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Año 5 #52 Febrero 2019

Prólogo a "Cuentos completos" de Abelardo Castillo

“Es en las reversiones de sus propios relatos, como en las de los de sus reconocidos predecesores, que Castillo da cuenta de su viaje interior, de su tiempo, de su existir en la literatura y en la historia. Esta actitud se resume en una cita suya: «realistas o fantásticos, mis cuentos pertenecen a un solo libro. Y la literatura, a un solo y entrecruzado universo» enfocado y hecho inteligible, en este caso, desde una definida óptica argentina.”

 

El siguiente texto sirve de prólogo a Cuentos completos, Aguilar, 2012.

La obra del escritor argentino Abelardo Castillo abarca todos los géneros literarios. Ha escrito novelas, cuentos, teatro, poemas y ensayos críticos. También ha sido fundador y editor de tres importantes revistas literarias: El grillo de papel (1959-1960), con Amoldo Liberman y Humberto Costantini, El escarabajo de oro (1961-1974), con Liliana Heker, y El ornitorrinco (1977-1986), con Liliana Heker y Sylvia Iparraguirre. En estas publicaciones contó con la colaboración de los autores más prestigiosos de América latina, y la última (El ornitorrinco) representó una de las pocas y difíciles formas de resistencia cultural durante la época de la dictadura. Nacido en 1935 en la localidad de San Pedro (provincia de Buenos Aires), ha publicado, en orden cronológico, El otro Judas (teatro, 1961), Las otras puertas (cuentos, 1961), Israfel (teatro, 1964), Cuentos crueles (cuentos, 1966), La casa de ceniza (nouvelle, 1967), Tres dramas (teatro, 1968), Los mundos reales (antología de cuentos, 1972), Las panteras y el templo (cuentos, 1976), El cruce del Aqueronte (antología de cuentos, 1982), El que tiene sed (novela, 1985), Las palabras y los días (ensayos, 1989), Crónica de un iniciado (novela, 1991), Las maquinarias de la noche (cuentos, 1992), Teatro completo (1995). Por su obra ha recibido el Premio Casa de las Américas (1961), el Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos, UNESCO, París (1963), el Primer Premio y Gran Premio de los Festivales Mundiales de Teatro Universitario de Varsovia y Cracovia (1965), el Primer Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires (bienio 1985-1986), el Premio Club de los Trece a la mejor novela del año (1992), el Premio Nacional Esteban Echeverría (1993), el Premio Konex de Platino (1994) y el Premio de Honor de la Provincia de Buenos Aires, compartido con los escritores Marco Denevi y Ernesto Sábato (1996).

 

En un posfacio, Castillo confesó su deseo de ordenar sus relatos bajo un título único: Los mundos reales. La historia de la sucesiva publicación y reedición de sus cuentos apunta a esta lenta generación de un texto único, proceso que tiene ilustres antecesores en Whitman y Baudelaire. Es así que las ediciones de los cuentos de Castillo revelan una constante y prolija revisión de textos, un casi obsesivo afán por corregir y refundir, pero el resultado es un corpus literario que, como un organismo vivo, evoluciona, cambia y se autorregenera en lo que son, en suma, versiones de lo real que no excluyen reflexiones sobre el destino humano, la política, las pasiones, la locura y el delirio. Castillo cree, como Valéry, a quien cita en dicho posfacio, que «una obra (es) una empresa de reforma de uno mismo». Por esta razón es que una lectura seriada de sus obras revelaría esta empresa, estas mutaciones de un escritor que mantiene a través de ellas, o quizá gracias a dichas variantes, una rara unidad poética.

Es en las reversiones de sus propios relatos, como en las de los de sus reconocidos predecesores, que Castillo da cuenta de su viaje interior, de su tiempo, de su existir en la literatura y en la historia. Esta actitud se resume en una cita suya: «realistas o fantásticos, mis cuentos pertenecen a un solo libro. Y la literatura, a un solo y entrecruzado universo» enfocado y hecho inteligible, en este caso, desde una definida óptica argentina.

Según Borges, todo escritor elige a sus precursores, y Abelardo Castillo, atento lector de la literatura argentina, y de Borges en particular, ejemplifica esta práctica.

