadeó muy despacio y emitió un pequeño sonido de queja. La intérprete, rodeada en la pequeña sala por los policías, miraba y observó que ese hombre no podía tener más de 17 o 18 años.

 

Pregúntele dónde y cuándo lo hirieron —repitió el teniente.

 

Ella se inclinó sobre la cama y dijo, en japonés: “Perdone la molestia en este momento tan inoportuno, pero debo preguntarle dónde y cuándo recibió estas heridas tan dolorosas”. El joven la oyó, reconoció el idioma y su rostro cambió. Tosió y después contestó.

 

¿Qué dice, qué dice? —el gordo teniente respiraba agitado, impaciente, y hacía señas a un oficial a cargo de tomar nota—. ¿Qué dice?

 

La intérprete se incorporó y se dirigió hacia los policías.

 

Lo siento —dijo—, pero no puedo hablar con este hombre.

 

Quedaron pasmados. Uno de los oficiales uniformados volvió a mirar el aviso, “Japonés. Servicios de traducción”. Preguntó: “¿Cuál es el problema, señora?” Pronunció el “señora” con marcada ironía.

 

Es chino —dijo ella.

 

Nadie habló por un rato. Pero el teniente se hizo cargo: ahora no tenía tiempo para que la situación se echara a perder, había una necesidad urgente de información, era muy tarde, este era el quinto asesinato sin resolver en el mismo lugar, y todo parecía señalar al mismo culpable. Era imprescindible arrestar a alguien antes del amanecer. Las cosas habían llegado demasiado lejos para arruinar todo por un “problema oriental”.

 

Miró a la japonesa con sus ojos saltones de color verde sucio, cargados de ira. La cara grasosa, arruinada por demasiadas frituras y cerveza. “Bueno, entonces háblele despacio, señora. Chino, japonés da lo mismo. Si no, no la hubiéramos traído, ¿no le parece?”

 

Ella consideró la respuesta en silencio y con seriedad. O al menos así parecía. Pero al teniente obviamente no le dijo nada.

 

Abrió su cartera y sacó un lápiz y un pedazo de papel. Escribió en ideogramas que la lengua japonesa comparte con la china, a pesar de que habladas no tienen nada que ver, lo siguiente: “Perdóneme por incomodarlo. ¿Cuándo y dónde recibió las heridas?” Con el papel en la mano, se acercó aún más al chino herido y se lo mostró. El cuarto estaba en sombras; ella acomodó el papel lo mejor posible para que él lo pudiera leer.

 

¿Qué carajo está haciendo? —interrumpió el policía perdiendo la paciencia—. No tenemos toda la noche. Pregúntenle a qué hora fue, vamos, nombres de calles, rasgos distintivos.

 

El joven chino, mientras tanto, observaba a la mujer, tratando de encontrar su mirada para ver si podía confiar en ella. Estaba asustado, aterrorizado, y con razón. En ese instante silencioso, ella, la japonesa, ganó su confianza, y él escribió, con gran esfuerzo y dolor: “Nueve y media de la noche, a dos cuadras del muelle B”.

 

La intérprete tomó el papel e inclinándose hacia la luz de la lámpara, lo descifró. Después, enfrentando a los policías reportó en voz alta: “Las heridas que lo están haciendo sufrir tanto ahora, fueron recibidas a las veintiuna treinta a dos cuadras del muelle B”.

 

El teniente la miraba con insistencia; hacía esfuerzos para no ser impertinente. Esta idiotez era un trago amargo, pero él era lo suficientemente hombre y profesional como para soportar una investigación tan obstaculizada. El maldito asunto iba a llevar mucho más tiempo. Mierda, se iba a tener que pasar toda la noche allí.

 

Bueno —ordenó con su voz gruesa y fuerte—. Pregúntele qué cosa estaba haciendo en los momentos previos a esa hora, dígale que no le conviene retener información, no sé si me entiende, y después quiero una descripción del que lo atacó: altura, peso, color de pelo, ojos. Pregúntele, pregúntele todo eso.

