Menu

Año 4 #38 Diciembre 2017

Océano mar

“Hace muchos años, en medio de algún océano, una fragata de la marina francesa naufragó. Ciento cuarenta y siete hombres intentaron salvarse subiendo a una enorme balsa y confiándose al mar. Un horror que duró días y días. Un formidable escenario en el que se mostraron la peor de las crueldades y la más dulce de las piedades.

“Hace muchos años, a orillas de algún océano, llegó un hombre. Lo había llevado hasta allí una promesa. La posada donde se paró se llamaba Almayer. Siete habitaciones. Extraños niños, un pintor, una mujer bellísima, un profesor con un extraño nombre, un hombre misterioso, una muchacha que no quería morir, un cura cómico. Todos estaban allí buscando algo, en equilibrio sobre el océano.

“Hace muchos años, estos y otros destinos encontraron el mar y volvieron marcados. Este libro explica el porqué, y escuchándoles se oye la voz del mar. Se puede leer como una historia de suspense, como un poema en prosa, un conte philosophique, una novela de aventuras. En cualquier caso, domina la alegría furiosa de contar historias a través de una escritura y una técnica narrativa sin modelos ni antecedentes ni maestros.”

 

Oceáno mar

Anagrama, 2006.

 

1

Arena hasta donde se pierde la vista, entre las últimas colinas y el mar —el mar— en el aire frío de una tarde a punto de acabar y bendecida por el viento que sopla siempre del norte.

La playa. Y el mar.

Podría ser la perfección —imagen para ojos divinos—, un mundo que acaece y basta, el mudo existir de agua y tierra, obra acabada y exacta, verdad —verdad—, pero una vez más es la redentora semilla del hombre la que atasca el mecanismo de ese paraíso, una bagatela la que basta por sí sola para suspender todo el enorme despliegue de inexorable verdad, una nadería, pero clavada en la arena, imperceptible desgarrón en la superficie de ese santo icono, minúscula excepción depositada sobre la perfección de la playa infinita. Viéndolo de lejos, no sería más que un punto negro: en la nada, la nada de un hombre y de un caballete.

El caballete está anclado con cuerdas finas a cuatro piedras depositadas en la arena. Oscila imperceptiblemente al viento que sopla siempre del norte. El hombre lleva botas de caña alta y un gran chaquetón de pescador. Está de pie, frente al mar, haciendo girar entre los dedos un pincel fino. Sobre el caballete, una tela.

Es como un centinela —esto es necesario entenderlo— en pie para defender esa porción de mundo de la invasión silenciosa de la perfección, pequeña hendidura que agrieta esa espectacular escenografía del ser. Puesto que siempre es así, basta con el atisbo de un hombre para herir el reposo de lo que estaba a punto de convertirse en verdad y, por el contrario, vuelve inmediatamente a ser espera y pregunta, por el simple e infinito poder de ese hombre que es tragaluz y claraboya, puerta pequeña por la que regresan ríos de historias y el gigantesco repertorio de lo que podría ser, desgarrón infinito, herida maravillosa, sendero de millares de pasos donde nada más podrá ser verdadero, pero todo será —como son los pasos de esa mujer que envuelta en un chal violeta, la cabeza cubierta, mide lentamente la playa, bordeando la resaca del mar, y surca de derecha a izquierda la ya perdida perfección del gran cuadro consumando la distancia que la separa del hombre y de su caballete hasta llegar a algunos pasos de él, y después justo junto a él, donde nada cuesta detenerse —y, en silencio, mirar.

El hombre ni siquiera se da la vuelta. Sigue mirando fijamente el mar. Silencio. De vez en cuando moja el pincel en una taza de cobre y esboza sobre la tela unos cuantos trazos ligeros. Las cerdas del pincel dejan tras de sí la sombra de una palidísima oscuridad que el viento seca inmediatamente haciendo aflorar el blanco anterior. Agua. En la taza de cobre no hay más que agua. Y en la tela, nada. Nada que se pueda ver.

Sopla como siempre el viento del norte y la mujer se ciñe su chal violeta.

—Plasson, hace días y días que trabajáis aquí abajo. ¿Para que os traéis todos esos colores si no tenéis valor para usarlos?

Eso parece despertarlo. Eso le ha afectado. Se vuelve para observar el rostro de la mujer. Y cuando habla no es para responder.

—Os lo ruego, no os mováis —dice.