Aun muy joven, en la década de los sesenta, Castillo comienza a publicar colecciones de cuentos cuyo temario refleja el impacto de la autocrítica que domina gran parte de la producción cultural de esa época. Tanto en Las otras puertas(1961) como en Cuentos crueles (1966), hay huellas evidentes no sólo del acontecer histórico inmediato precedente, el peronismo y sus secuelas, los fracasos de los gobiernos militares y civiles que se suceden, sino también hay marcas escritúrales, giros de estilo, comentarios parentéticos, desvíos y perceptibles omisiones que inscriben estos textos en un momento de la cultura y la historia argentinas dado a la reflexión, balance y liquidación de ideologías manidas y al esfuerzo por ejecutar una doble maniobra: reconocer un patrimonio cultural y simbólico que se reconoce como determinante, y actualizarlo para las nuevas —y cambiantes— situaciones históricas vigentes.

Castillo concita visiblemente autores y artefactos culturales que lo preceden y elige a ciertos precursores —Arlt, Borges, Cortázar, Quiroga— como posibles modelos de identidad nacional que pueden enriquecerse en una reformulación actualizante. Porque es precisamente esa particular diferencia, esa reposesión revitalizadora la que revaloriza tanto al texto anterior como a la versión de Castillo.

Éste ha dicho: «la tradición asegura que el plagio es la forma más sincera de la admiración: lo mismo vale para algunos desacuerdos», y esos cuentos a menudo constituyen un homenaje al texto original, que se revela así como obra repetible y adaptable a una óptica diferente. Se podría decir que es la segunda escritura —la de Castillo— la que da nuevo sentido y enriquece —y se enriquece— con los ecos del original, en una hábil maniobra en la que modelo y nueva versión se generan y regeneran mutuamente. Así Réquiem para Marcial Palma, al actualizar el mito del guapo del cuento de Borges Hombre de la esquina rosada, crea un personaje que en similares circunstancias, pero en una situación histórica reciente, se convierte en un peleador cajetilla que desprecia el cuchillo pero no la pendencia a puñetazos, en una nueva versión del duelo orillero que se ha convertido aquí en sainete, porque como dice el narrador: «Era como si hubiera cambiado el mundo…» Y, en verdad, el pueblo, el boliche, la gente, todo ha cambiado. Ejemplos evidentes de esto son la indumentaria y el aire cómico del nuevo guapo, la música de una tarantela que ha reemplazado los compases del tango y la ranchera, y el cartel de propaganda de gaseosa con niños rubios de neto tipo norteamericano, que han reemplazado a la vieja arpillera. El paso del tiempo, y el nuevo sentido que Castillo imprime al concepto de hombría, queda muy claro en el desprecio con que el vencedor rechaza a Valeria, la ganada «prenda» a quien aparta con un «No, vos no te quedas con el más hombre; vos te quedas con el que gana». Esta reversión del cuento borgeano tiene lugar en un recreo de la costa del río Paraná, las nuevas orillas de la ciudad de Buenos Aires. En este ambiente, el mito del coraje representado por el guapo del arrabal resulta totalmente anacrónico, así como lo es la presencia de un viejo narrador, que recuerda el duelo original, a cuchillo y a muerte, todos restos de un pasado criollo definitivamente cancelado. El significado del cuento de Borges queda aquí subvertido. Ya no hay guapos en el delta —las modernas orillas del actual Buenos Aires— sino contrabandistas y peleadores cajetillas con aire cómico y sin delirios de hombría. El evocar un pasado mítico que quizá nunca existió no es la intención de Castillo, sino aludir a un texto paradigmático y confrontarlo con una versión actualizada de la misma circunstancia. El texto nuevo dialoga con el anterior, funciona como un palimpsesto que a la vez da cuenta de un mito fundador, y, al modificarlo, lo restituye para la literatura actual sin intentar dar una nueva versión del guapo. Castillo no se esfuerza por construir nuevos mitos; por el contrario, él colabora con la geografía y con la historia para cancelarlos, para declararlos caducos para el hombre de su época, pero a la vez crea, con los componentes del texto anterior, un relato para su tiempo, una narración que fácilmente se inscribe en «los mundos reales», el título abarcador de su cuentística.