 

Estaba de buen ánimo, a pesar de todo, porque sabía que no había otro detective en todo el Departamento de Policía de Nueva Orleans que hubiera encontrado la forma de entenderse con el único testigo sobreviviente. Eso significaba que estaba en condiciones de hacerse de 80 o 90 puntos de bonificación y probablemente una mención por el caso, si todo salía bien y terminaba en arresto. Tan fácil: sacaba una puta barata de circulación y los 90 puntos eran suyos. La bonificación, para el teniente, se convertiría en una Bronco último modelo, gris acero, con doble tracción y hasta, de yapa, ganchos especiales para colgar el rifle. No era poco por unas horas extra con esos dos chinos y su intercambio de papelitos.

 

Con el transcurso de la noche, sin embargo, empezó a aburrirse; llegó a preguntarse qué era ese jueguito. ¿Alguna chifladura oriental relacionada con que las mujeres no pueden hablar con un hombre que está en la cama? ¿Quizá porque era casada? ¿Pero entonces, estando casada, para qué había puesto el aviso? Los orientales son muy protectores de sus mujeres, por eso casi no las dejan salir de la casa. En las películas y ese tipo de cosas, casi no se ven mujeres. Nunca había pensado en eso, pero lo pensaba ahora mientras esperaba que pasara la noche, mientras observaba la pequeña espalda de ella, su cabello negro peinado en un rodete, y el ir y venir de las raras y minuciosas figuras, mientras hacía eso y esperaba la bonificación y la mención.

 

Al otro día salió la noticia en la tapa del Times-Picayune. Una brillante maniobra de investigación, de parte del teniente Rupert Hutchins, había revelado al culpable de una horripilante serie de asesinatos a sangre fría en el distrito de muelles. Nuestro feliz municipio recuperaba de nuevo la seguridad, gracias a individuos como el teniente Hutchins, defensores de la moralidad y el bienestar vecinal. Habían incluido una foto bastante grande de la cara de Hutchins. Parecía hinchada; el teniente era muy gordo de cara y tenía los ojos desproporcionadamente pequeños. Abajo de la foto estaba citado diciendo que sus grandes amores eran la bellísima ciudad de Nueva Orleans y el deporte de la caza.

 

Esa misma mañana, en la sección “Clasificados” del Times-Picayune se recibió un llamado. Era por un trámite simple, una cancelación. Una voz de mujer. Tenía un acento raro, dulce, y una voz muy linda, suave. Dijo: “Buen día. Por favor, perdone la molestia. Necesitaría cancelar un aviso”. Alguien tomó nota de sus datos y del número de ficha; usó el primer papel que encontró, por casualidad la sección “Noticias” de ese día, que yacía olvidada sobre el escritorio. En el borde del papel decía: “Michaki Yamata, Nro. F-345, traduc. - CANCELAR YA”. Las primeras letras del nombre cubrían parte de un título menor, de la página 17: “Otro asesinato en el distrito del muelle”. Ese renglón se rompió cuando sacaron lo anotado para llevarlo al archivo.

 

  • Anna Kazumi Stahl
    Stahl, Anna Kazumi

    Anna Kazumi Stahl, hija de una japonesa y de un norteamericano del sur de EEUU descendiente de alemanes, vive en Buenos Aires desde hace algunos años. Nació en el norte de Lousiana y se crió en New Orleans. Su experiencia familiar la hizo crecer con el dinamismo y la vitalidad de la mezcla de culturas. Comenzó a escribir de niña como un pasatiempo de días de lluvia. A los dieciséis años viajó a estudiar a Boston y luego a Tübingen, Alemania, desde donde recorrió Europa. Más tarde, en California, realizó un doctorado en Literatura Comparada.

    Cuando visitó por primera vez Buenos Aires, con una beca universitaria en 1988, sintió una gran atracción por la gente y su modo de ser, y quiso aprender el idioma. El 1995 se instaló en la Argentina. Publicó en su segundo idioma, el castellano rioplatense, Catástrofes naturales.

    Vive en Buenos Aires donde escribe, trabaja como profesora de letras y realiza traducciones.

    Además ha publicado Flores de un solo día.

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