Después acerca el pincel al rostro de la mujer, vacila un instante, lo apoya sobre sus labios y lentamente hace que se deslice de un extremo al otro de la boca. Las cerdas se tiñen de rojo carmín. Él las mira, las sumerge levemente en el agua y levanta de nuevo la mirada hacia el mar. Sobre los labios de la mujer queda la sombra de un sabor que la obliga a pensar «agua de mar, este hombre pinta el mar con el mar» —y es un pensamiento que provoca escalofríos.

Ella hace un rato que se ha dado la vuelta, y está ya midiendo de nuevo la inmensa playa con el matemático rosario de sus pasos, cuando el viento pasa por la tela para secar una bocanada de luz rosácea, flotando desnuda sobre el blanco. Uno podría pasarse horas mirando ese mar, y ese cielo, y todo lo demás, pero no podría encontrar nada de ese color. Nada que se pueda ver.

La marea, en esa zona, sube antes de que llegue la oscuridad. Un poco antes. El agua rodea al hombre y a su caballete, los va engullendo, despacio pero con precisión, allí quedan, uno y otro, impasibles, como una isla en miniatura, o un derrelicto de dos cabezas.

Plasson el pintor.

Viene a recogerlo, cada tarde, una barquilla, poco antes de la puesta del sol, cuando el agua ya le llega al corazón. Es él quien así lo quiere. Sube a la barquilla, recoge el caballete y todo lo demás, y se deja llevar a casa.

El centinela se marcha. Su deber ha acabado. Peligro evitado. Se apaga en la puesta de sol el icono que una vez más no ha conseguido convertirse en sacro. Todo por ese hombrecillo y sus pinceles. Y ahora que se ha marchado, va no queda tiempo. La oscuridad suspende todo. No hay nada que pueda, en la oscuridad, convertirse en verdadero.

  

2

… sólo raramente, y de manera tal que a algunos, en aquellos momentos, al verla, se les oía decir, en voz baja

—Morirá

o bien

—Morirá

o también

—Morirá

y hasta

—Morirá

A su alrededor, colinas.

Mi tierra, pensaba el barón de Carewall.

No es exactamente una enfermedad, podría serlo, pero es algo menos, si tiene un nombre debe de ser ligerísimo, lo dices y ya ha desaparecido.

—Cuando era niña, un día llega un mendigo y empieza a tararear una cantilena, la cantilena asusta a un mirlo que se eleva…

—… asusta a una tórtola que se eleva y es el zumbido de las alas…

—… las alas que zumban, un ruido de nada…

—… habrá sido hace diez años…

—… pasa la tórtola delante de su ventana, un instante, así, y ella levanta los ojos de sus juegos y yo no sé, llevaba encima el terror, pero un terror blanco, quiero decir que no era como alguien que tiene miedo, sino como alguien que está a punto de desaparecer…

—… el zumbido de las alas…

—… alguien a quien se le escapaba el alma…

—… ¿me crees?

Creían que al crecer se le pasaría todo. Pero, entretanto, todo el edificio se cubría de alfombras porque, como es obvio, sus mismos pasos la asustaban, alfombras blancas por todas partes, un color que no hiciera daño, pasos sin ruido y colores ciegos. En el parque, los senderos eran circulares con la única excepción osada de un par de veredas que serpenteaban ensortijando suaves curvas regulares —salmos—, y eso es más razonable, en efecto: basta un poco de sensibilidad para comprender que cualquier esquina sin visibilidad es una emboscada posible, y dos caminos que se cruzan, una violencia geométrica y perfecta, suficiente para asustar a cualquiera que esté seriamente en posesión de una auténtica sensibilidad, y mucho más a ella, que no es que tuviera exactamente un alma sensible, sino, por decirlo en términos precisos, que estaba poseída por una sensibilidad de ánimo incontrolable, que explotó para siempre en quién sabe qué momento de su vida secreta —vida de nada, tan pequeña como era— y después se le subió al corazón por vías invisibles, y a los ojos, y a las manos, y a todo, como una enfermedad, aunque una enfermedad no fuera, sino algo menos, si tiene un nombre debe de ser ligerísimo, lo dices y ya ha desaparecido.

Por ello, en el parque, los senderos eran circulares.

Tampoco hay que olvidar la historia de Edel Trut, que en todo el País no tenía rival en tejer la seda y por ello fue llamado por el barón, un día de invierno en el que la nieve era tan alta como los niños, un frío que pelaba, llegar hasta allí fue un infierno, el caballo humeaba, los cascos al azar en la nieve, y el trineo detrás dando bandazos; si no llego antes de diez minutos quizás me muera, tan cierto como me llamo Edel, me muero, y además sin saber siquiera que es eso tan importante que tiene que enseñarme el barón…

—¿Qué ves Edel?