En otro texto, Noche para el negro Griffiths, Castillo recupera el personaje de El perseguidor de Cortázar y lo inserta, con variantes, en una realidad inmediata, convirtiendo al genial saxofonista de Cortázar en un pésimo músico que toca la trompeta en un cafetín de Barracas, donde en noches de humo y alcohol rememora un pasado quizá apócrifo en Nueva Orleáns. El músico carece de grandeza artística y filosófica, pero la filiación literaria de este personaje no sólo es innegable, sino que Griffiths comparte con su antecesor la capacidad para lograr un minuto de grandeza y «caer del otro lado» como el perseguidor de Cortázar, para rendir homenaje musical a las prostitutas desalojadas en su legendario Nueva Orleáns. Estos relatos, así como el obvio homenaje a Roberto Arlt —reconocido por el propio Castillo en el citado posfacio— en Crear una flor es un trabajo de siglos, son ejemplos del peculiar refuncionamiento que el autor imprime a la tradición literaria argentina con la que él se identifica. Las condiciones en que se produjeron los cuentos originales han cambiado, y la situación del público lector, o sus experiencias históricas en el contexto argentino, también. En sus versiones nuevas y originales, Castillo restaura estos textos para una cultura en la que siguen vigentes, doblemente enriquecidos al ponerlos en otro contexto. Castillo no procede como Fierre Menard, el personaje de Borges —nuevo autor del viejo Quijote— sino que brinda una auténtica recreación del original en una reescritura de clásicos recientes. Dado que los textos previos son artificios, inventos culturales, Castillo se permite una reinvención para situaciones diferentes, y presenta así en sus relatos lecturas de la tradición literaria argentina que dejan muy en claro que ésta no es, en ninguna forma, monolítica ni fija. Interesa reconocer que en este campo, como en otros que mencionaré más adelante, Castillo no es sólo un creador original y representativo, sino un precursor de varios autores argentinos de promociones más tardías. Es este cuidadoso elegir, nombrar y refuncionar antecesores reconocibles, lo que quizá relaciona más estrechamente la obra de este autor con la producción de los escritores de dos décadas posteriores. A veinte años de esta deliberada constitución de modelos de identidad cultural nacional, Castillo mantiene una vigencia que se deriva no sólo de su propia producción, sino de la de los escritores más recientes.

Aparte de esta importante función de reconstituir un canon literario nacional actualizado, para uso propio y de sus lectores, Castillo también da cuenta en sus relatos de hechos del período postperonista y de las dictaduras más recientes. En este sentido, Castillo pertenece, como otros escritores de su promoción, al grupo que una crítica designó, acertadamente, «narradores testigo». Entre sus cuentos más logrados de este tipo, están En el cruce y Por los servicios prestados, ambos producto de la experiencia del servicio militar del autor. El ámbito castrense, tan preponderante en la vida política argentina y tan decisivo en la confrontación de clases e ideologías a nivel nacional, es hábilmente recreado en estos relatos breves y escuetos que se cierran con un predecible (para el lector argentino) final, sin dramatismo, con la inexorabilidad y maestría de lo premeditado dentro de una situación contestataria irreversible. Ambos relatos están armados con una sorprendente economía narrativa y disfrazados casi de mera anécdota militar… hasta el desenlace, que responde a realidades más vastas de la escena nacional y a profundas grietas en el cuerpo social del país. Por otra parte, Los muertos de Piedra Negra, también de ambiente castrense, narra el levantamiento del coronel Lago, su oportunismo al momento de aliarse con el poder que tiene visas de ganar, y por contraste, la ciega fe en el retorno del líder (Perón) que lleva a los hermanos Iglesias a un inútil sacrificio. Este relato toma además el tema de la rebelión (política, en este caso) como acto definitorio en la elección de un destino, en contraste con las falsas y fluctuantes filiaciones que se dan en esos momentos en la población civil y militar, a consecuencia de compromisos con el poder de turno. Los Iglesias son peronistas de siempre, dentro o fuera del poder oficial, por convicción política y de clase («Buena madera esos Iglesias»), mientras que el coronel Lago se identifica con los sucesivos gobiernos, fiel también a los privilegios de su clase («restituir el Honor de la Nación exige, de sus hombres, ciertas decisiones»). En estos cuentos, el ambiente cuartelario provee el escenario para traiciones y lealtades en constante disputa, que son parte del ejercicio de poderes contestatarios no resueltos al nivel nacional. La crueldad y la violencia parecen ser endémicas formas de interrelación subjetiva entre los personajes, porque la sociedad está igualmente escindida, y lo contestatario es la única moneda de intercambio social de ese momento. Pero la crueldad puede tener también otras funciones en la cuentística de Castillo, en la cual la violencia y la agresión a menudo se convierten en actos restitutivos, al revelar la otra cara de la moneda. El acto abominable puede ser liberador y el cruel puede resultar un inusitado redentor. El ejercicio casi ritual de la crueldad permite, en algunos relatos, defender una zona personal sagrada (Crear una pequeña flor es trabajo de siglos) o restituir la humanidad al otro, que se había degradado (El candelabro de plata). Así es que en algunos relatos, la crueldad, la locura y la traición pueden abrir camino a la reconstitución de un pacto original que habría sido violado, como ocurre en Negro Ortega y en La cuarta pared. En el primero, el negro Ortega, boxeador que se somete a peleas «arregladas» por su manager, tiene finalmente un momento de grandeza, inspirado por la memoria de Ruiz, su viejo amigo boxeador. Es en homenaje a esta antigua amistad que Ortega acaba trompeando con ferocidad a su contrincante, para desplomarse finalmente con los brazos abiertos, como un Cristo del ring, al final de la pelea que él no ha querido conceder según lo previamente acordado con su manager. Es así que al traicionar al superior venal, Ortega restituye la autenticidad de su pacto tácito con el viejo boxeador, quien pensaba que peleando se gana la bienaventuranza. Si así fuera, Ortega se ha preparado peleando, y traicionando, para entrar en el reino de los cielos. En el relato La cuarta pared, la esposa traiciona al gran hombre con pies de barro, engañándolo precisamente al cometer adulterio con sus jóvenes alumnos, vale decir al destruir la admiración que ellos, sus jóvenes delfines —como ella en el pasado— tenían por el falso ídolo. La pérdida de fe en el hombre que se creía excepcional, requiere destruir la fe de los jóvenes acólitos, quienes ya no se sorprenderán ante las promesas incumplidas. A la desilusión personal sigue un acto de proyección social más vasto, pues no se trata de una venganza meramente individual, sino de una rectificación que termine con los paliativos de que se ha servido el falso ídolo. La traición sirve en estos relatos y en algunas de las obras teatrales de Castillo para restaurar la vigencia de un pacto original hecho con fe y contraído en libertad, para volver a la verdad que ha falseado alguno de los participantes. El traidor se identifica entonces, a través de sus actos, con la pureza inicial de un compromiso que no ha sido respetado y, de este modo, la traición se convierte en una forma de reafirmar los valores originales de ese yo que se siente violado por el otro. Al nivel social más amplio, la traición se justifica en momentos en que la autoridad es venal o miente, poniendo en duda la validez de los pactos sociales contraídos. Pero en El candelabro de plata el protagonista se permite, precisamente en la Nochebuena, restaurar a un pobre viejo borracho su ilusión de volver a la lejana tierra natal, gracias a una mentira. Como el recién nacido de Belén, el protagonista también deja entrever un futuro de felicidad a un ser degradado y desahuciado, gracias a una «prodigiosa mentira». Pero el compasivo embustero debe matar al viejo luego de ofrecerle la visión de una falsa, futura redención. Sin embargo, la posibilidad de rectificar este destino desviado es suficiente para restituir al viejo, por unos minutos, a la condición humana: pierde su tono suplicante y deja de rendir pleitesía al «señor» que le ofrece ayuda. Se da en este relato una variante de la traición analizada previamente, pues en este cuento se utiliza el fraude para legitimizar una ilusión que el «otro» ya considera perdida. Al restaurarla, el sujeto se humaniza, pero dada la imposibilidad de realizar este sueño, debe morir… ¡después de una feliz Nochebuena!