En la habitación de la hija, el barón está de pie frente a la pared larga, sin ventanas, y habla despacio, con una dulzura antigua.

—¿Qué ves?

Tejido de Borgoña, de buena calidad, y paisajes como hay muchos, un trabajo bien hecho.

—No son unos paisajes corrientes, Edel. O por lo menos, no lo son para mi hija.

Su hija.

Es una especie de misterio, pero hay que intentar entenderlo, sirviéndose de la fantasía, y olvidar lo que se sabe, de modo que la imaginación pueda vagabundear en libertad, corriendo lejos por el interior de las cosas hasta ver que el alma no es siempre diamante sino a veces velo de seda —esto puedo entenderlo —imagínate un velo de seda transparente, cualquier cosa podría rasgarlo, incluso una mirada, y piensa en la mano que lo coge —una mano de mujer —sí— se mueve lentamente y lo aprieta entre los dedos, pero apretarlo es ya demasiado, lo levanta como si no fuera una mano, sino un golpe de viento, y lo encierra entre los dedos como si no fuera dedos sino… —como si no fueran dedos sino pensamientos. Así es. Esta habitación es esa mano, y mi hija es un velo de seda.

Sí, lo comprendo.

—No quiero cascadas, Edel, sino la paz de un lago; no quiero encinas sino abedules, y esas montañas del fondo deben convertirse en colinas, y el día, en atardecer; el viento, en brisa; las ciudades, en pueblos; los castillos, en jardines. Y si no queda más remedio que haya halcones, que al menos vuelen, y muy lejos.

Sí, lo comprendo. Sólo una cosa: ¿y los hombres?

El barón permanece callado. Observa a todos los personajes del enorme tapiz, uno a uno, como si estuviera escuchando su opinión. Pasa de una pared a otra, pero ninguno habla. Era de esperar.

—Edel, ¿hay algún modo de conseguir hombres que no hagan daño?

Eso debe habérselo preguntado Dios también, en su momento.

—No lo sé, pero lo intentaré.

En el taller de Edel Trust se trabajó durante meses con los kilómetros de hilo de seda que el barón les hizo llegar. Se trabajaba en silencio porque, según decía Edel, el silencio debía penetrar en la trama del tejido. Era un hilo como los demás, sólo que no se veía, pero allí estaba. Así que se trabajaba en silencio.

Meses.

Después, un día llegó un carro al palacio del barón, y sobre el carro estaba la obra maestra de Edel. Tres enormes rollos de tela que pesaban como cruces en procesión. Los subieron por las escaleras y los llevaron después a lo largo de los pasillos, de puerta en puerta, hasta el corazón del palacio, a la habitación que los esperaba. Fue un instante antes de que los desenrollaran cuando el barón murmuró:

—¿Y los hombres?

Edel sonrió.

—Si no queda más remedio que haya hombres, que al menos vuelen, y no muy lejos.

El barón escogió la luz del atardecer para tomar a su hija de la mano y llevarla hasta su nueva habitación. Edel dice que entró y se sonrojó inmediatamente, maravillado, y el barón temió por un instante que la sorpresa pudiera ser demasiado fuerte, pero apenas fue un instante, porque enseguida se dejó oír el irresistible silencio de aquel mundo de seda donde una tierra clemente reposaba apacible y pequeños hombres» suspendidos en el aire, medían a paso lento el azul pálido del cielo.

Edel dice —y eso no podrá olvidarlo— que ella miró largo rato a su alrededor y después, dándose la vuelta, sonrió.

Se llamaba Elisewin.

Tenía una voz bellísima —terciopelo— y cuando caminaba parecía deslizarse por el aire, y uno no podía dejar de mirarla. De vez en cuando, sin razón aparente, le gustaba echar a correr, por los pasillos, al encuentro de quién sabe qué, sobre aquellas tremendas alfombras blancas, dejaba de ser la sombra que era y corría, pero sólo raramente, y de manera tal que a algunos, en aquellos momentos, al verla, se los oía decir, en voz baja…

 

3

A la posada Almayer se podía llegar a pie, bajando por el sendero que venía de la capilla de Saint Amand, pero también en carruaje, por la carretera de Quartel, o en barcaza, bajando el río. El profesor Bartleboom llegó por casualidad.

—¿Es ésta la posada de la Paz?

—No.

—¿La posada de Saint Amand?

—No.

—¿El Hotel del Correo?

—No.

—¿El Arenque Real?

—No.

—Bien. ¿Tienen alguna habitación?

—Sí.