Como ha observado uno de sus críticos, hay «una desesperada ternura» en los cuentos más duros de Castillo, que revela la capacidad del hombre para ser coherente consigo mismo y para rectificarse y completar destinos truncados y para redirigir a aquellos que han sido desviados. Tal es el caso del protagonista en el relato El decurión, quien descubre, gracias a las incoherentes revelaciones de una tía casi centenaria, que su destino ha sido trastrocado. No se trata aquí de identificarse con «el otro», al estilo borgeano, sino con otro cuya vida, al estilo Cortázar, se le va insinuando en revelaciones inconexas y coincidentales, y en vagas memorias inventadas gracias a una conciencia porosa, receptiva de otra vida arrumbada en una postal, una foto, un cuadro; representaciones estas de lo que deviene, en última instancia, un destino, una vida real. Tanto en este cuento como en Muchacha de otra parte se observa la importancia que adquieren los espacios reales e imaginarios en el destino del ser humano; la capacidad de estos espacios de posibilitar o impedir ciertas relaciones subjetivas, y la fatalidad de usurpar el destino de otro, como en Triste le Ville, relato en el que este acto de apropiación ilegítima acarrea el purgatorio de vivir en un pueblo gris, afantasmado, del cual no parte ningún tren, en el que no pasa nada, y sólo se ve la cara de un individuo, inmóvil, repetida, fija, como una vida congelada. De lo anterior podría pensarse que en Castillo el destino se puede elegir —acertada o erróneamente— pero también puede ocurrir que el destino juegue una burla al individuo que cree elegirlo, como sucede en El asesino intachable, en el cual el crimen gratuito, de perfil dostoyevskiano, se convierte, irónicamente, en un crimen banal de conveniencia, a pesar de las peores intenciones y los cuidadosos preparativos del asesino. La víctima resulta ser una anciana rica y excéntrica, que ha nombrado —sin saberlo él— a su eventual asesino, ¡su único heredero! Si bien los móviles fueron desinteresados, el desenlace los ha convertido en un vulgar y violento acto de codicia. En Thar, por otra parte, hay otro juego de tuerca, en cuanto la venganza purificadera resulta frustrada por la filiación que, revelada en el último momento, establece que victimario y presunta víctima son abuelo y nieto. Estos relatos sugieren cuan inútil es la pretensión humana de adueñarse del propio destino, al establecer la arbitrariedad de las opciones posibles y el escaso control que el individuo tiene sobre ellas. Pero Castillo no crea sujetos que sean juguetes del destino, sino que explora con ironía los frecuentes y vanos esfuerzos de la voluntad frente al desconcierto que crean lo fortuito y lo inesperado. Porque los personajes de Castillo se ubican en un espacio interior que no es incompleto, creado por ellos a sus propias medidas y el cual no es necesario trascender, pero donde cada ser puede hacerse y deshacerse según sus personales designios. Dentro de este periplo, podríamos asegurar que el hombre o la mujer son soberanos de su pequeño reino.

Podría derivarse de lo dicho anteriormente que, en algunos cuentos, Castillo se presenta como un escritor maldito. Pero no es ése el caso. La crueldad no es gratuita ni fortuita, sino una moneda de variado intercambio social, pues tiene, como dijimos, una función específica en la reconstitución del individuo. Al facilitar el acceso a otras zonas, es instrumento de transgresión liberadora en la mayoría de los casos, y en todos es constituyente esencial de la ontología de los personajes. Puede hablarse más bien de ciertos excesos dionisíacos que registran algunos relatos, tales como Also sprach el señor Núñez y Las panteras y el templo, pues se centran en momentos de delirio o pasajera enajenación mental, pero la crueldad consiste en algo más ritual y más consciente: insustituible forma de renovación y, a veces, de exclusión. Pues al acto cruel se recurre cuando alguien transgrede un espacio social personal, intersubjetivo, y funciona para mantener a distancia o excluir al intruso. En esta forma, la crueldad deviene una forma de protección de una zona personal inviolable. Y, por último, quizá la mejor definición de esta particular forma de acción la proporciona el propio Castillo en el epígrafe de William Blake que abre Cuentos crueles:

La crueldad tiene un corazón humano
y los celos un rostro humano.
el terror tiene la divina forma humana
y el misterio tiene el vestido del hombre.

También ocurre que en los relatos de Castillo la crueldad a menudo se combina con la ternura para esclarecer relaciones ambiguas o de naturaleza borrosa. Esto es evidente en un hermoso cuento titulado El hermano mayor, en el que, a raíz de la muerte del padre, los hermanos desnudan su interioridad reconociéndose por primera vez, reencontrando su autenticidad en los fragmentarios recuerdos de un padre a la vez abusivo y pintoresco. Y es el hermano mayor, precisamente, quien recobra parte de su muy menguada identidad de ser, como mayor, el iniciador del más chico, gracias a los recuerdos del otrora distante —psíquica y físicamente— hermano menor.

Esta mezcla de ternura y crueldad aparece también en los relatos que se centran en relaciones entre los sexos, en los que se suceden encuentros tanto casuales como definitivos. Ejemplo de lo último aparece en Carpe diem, que abre la posibilidad de un tiempo recobrado después de la muerte de la amada. Pero también surge lo inolvidable, mitificado y perdido en la figura de Virginia en Los ritos. Es este personaje, descrito muy someramente, y más por sus atributos externos, modales, manías, que físicos, quien controla la narración que se abre y cierra con su recuerdo. Porque es la infantil Virginia la que empareja lo disímil en la repisa del cuarto de soltero de su amante: geisha con pollito, bambi con la Victoria de Samotracia. El, al final de varios exitosos episodios eróticos, resulta, inconscientemente, también emparejado con lo disímil: Virginia, por lo menos en unos momentos de pasión amorosa… con otra. Virginia, a distancia y conscientemente obturada en la memoria, representa para él la oportunidad —perdida— de reinventarse, de ser puro, de ser otro. También se narra con patética ternura la pérdida de la novia juvenil en Capítulo para Laucha.

En casi todos los relatos de temas amorosos, los personajes femeninos jóvenes, como en Juan Carlos Onetti, son los más interesantes. Su inexperiencia puede, y a menudo es, una posible fuente de renovación y pureza, o una apertura hacia lo inesperado y absurdo, en contraste con los personajes femeninos experimentados, con saberes y decires inteligentes y fatalmente predecibles. Pues es precisamente la sorpresa lo que traen a menudo estas jóvenes, y sobre ellas el autor crea bellas y tristes historias de amores perdidos. Porque el amante las abandona o hace que lo abandonen. Hay un temor a esa pureza, a esa sorpresa y a la posible continuidad de un amor que desafía lo que él ya ha asumido como destino propio inalterable. Es con estas amadas abandonadas, rechazadas pero nunca olvidadas, una recurrente conexión a través de la memoria, de la confidencia o del sueño. Y es esta conexión la que las distingue de «las otras», aquellas con las cuales siempre se establece una discontinuidad tranquilizadora. Pues de éstas lo separa esa sabiduría moderna que comparten, mientras las otras tienen «una sabiduría muy antigua, algo que no tiene nada que ver con las palabras… una sabiduría llena de tristeza o de algo parecido a la caridad y a la tristeza…». Pero debemos anotar una excepción a esta práctica en el cuento La fornicación es un pájaro lúgubre, relato que Castillo considera, pese a su título y desenfadado estilo, un «cuento muy decente». Es éste un relato de aprendizaje, no por parte de la joven iniciada sino por parte del iniciador. Es ella, especie de Lolita actualizada, quien le revela, a pesar de su inicial frigidez, lo que es, en verdad, hacer el amor. El exhausto amante comprende que lo que hacen es construir un amor en un acto de seducción mutua que se realiza paso a paso, y deliberadamente, en lo que es, al fin, un acto de creación. Si como dice el protagonista, la mujer es la casa del hombre, construida por él mismo, no hay duda de que él se siente, finalmente, en perfecta morada… Se presenta aquí, después de falsos comienzos y desvíos amorosos por parte del protagonista, una mística del acto sexual, gracias a la complicidad de una joven ansiosa pero inexperta. La plenitud final, la revelación de que hacer el amor es crear algo ajeno, contrasta con las anteriores experiencias del protagonista, para quien la fornicación, en rigor, se había convertido en un ejercicio lúgubre. El cuento, por lo demás, está dedicado a la memoria de Henry Miller, y Castillo lo comenzó a escribir al enterarse de la muerte del escritor norteamericano, y lo terminó más de un año después.

La sexualidad, como la crueldad, asume en la obra de Castillo un aspecto muy ritual. Es un juego serio en el que se procede de acuerdo con variados protocolos dictados por los participantes. Se eligen el momento y la situación, se establece un campo erótico en el que se juegan relaciones en las que se mezcla tanto el placer como el dolor, lo contestatario y lo compartido. Hacer el amor es, como el acto de crueldad, una forma esencial de las relaciones intersubjetivas de los personajes, que se constituyen y destruyen mutuamente en ese acto, en el ejercicio de lo erótico. Hasta en lo que podría leerse como una relación superficial o pasajera, como la de María Fernanda y el protagonista en Los ritos, se diagraman los límites de las posibilidades —o de las imposibilidades, en este caso— de relación de estos dos sujetos, proyectados sobre la memoria del lejano romance con la impredecible Virginia.