—Me la quedo.

El enorme libro con las firmas de los huéspedes esperaba abierto sobre un atril de madera. Un lecho de papel recién hecho que esperaba los sueños de los nombres ajenos. La pluma del profesor se enfiló voluptuosamente entre las sábanas.

Ismael Adelante Ismael prof. Bartleboom

Con rúbrica y todo. Algo bien hecho.

—El primer Ismael es mi padre, el segundo, mi abuelo.

—¿Y eso?

—¿Adelante?

—No, eso no, esto.

—Eso.

—Pues profesor, ¿no? Quiere decir profesor.

—Vaya nombre más tonto.

—No es un nombre… yo soy profesor, me dedico a enseñar, ¿entendéis? Cuando voy por la calle, la gente me dice Buenos días, profesor Bartleboom. Buenas tardes, profesor Bartleboom, pero no es un nombre, es a lo que me dedico, a enseñar…

—No es un nombre.

—No.

—Vale. Yo me llamo Dira.

—Dira.

—Sí. Cuando voy por la calle, la gente me dice Buenos días, Dira, Buenas tardes, Dira, qué guapa estás hoy, Dira, qué vestido tan bonito llevas, Dira. ¿No habrás visto por casualidad a Bartleboom?, no, está en su habitación, primer piso, la última al fondo del pasillo, éstas son las toallas, tenga, se ve el mar, espero que no os moleste.

El profesor Bartleboom —desde aquel momento simplemente Bartleboom— cogió las toallas.

—Señorita Dira.

—¿Sí?

—¿Me permitís haceros una pregunta?

—¿Qué clase de pregunta?

—¿Cuántos años tenéis?

—Diez.

—Ah, es eso.

Bartleboom —desde hacía poco ex profesor Bartleboom— cogió las maletas y se dirigió a las escaleras.

—Bartleboom…

—¿Sí?

—No se le pregunta la edad a una señorita.

—Es verdad. Disculpadme.

—Primer piso. La última al fondo del pasillo.

En la habitación del fondo del pasillo (primer piso) había una cama, un armario, dos sillas, una estufa, un pequeño escritorio, una alfombra (azul), dos cuadros idénticos, un lavabo con espejo, un arcón y un niño: sentado en el alféizar de la ventana abierta, de espaldas a la habitación y con las piernas colgando en el vacío.

Bartleboom se hizo notar con un moderado golpe de tos, sin más, por hacer un ruido cualquiera.

Nada.

Entró en la habitación, dejó las maletas, se acercó a mirar los cuadros (iguales, increíble), se sentó en la cama, se quitó los zapatos con evidente alivio, se levantó, fue a mirarse al espejo, constató que seguía siendo él (nunca se sabe), dio una ojeada al armario, colgó la capa y después se acercó a la ventana.

—¿Formas parte del mobiliario o estás aquí por casualidad?

El niño no se movió ni un milímetro. Pero respondió.

—Mobiliario.

—Ah.

Bartleboom volvió hacia la cama, se deshizo el nudo de la corbata y se tumbó. Manchas de humedad, en el techo, como flores tropicales dibujadas en blanco y negro. Cenó los ojos y se quedó dormido. Soñó que lo llamaban para sustituir a la mujer bala en el Circo Bosendorf y él, al entrar en la pista, reconocía en primera fila a su tía Adelaide, mujer exquisita, pero de discutibles costumbres, que besaba primero a un pirata, después a una mujer igual a ella y por último a la estatua de madera de un santo que al final no era tal estatua, ya que de repente echó a andar y empezó a caminar hacia él, Bartleboom gritando algo que no llegaba a oírse bien y que, sin embargo, despertó la indignación de todo el público, hasta el punto de obligarle a él, Bartleboom, a largarse a toda plisa, renunciando incluso a la sacrosanta contrapartida acordada con el director del circo, 128 dineros, para ser exactos. Se despertó, y el niño todavía estaba allí. Sin embargo, se había dado la vuelta y lo miraba. Es más, le estaba hablando.

—¿Habéis estado alguna vez en el Circo Bosendorf?

—¿Perdón?

—Os he preguntado si habéis estado alguna vez en el Circo Bosendorf.

Bartleboom se incorporó hasta quedar sentado sobre la cama.

—¿Qué es lo que sabes tú del Circo Bosendorf?

—Nada. Sólo que lo vi una vez, pasó por aquí el año pasado. Había animales y todo.  Había también una mujer bala.

Bartleboom se preguntó si no convenía pedirle noticias de la tía Adelaide. Es verdad que hacía años que había muerto, pero aquel niño parecía saber más que el diablo. Al final prefirió limitarse a bajar de la cama y acercarse a la ventana.