Los relatos, formas del artificio, recurren a menudo a paralelismos insospechados con sistemas que preceden al texto. Se produce así un desplazamiento de estrategias extratextuales a otro terreno, la narración. Se disfraza, por así decirlo, la verdadera intencionalidad de los personajes con sistemas de fácil identificación pero de difícil aplicación, como ocurre con una jugada de ajedrez en el cuento La cuestión de la dama en el Max Lange. El campeonato y la jugada misma, en la mejor tradición de la novela policíaca, proveen un fondo y un enunciado aparentemente exacto de lo que es, en realidad, un asesinato/venganza, un ajusticiamiento de la esposa infiel por parte del amante, bajo la amenaza del revólver del mando engañado y justiciero. Maniobra oblicua, como en el ajedrez, en la que un acto se avala por sus efectos y sus consecuencias más mediatas. El juego ejemplifica aquí la pluralidad de funciones de los actuantes y la dificultad en precisar la exacta naturaleza de las motivaciones de los protagonistas, a partir de los efectos más visibles. Nada es exactamente lo que parece; sin embargo, los hechos son irrefutablemente reales. En el cuento La casa del largo pasillo, el protagonista, quien como ascensorista vive dentro de la más absoluta verticalidad, queda fascinado por las posibilidades que ofrece la entrada a un largo pasillo cerca de su casa. Sufre así lo que podría llamarse el vértigo de la horizontalidad. Explora finalmente parte de este pasadizo oscuro para encontrar en una recámara al legendario Sandokán, el pirata malayo, héroe de las novelas de aventuras juveniles previas a los ascensores y las jaulas. Este final sugiere la posibilidad de que un humilde y oscuro pasillo —otro sistema, no vertical en este caso— pueda ocultar lo maravilloso y remoto. La presencia del bello y exótico Sandokán es una especie de aleph borgeano para el ascensorista, el premio por haber descubierto que, en realidad, existe siempre otra dirección distinta de la hasta entonces transitada. Y esta dirección, en la que reina la oscuridad, y donde le sobrecoge el miedo, puede también albergar lo maravilloso, sacudir la rutina del desprestigiado ascensorista. Por otra parte, en La garrapata y en Vivir es fácil…, la narración revierte el sistema que sustenta el relato. En el primero, la garrapata es la mujer que, como el insecto, parece nutrirse de la sangre del marido más joven, quien, visiblemente desmejorado, envejece rápidamente al tiempo que ella se va convirtiendo en una chiquilina. El segundo relato crea la posibilidad del suicidio de la mujer rechazada, pero acaba con el del hombre que la incita a la autodestrucción, de allí el equívoco título de la narración. En estos dos casos, la reversión de un sistema visible produce la desestabilización del lector, no gracias a un desenlace sorpresivo, sino precisamente al recurrir deliberadamente a los pasos de un proceso que tiene otro destinatario (Vivir es fácil…) u otro destino (La garrapata). El sistema que encubre una realidad «falsa» tanto como el sistema revertido desorientan al lector desatento y ponen en duda la validez de dichos sistemas como correlativos de la conducta humana; pero ofrecen, por otra parte, una posibilidad de desplazamiento interpretativo que enriquece la lectura. Se trata, como diría el propio autor, de enunciados que nunca son inocentes.

La lectura de los relatos de Castillo requiere un lector no cómplice sino testigo, como el autor; distanciado, atento a las diversas seducciones de lo narrado y al detalle revelador. Entre éstos se incluye la presencia del escritor, quien entra en varias de sus propias ficciones identificado por nombre o profesión, y, como escenario de la trama, su San Pedro natal. Este deslizar de lo concreto extra textual dentro de lo fictivo cancela, por una parte, la antinomia realidad/ficción al borrar los límites que separan lo concreto de lo inventado y, por otra, sugiere que la realidad es una ficción más o, como establece el título abarcador de su obra cuentística, que todo es parte de esos mundos reales en los que reside la creación de este autor.

  • Martha Morello-Frosch

    Martha E. Morello-Frosch (1928, San José de la Esquina, Argentina-2010, Santa Cruz, California, Estados Unidos) tuvo una carrera distinguida como profesora de literatura latinoamericana en la Universidad Estatal de Ohio y en la Universidad de California, Santa Cruz.

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