—¿Te importa? Necesito que me dé el fresco.

El niño se desplazó un poco en el alféizar. Aire frío y viento del norte. Delante, hasta el infinito, el mar.

—¿Qué haces todo el rato subido aquí encima?

—Miro.

—No hay mucho que mirar.

—¿Bromeáis?

—Bueno, está el mar, de acuerdo, pero el mar es siempre el mismo, no cambia, mar hasta el horizonte, con un poco de suerte, pasa un barco, no es que sea el no va más.

El niño se dio la vuelta hacia el mar, se volvió hacia Bartleboom, se dio la vuelta de nuevo hacia el mar, se volvió de nuevo hacia Bartleboom.

—¿Cuánto tiempo os quedaréis por aquí? —le preguntó.

—No lo sé. Unos días.

El niño bajó del alféizar, se dirigió a la puerta, se detuvo en el umbral, permaneció allí unos instantes estudiando a Bartleboom.

—Sois simpático. Ojalá cuando os marchéis seáis un poco menos imbécil.

Crecía en Bartleboom la curiosidad por saber quién había educado a aquellos niños. Un fenómeno, evidentemente.

De noche. Posada Almayer. Habitación del primer piso, al fondo del pasillo. Escritorio, lámpara de petróleo, silencio. Una bata gris con Bartleboom dentro. Dos zapatillas grises con sus pies dentro. Hoja blanca sobre el escritorio, pluma y tintero. Bartleboom escribe. Escribe.

 Mi adorada:

Ya he llegado al mar. Os ahorro las fatigas y miserias del viaje: lo que cuenta es que ahora estoy aquí. La posada es acogedora: sencilla pero acogedora. Está en la cima una pequeña colina, justo delante de la playa. Por la noche se levanta la marea y el agua llega casi hasta debajo mi ventana. Es como estar en un barco. Os gustaría.

Yo jamás he estado en un barco.

Mañana empezaré mis estudios. El sitio me parece ideal. No se me oculta la dificultad de la empresa, pero vos sabéis —vos únicamente en el mundo— lo decidido que estoy a llevar a cabo la obra que tuve la ambición de concebir y emprender en un feliz día de hace doce años. Me serviría de consuelo imaginaros con salud y con alegría de espíritu.

En efecto, nunca lo había pensado antes, pero la verdad es que jamás he estado en un barco.

En la soledad de este lugar apartado del mundo, me acompaña la certeza de que no queréis, en la lejanía, abandonar el recuerdo de quien os ama y siempre será vuestro.

Ismael A. Ismael Bartleboom

 

Deja la pluma, dobla la hoja, la mete en un sobre. Se levanta, coge de su baúl una caja de caoba, levanta la tapa, deja caer la carta en su interior, abierta y sin señas. En la caja hay centenares de sobres iguales. Abiertos y sin señas.

Bartleboom tiene treinta y ocho años. Él cree que en alguna parte, por el mundo, encontrará algún día a una mujer que, desde siempre, es su mujer. De vez en cuando lamenta que el destino se obstine en hacerle esperar con obstinación tan descortés, pero con el tiempo ha aprendido a pensar en el asunto con gran serenidad. Casi cada día, desde hace ya años, toma la pluma y le escribe. No tiene nombre y no tiene señas para poner en los sobres, pero tiene una vida que contar. Y ¿a quién sino a ella? Él cree que cuando se encuentren será hermoso depositar en su regazo una caja de caoba repleta de cartas y decirle

—Te esperaba.

Ella abrirá la caja y lentamente, cuando quiera, leerá las cartas una a una y retrocediendo por un kilométrico hilo de tinta azul recobrará los años —los días, los instantes— que ese hombre, incluso antes de conocerla, ya le había regalado. O tal vez, más sencillamente, volcará la caja y, atónita ante aquella divertida nevada de cartas, sonreirá diciéndole a ese hombre

—Tú estás loco.

Y lo amará para siempre.

  • Alessandro Baricco
    Baricco, Alessandro

    Alessandro Baricco (Turín, 1958), además de numerosos ensayos y artículos, es autor de las novelas Tierras de cristal (Premio Selezione Campiello y Prix Médicis Étranger), Océano mar (Premio Viareggio), Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr. Gwyn, así como Tres veces al amanecer, publicadas en Anagrama. También el magnífico monólogo teatral Novecento, y los ensayos de Next. Sobre la globalización y el mundo que viene y Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación.

Más en este número Los largos años »